viernes, 18 de enero de 2013

REINAS DE ESPAÑA EN LA EDAD MODERNA



REINAS DE ESPAÑA EN LA EDAD MODERNA

                                                           María de los Ángeles Pérez Samper

Mujeres y reinas

            La historia de las mujeres no puede ni debe reducirse a unas pocas mujeres extraordinarias, sino que es y debe ser cada vez más la historia de todas las mujeres, millones de mujeres de toda clase y condición a lo largo de los siglos. Es una historia de la pluralidad y de la diversidad y cuanto más se avance en la investigación mayor será esa diversidad, según los tiempos, los lugares, los grupos sociales, las culturas, y en definitiva según la compleja combinación de azar y necesidad que hace la historia. Sin embargo, ello no impide que la historia de algunas mujeres excepcionales, aunque no sean muchas y resulten poco frecuentes, formen también parte de ese complejo panorama de las historia de las mujeres. Bien sea como modelo o bien sea por contraste, sus historias pueden resultar también muy útiles para iluminar y completar el conjunto.
En la España moderna sólo hubo diecisiete mujeres que fueron reinas, frente a millones, un grupo muy reducido, pero que alcanzó gran poder e influencia y que a pesar de su singularidad constituyó un punto de referencia para las demás mujeres. Reinas que lo eran por sí mismas, a las que se denominaba como “reinas propietarias”, hubo sólo dos en la edad moderna, las dos al comienzo de dicha época, en el paso del siglo XV al siglo XVI, Isabel I (1451-1504) y su hija Juana I (1479-1555). Las demás fueron reinas consortes, quince en total.
            En el siglo XVI hubo cuatro reinas para dos reyes. Carlos V se casó sólo una vez, con Isabel de Portugal (1503-1539). Felipe II tuvo cuatro esposas, de las cuales sólo tres fueron reinas. La primera esposa, María de Portugal (1527-1545), murió muy joven, antes de que su esposo fuera rey. La segunda esposa María Tudor (1515-1558), que era reina de Inglaterra, nunca llegaría a conocer su reino español. La tercera esposa Isabel de Valois (1546-1568), una princesa francesa, fue reina de 1559 a 1568, apenas una década. Y la cuarta esposa Ana de Austria (1549-1580), de la rama imperial de los Habsburgo, lo fue también durante una década, desde su boda en 1570, hasta su muerte en 1580.
            En el siglo XVII fueron cinco las reinas, para tres reyes. Felipe III tuvo una sola esposa y reina, Margarita de Austria (1584-1611), también de la familia imperial, Felipe IV tuvo dos esposas, las dos reinas, la primera, Isabel de Borbón (1603-1644), de origen francés, compartió con su esposo muchos años antes y después de acceder al trono, la segunda, Mariana de Austria (1635-1696), de origen imperial, compartió las dos décadas finales del reinado. Carlos II tuvo dos esposas, y las dos fueron reinas, María Luisa de Orleans (1662-1689), francesa, fue reina durante una década,  y Mariana de Neoburgo (1667-1740), alemana, lo fue durante la siguiente y última década del reinado.
            En el siglo XVIII con el advenimiento al trono de los Borbones y la introducción de la Ley Sálica, ya no sería posible la existencia de una reina propietaria, todas fueron reinas consortes, en total seis reinas para cinco reyes. Felipe V fue el único que se casó dos veces, los demás reyes sólo una vez. Carlos III al quedarse viudo a los 44 años tomó la decisión de no volver a casarse. Felipe V se casó primero con María Luisa Gabriela de Saboya (1688-1714), reina de 1701 a 1714, Isabel Farnesio (1692-1766), que reinó de 1714 a 1746. Luis I contrajo matrimonio con Luisa Isabel de Orleans (1709-1742), quien únicamente fue reina unos pocos meses de 1724. Fernando VI reinó con su esposa Bárbara de Braganza (1711-1758), desde 1746 a 1758. Carlos III se casó con María Amalia de Sajonia (1724-1760), pero, aunque reinaron juntos en las Dos Sicilias muchos años, en España sólo compartieron el trono durante un año, de 1759 a 1760, pues la reina murió al poco tiempo. Carlos IV y María Luisa de Parma (1751-1819) casados desde 1765, reinaron de 1788 a su abdicación en 1808.
La duración de los reinados varió mucho. Isabel la Católica fue reina propietaria de 1474, tras la muerte de su medio hermano el rey Enrique IV, a su muerte en 1504, murió cuando le faltaban pocos días para cumplir los treinta años en el trono. Juana tuvo un reinado nominal larguísimo, fue reina propietaria de 1504 a 1555, cincuenta y un años, pero su enfermedad mental le impidió reinar efectivamente.
El reinado más largo de las consortes fue el de Isabel Farnesio, segunda esposa de Felipe V, que reinó treinta y dos años, seguido del de Isabel de Borbón, primera esposa de Felipe IV, veintitrés años, y el de María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV, veinte años. Los reinados más cortos fueron los de Luisa Isabel de Orleans apenas ocho meses, el de María Amalia de Sajonia, sólo trece meses en el trono español, y el de María Tudor, dos años.
La duración del reinado estaba en función de la duración de su vida y en el caso de las reinas consortes, de la de su esposo el rey. Los años de vida también variaban mucho, las reinas propietarias alcanzaron las dos una edad avanzada, Isabel cincuenta y tres años, Juana setenta y cinco. En el siglo XVI todas las reinas mueren jóvenes, entre los veinte y los cuarenta, la emperatriz Isabel a los treinta y seis, Isabel de Valois a los veintidós, Ana de Austria a los vientinueve, sólo María Tudor alcanzó los los cuarenta y dos años. En el siglo XVII se dio una gran disparidad, dos reinas alcanzaron una edad avanzada, muy avanzada para la época, Mariana de Neoburgo, setenta y tres, Mariana de Austria, sesenta y dos. Dos murieron muy jóvenes, Margarita de Austria a los veinsiete y María Luisa de Orleans a los veintiséis. Edad intermedia alcanzó Isabel de Borbón, que llegó a los cuarenta y un años. En el siglo XVIII dos mueren muy mayores, Isabel Farnesio con setenta y cuatro años y María Luisa de Parma, con sesenta y ocho, edad intermedia, entre treinta y cuarenta, otras tres, Luisa Isabel de Orleans con treinta y tres, María Amalia con treinta y seis y Bárbara de Braganza con cuarenta y siete, la que muere más joven es María Luisa Gabriela de Saboya, a los veintiséis años. En cuanto a la edad, las reinas seguían la pauta general de la vida de las mujeres de la época, en que muchas morían jóvenes.
            Ser reina es un destino extraordinario para una mujer en cualquier época y también en la España de la edad moderna. Combinar el hecho de ser mujer y el hecho de ser reina no era fácil, la condición de reina ocultaba y transformaba el hecho de ser mujer, por tanto, el caso de las reinas resulta paradójico, a pesar de ocupar una posición de absoluto privilegio, como mujeres son mujeres ocultas. Detrás de la figura institucional, un icono que trata de reunir y reflejar el conjunto de cualidades y virtudes físicas y morales que se esperan de una reina ideal, existía una mujer real, con sus cualidades y sus defectos. Analizar esa doble dimensión, la personal, íntima, privada, y la institucional, pública, idealizada, proporciona interesante información, tanto para la historia de las mujeres como para la historia política, la historia de la Monarquía española.

La reina propietaria

En la edad moderna la organización del poder y de la sociedad era por excelencia la monarquía. El gobierno de uno solo, como señala el origen griego de la palabra, pero que escondía un sistema muy complejo de instituciones, pactos y consensos. Uno solo que era fundamentalmente un varón, pero que en algunos casos podía ser también una mujer, como sucedía en España en los primeros siglos modernos, donde podían reinar las mujeres hasta la introducción de la ley sálica a principios del siglo XVIII, después abolida en el siglo XIX. En cualquier caso, la figura femenina debía existir de manera asociada, pero ineludible: como reina consorte, la esposa del rey. Si la característica de la monarquía era la continuidad, la reina desempeñaba un papel esencial como madre del futuro rey.
Las reinas propietarias eran las reinas por excelencia. Eran reinas por derecho propio, su poder procedía de ellas mismas. Sin embargo, la figura de la reina siempre fue vista en la época moderna como un mal menor. Los valores de la sociedad patriarcal alcanzaban también al trono. Se prefería siempre al hombre por encima de la mujer, mucho más cuando se trataba de una posición de la más alta autoridad y responsabilidad como era la realeza, encargada de gobernar y dirigir la sociedad. Para ejercer el poder, como para tantas otras cosas, se consideraba mejor al hombre. En las normas de sucesión se preferían los varones a las mujeres. Sólo cuando no existía un varón en la familia real para heredar el trono, los intereses dinásticos pasaban por encima del problema que suponía para la mentalidad de la época el que una mujer encarnara la Corona. En el paso de la edad media a la edad moderna existía sobre el tema una gran polémica. En los reinos españoles no existía unanimidad. En la Corona de Aragón las mujeres no podían ocupar el trono, sólo transmitir los derechos. En la Corona de Castilla podían ocuparlo, pero también se prefería a los varones.

Isabel la Católica

Muy significativo fue el caso de Isabel la Católica, que reivindicó sus derechos al trono castellano tras la muerte de su hermano Alfonso. Ni la complicada situación, ni su juventud -tenía sólo diecisiete años-, ni su condición de mujer la hicieron vacilar ni un momento. Dejando aparte el problema de la legitimidad de Juana, también mujer, Isabel no cederá ante los derechos de Fernando de Aragón como heredero varón más próximo en la línea dinástica de sucesión al trono. Será un motivo importante para elegirlo como esposo y para compartir con él el gobierno de la monarquía, pero no para cederle la preferencia. Isabel reivindicará siempre su derecho a la Corona de Castilla.
            El momento decisivo llegó al  morir Enrique IV. Isabel no dudó en proclamarse reina en ausencia de su esposo y la discusión se aplazó hasta el encuentro de la pareja. Se debatía si la reina debía asumir por sí misma el poderío real o, simplemente, transmitirlo a su marido, reconociendo la superioridad del varón; algunos antecedentes en Castilla apuntaban a la segunda solución con preferencia a la primera y más en este caso en que el marido, como miembro de la dinastía Trastámara, estaba colocado en la línea de sucesión como primer varón en ella. Eran muchos los que apoyaban esta salida, como Alfonso Carrillo y Alfonso de Palencia. Era una cuestión social, que se apoyaba en argumentos religiosos. Si por Eva había entrado el pecado en el mundo, no era acertado confiar a la mujer funciones inapropiadas a su radical debilidad, todavía menos una responsabilidad tan alta como la de reinar y gobernar. Otros se inclinaban por Isabel y por los derechos femeninos al trono, avalados por el derecho y por la historia. Como explica Pulgar: “Por parte de la reina se alegó que según las leyes de España, y mayormente de los reinos de Castilla, las mujeres eran capaces de heredar, y les pertenecía la herencia de ellos, en defecto de heredero varón descendiente por derecha línea, lo cual siempre había sido guardado y usado en Castilla, según parecía por las crónicas antiguas (…) y alegaron que no se hallaría en ningún tiempo, habiendo hija legítima descendiente por derecha línea, que heredase ningún varón nacido por vía transversal (…) Acerca de la gobernación del reino se alegó por parte de la reina, que le pertenecía a ella como propietaria del reino.”
Efectivamente, en Castilla se aceptaba que la sucesión recayera en una mujer, siempre que no hubiera varón que ostentara iguales o mejores derechos. Una mujer podía heredar el trono y gobernar como reina propietaria, pero en la práctica esta situación se dio pocas veces. La hija de Alfonso VI, Urraca I (1109-1126), y la hija de Alfonso VIII, Berenguela, que en 1217 heredó la corona, pero la transmitió inmediatamente a su hijo Fernando III, son los dos ejemplos más significativos.
Fernando del Pulgar daba varios argumentos para apoyar los derechos de la reina. Por una parte, la tradición política castellana y la doctrina cristiana no admitían diferencia sustancial entre hombre y mujer, de manera que, aunque se admitiera la prelación del hombre sobre la mujer en la misma línea y grado de parentesco, no existía motivo para relegar a la mujer si su parentesco era más próximo y, así, nada debería oponerse a que las infantas a quienes correspondiese pudieran reinar y reinaran en plenitud. Por otra parte, estableciendo la costumbre de la Corona de Aragón, que admitía sólo para las mujeres la transmisión de derechos al trono, pero no su ejercicio, dado que sólo tenían entonces una hija, la infanta Isabel, y no existían garantías absolutas de lograr un heredero masculino, declarar la preferencia del hombre suponía desheredar a su hija, a su propia descendencia, para que la Corona acabara por recaer en otro pariente lejano de la dinastía.
La sentencia arbitral de Segovia, también llamada “concordia”, se firmó el 15 de enero de 1475. De ella nacería un concepto nuevo de monarquía, en que la figura de la reina quedaba equiparada a la del rey. El famoso “tanto monta”, que se refería a otra cosa, la leyenda de Alejandro Magno y el nudo gordiano, pero que resulta muy expresiva de la nueva realeza dual. Ratificaba a Isabel como “legítima sucesora y propietaria” de la Corona, compartiendo sus funciones con Fernando su “legítimo marido”.
            Quedaba establecido el derecho de Isabel al trono, al menos entre la mayoría de sus partidarios, pero siguió teniendo muchos opositores, hasta el punto de que frente a ella se levantó otro bando, que le disputó duramente por más de cinco años su derecho a ceñir la corona. Eran muchas las razones de sus opositores, desde el proyecto de monarquía a simples cuestiones de intereses y ambiciones. Su rival era otra princesa, Juana, la discutida hija de Enrique IV. Por tanto, no era estrictamente por su condición de mujer por lo que se oponían a ella, pero acaso hubiera existido menos oposición de haberse tratado de elegir entre un hombre y una mujer. La preferencia por los varones para ocupar el trono era general en la época. La guerra civil duraría hasta la paz de Alcaçovas-Toledo de 1480 y sólo entonces se convirtió Isabel en reina indiscutida de Castilla.

Cara y cruz

Pero la reina, especialmente la reina propietaria, era una figura compleja y podía ser hasta contradictoria, tenía su cara y su cruz. Incluso aunque las reinas lograran ocupar el trono y hacerse con el poder que les correspondía legalmente, podían ejercerlo o no ejercerlo. En la España moderna se dieron los dos ejemplos extremos, Isabel y Juana. Isabel lo ejerció en plenitud y de manera ejemplar, con decisión, con energía, será el modelo de reina por excelencia en la historia de España. Juana apenas lo ejerció y su caso constituirá un modelo negativo. Si la hija ya hubiera tenido muy difícil resistir la comparación con la madre, grande en vida y mucho más después de muerta, pues se convirtió inmediatamente en un mito, fueran cuales fueran las cualidades de Juana para reinar, tanto para encarnar la realeza como para ejercer el gobierno, sus problemas mentales y la dura competencia, a veces verdaderamente cruel, que le hicieron los varones de su propia familia hicieron muy difícil su vida e imposible su reinado.
            Varios fueron los rivales de Juana en el seno de su propia familia. En primer lugar su propio padre, Fernando el Católico, que por encargo de Isabel y resistiéndose a abandonar el poder que había tenido en la Corona de Castilla en vida de su esposa, ejerció sobre su hija, por necesidad o sin necesidad, una tutela asfixiante. También su marido, el Archiduque Felipe, quien deseoso de poder, pretendió usurpar, invocando su condición de consorte, el poder que pertenecía a Juana, y solo a ella, como reina propietaria de Castilla que era. Muerto prematuramente Felipe, Juana, al  convertirse en viuda, empeoró su situación. Sola, gravemente afectada por la pérdida de su esposo, cayó más que nunca bajo la tutela de su padre, quien más que apoyarla para ayudarla a asumir sus responsabilidades, simplemente se convirtió en regente y la apartó radicalmente del poder y del gobierno. Comenzó entonces su larguísimo encierro en Tordesillas. Finalmente su hijo Carlos no hizo más que continuar en la misma línea, dar a su madre por incapacitada y amparándose en la ficción legal de compartir con ella la realeza, asumir el gobierno en solitario. Juana fue sacrificada a los intereses de la dinastía y del trono. Pero ella, aunque víctima, colaboró en la medida que le permitía su nublado entendimiento, con los hombres de su familia. Sucedió así con su hijo, como demuestra su actitud ante la rebelión comunera, evitando enfrentarse a Carlos y contribuir a la división del reino.
            En el caso de Juana, más allá del gravísimo problema que representaba para cualquier monarquía la locura del soberano, mucho peor en una monarquía donde el poder se hallaba tan personalizado como ocurría en la Monarquía Española del Renacimiento, su condición de mujer influyó con toda seguridad negativamente en sus posibilidades de encarnar la realeza y ejercerla. En una sociedad acostumbrada a situar a las mujeres en una posición secundaria, subordinada y dependiente, las reinas no lo tenían fácil, mucho menos una reina que padecía trastornos mentales y carecía de la suficiente fuerza para imponer su autoridad. 
            Siglos después, la otra reina propietaria de la monarquía española, Isabel II, fue igualmente un modelo negativo, que contribuyó a dividir la nación y perdió el trono. Su reinado, comenzado cuando todavía era una niña, abrió grandes perspectivas y esperanzas de modernización social y política para la monarquía y para la nación, pues ella encarnaba la causa del liberalismo. Sin embargo, pronto se desvanecieron las esperanzas. El reinado de Isabel II transcurrió bajo el signo de la división y el enfrentamiento, primero las luchas entre liberales -isabelinos- y absolutistas -carlistas-, después entre liberales moderados y liberales progresistas, finalmente entre monárquicos y republicanos. Sin ser responsable absoluta de todo lo malo que sucedió en su tiempo, pues su figura ha sido criticada mucho más allá de lo justo, su conducta como reina no estuvo a la altura necesaria. No logró superar las divisiones y discordias, incluso en muchas ocasiones contribuyó a ellas, y acabó perdiendo el trono en 1868. Tanto la causa de la monarquía como la causa de la nación padecieron un grave deterioro por su falta de acierto. Moriría exiliada en París en 1904, después de largos años de destierro. Si no estuvo a la altura como reina propietaria, cumpliría su papel asegurando la sucesión. Superando muchas dificultades, su hijo Alfonso XII recuperó el trono y contribuyó a pacificar la nación y a darle estabilidad y futuro con el sistema de la Restauración. 

Esposa del rey y madre del rey

            Reinas propietarias fueron muy pocas, la mayoría lo fueron consortes. Las reinas consortes eran reinas en cuanto esposas del rey. La reina será ante todo, como la inmensa mayoría de las mujeres de la época moderna, esposa y madre. Pero la reina no será una esposa o una madre cualquiera, será esposa del rey y madre del futuro rey.
En la época moderna las mujeres se casaban generalmente muy jóvenes. En el caso de las familias reales todavía más, pues asegurar la sucesión era esencial y cuanto más joven fuera la esposa, más posibilidades existían de tener hijos, de tenerlos pronto y de tener muchos. Doce reinas tenían menos de veinte años, las más jóvenes tenían doce años. En esos casos a veces se retrasaba la consumación del matrimonio, como sucedió con Isabel de Borbón, no, en cambio, con María Luisa Gabriela de Saboya. La más mayor fue María Tudor, porque era un matrimonio político, destinado esencialmente a sellar una alianza con Inglaterra.
Ser esposa amante y casta era deber primordial de una reina. De una reina se daba por supuesto una conducta intachable en temas sexuales, debía ser absolutamente fiel a su esposo el rey. Si esto era esencial en toda mujer cristiana, mucho más en el caso de una reina, por la importancia que tenía para la dinastía garantizar estrictamente que el rey sería el padre de sus hijos y también por razones de ejemplaridad moral. No hubo reproche alguno en ese sentido para las reinas de la España moderna, salvo para María Luisa de Parma, que fue acusada de infidelidad, atribuyéndole amores con el favorito Godoy. Ya en la época contemporánea, también sería gravemente censurada por su comportamiento irregular Isabel II. Aunque las razones fueron múltiples, seguramente no fue fruto de la casualidad que ambas soberanas perdieran el trono y acabaran en el exilio.
La reina debía amar mucho al rey, su marido, y sólo a él. Amor y fidelidad eran exigidos a toda esposa, muchísimo más a una reina que debía dar ejemplo a todas las mujeres de su reino. Pero los matrimonios reales no siempre eran acertados ni felices. Las reinas, como los reyes, debían casarse por razón de estado, no por amor. Sin embargo, en algunos casos los matrimonios acabaron por convertirse en matrimonios de amor, como fue el de Carlos V y la emperatriz Isabel, los dos matrimonios de Felipe V, primero con María Luisa Gabriela de Saboya y después con Isabel Farnesio, el de Fernando VI con Bárbara de Braganza o el de Carlos III con María Amalia de Sajonia; concertados por motivos políticos y diplomáticos acabaron convirtiéndose en matrimonios muy felices y unidos.
Aunque debía cumplir con el papel de compañera fiel de su marido, en su calidad de esposa del rey su deber principal era dar continuidad a la Corona, dar un hijo a su esposo, un heredero al trono, cuestión esencial porque la continuidad era característica esencial de la Monarquía. Cumplir ese deber primordial estaba por encima de cualquier otra consideración, incluso del riesgo de su salud y de su vida. Fueron varias las reinas que murieron como consecuencia de malos embarazos o malos partos, como sucedió con la emperatriz Isabel, Isabel de Valois y Margarita de Austria. Si la reina no conseguía tener un hijo se consideraba que había incumplido su principal deber y generalmente se la culpaba a ella, independientemente de la responsabilidad verdadera del problema. María Luisa de Orleans y Mariana de Neoburgo fueron duramente criticadas por no haber tenido hijos. La falta de sucesor directo podía llegar a generar un problema gravísimo, como sucedió en 1700 a la muerte de Carlos II sin hijos. En el tema de la sucesión, la servidumbre de la reina respecto a la Corona -la institución- y a la dinastía -la familia-, fue máxima.
La reina en este aspecto no era diferente de las demás mujeres, tenía como obligación esencial como reina la obligación esencial de una mujer en aquella época, tener hijos. Pero la obligación de la reina era infinitamente mayor que la de cualquier mujer corriente. Su maternidad estaba trascendida, iba mucho más allá del ámbito personal y familiar, afectaba no a una familia cualquiera, sino a una dinastía de siglos, no a un grupo de personas, sino a un pueblo entero. Una reina debía garantizar la sucesión, para el rey, para la dinastía y para la Monarquía española.
El deber de la reina era fundamentalmente biológico, dar a luz un hijo. Pero se esperaba más de su maternidad, no sólo debía poner al hijo en el mundo, sino también criarlo, convertirlo en un hombre y en un rey. De la crianza biológica se ocupaban las nodrizas, las damas y las criadas de palacio, pero era misión de la reina educarlo, naturalmente en colaboración con el rey y la asistencia del ayo y los preceptores. Y la responsabilidad no se limitaba al heredero, debía también ocuparse del resto de sus hijos e hijas, como madre y como reina, para hacer de ellos hombres y mujeres de provecho, dignos príncipes de la dinastía, futuros reyes y reinas. La reina había de ser, pues, educadora de sus hijos y educadora de reyes. La responsabilidad que toda mujer tenía de educar a sus hijos, también se transcendía en el caso de la Reina, educadora de sus hijos, unos hijos destinados a reinar, el primogénito como heredero del trono, pero también los menores, en caso de faltar el mayor, o en caso de ocupar otros tronos.
No bastaba con tener un hijo, el ideal era tener una familia numerosa, para asegurar la continuidad de la monarquía contra cualquier azar. La alta mortalidad infantil acosaba a todas las familias, también a las de la realeza. El resto de los hijos, especialmente las infantas, cumplían la importante misión de contribuir a extender y reforzar las redes dinásticas y diplomáticas, por lo que muchos de ellas acabaron ocupando tronos en otros países. Gracias a todos estos matrimonios de estado existían estrechos vínculos -cuyas líneas femeninas no se tienen demasiado en cuenta, a pesar de ser muy relevantes- y que unían a las diferentes familias reales europeas, hasta crear un selecto y privilegiado núcleo dirigente, como una gran familia que reinaba en Europa y gobernaba no sólo Europa sino gran parte del mundo.

Reinas y madres

Isabel la Católica tuvo cinco hijos, sólo un varón y cuatro niñas: Isabel (1470), casada con Alfonso de Portugal y después con su primo el rey Manuel el Afortunado, con el que tuvo un hijo, Miguel, en 1498. De haber vivido hubiera sido reina y el príncipe Miguel hubiera unido la herencia de los Reyes Católicos con Portugal, pero madre e hijo murieron prematuramente. Juan (1478), era el heredero y se casó en 1497 con Margarita, hija de Maximiliano de Austria y María de Borgoña, pero murió muy joven, el mismo año 1497. Su esposa estaba embarazada, pero la hija nació muerta. Juana (1479) acabaría siendo la heredera, por fallecimiento de sus hermanos mayores. Se casó en 1496 y se quedó viuda en 1506. María (1482) fue reina de Portugal al casarse con el rey Manuel, y fue madre de la Emperatriz Isabel. Catalina (1485) fue reina de Inglaterra como esposa de Enrique VIII y madre de la reina María Tudor.
            Juana tuvo seis hijos, dos varones y cuatro mujeres: Leonor (1498), reina de Portugal por su matrimonio con Manuel y después de enviudar reina de Francia, por su casamiento con Francisco I, Carlos (1500) fue rey de España y Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Isabel (1501) fue reina de Dinamarca, Fernando (1503) sucedió a su hermano Carlos como Emperador de Alemania, María (1505) fue reina de Bohemia y Hungría por su boda con Luis II y al quedarse viuda desempeñó un importante papel como colaboradora de su hermano Carlos V, y Catalina (1507) que se casó con Juan III y fue reina de Portugal.
            Isabel de Portugal, la esposa de Carlos V, tuvo cinco hijos, tres varones y dos mujeres: Felipe (1527) el rey de España, Juan (1528), muerto al nacer, María (1528) que fue emperatriz de Alemania  por su boda con Maximiliano II y madre de Ana de Austria (última esposa de Felipe II). En 1529 Isabel sufrió un aborto, después tuvo otro niño, Fernando, que nació muerto y en 1535 nació Juana, que casó con el heredero de Portugal, Juan, que murió muy pronto, y del que tuvo un hijo póstumo que sería rey, don Sebastián. En 1539 la emperatriz sufrió otro aborto, que le costó la vida.
Las esposas de Felipe II tuvieron muchos problemas para dar sucesión a la Corona. María de Portugal, la primera esposa, no llegaría a reinar, murió de sobreparto al dar a luz al príncipe D. Carlos en 1545. María Tudor, no tuvo hijos, pero los deseaba tanto que tuvo falsos embarazos histéricos. Isabel de Valois sólo tuvo dos hijas, en 1566 Isabel Clara Eugenia, que fue Señora y Gobernadora de los Países Bajos, en 1567 Catalina Micaela, que fue Duquesa de Saboya. En 1568 la reina sufrió un aborto que le costó la vida. Muerto el príncipe don Carlos, a pesar de tener dos hijas, Felipe II volvió a casarse, porque siempre se prefería un heredero varón. Ana de Austria tuvo cinco hijos, cuatro niños y una niña, de los que sólo uno llegó a la edad adulta: en 1571 nació Fernando, muerto a los siete años, en 1573 Carlos Lorenzo, muerto a los dos años, en 1575 otro niño, muerto a los siete años, en 1578 Felipe, futuro rey, y en 1580, Maria, muerta a los tres años.
Margarita de Austria, esposa de Felipe III, tuvo una gran familia de ocho hijos, cuatro niños y cuatro niñas: en 1601 nació Ana que fue reina de Francia  al casarse con Luis XIII, en 1603 María, muerta a los dos meses, en 1605 Felipe, futuro rey de España, Felipe IV, en 1606 María, Emperatriz de Alemania, como esposa del emperador Fernando, y madre de Mariana de Austria (futura esposa de Felipe IV), en 1607 Carlos, muerto a los veinticinco años, en 1609 Fernando, el Cardenal Infante, gran político y militar, en 1610 Margarita Francisca, muerta a los siete años, en 1611 Alfonso, cuyo nacimiento costó la vida a su madre, que murió de sobreparto.
Isabel de Borbón, primera esposa de Felipe IV, tuvo también una gran familia de siete hijos, sólo un niño y seis infantas, de los que únicamente dos llegaron a superar la infancia y sólo una alcanzó una edad avanzada: en 1621 tuvo a Margarita María, pero fue un parto prematuro y la niña murió a los dos días de nacer, en 1623 Margarita María Catalina, que vivió sólo un mes, en 1625 María Eugenia, que vivió veinte meses, en 1626 la reina sufrió un aborto, a continuación otra infanta, Isabel María Teresa, también de un parto prematuro y sólo vivió veinticuatro horas, en 1629 Baltasar Carlos, que fue Príncipe de Asturias, pero no llegó a reinar porque murió a los dieciséis años, en 1635 María Antonia Dominica Jacinta, vivió un año y en 1638 María Teresa, que fue reina de Francia  por su boda con Luis XIV. A pesar de tantos hijos, la reina Isabel no llegó a dar un heredero a la Corona.
            Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV, tuvo cinco hijos, cinco varones y dos mujeres. En 1651 nació la infanta Margarita María, muy famosa por los retratos de Velázquez, fue emperatriz de Alemania por su matrimonio con el emperador Leopoldo, en 1656 María Ambrosia de la Concepción, sólo vivió dos semanas, en 1657 Felipe Próspero, vivió tres años, en 1658 Fernando Tomás, diez meses y en 1661 Carlos, el futuro rey de España, Carlos II.
            Las dos esposas de Carlos II, María Luisa de Orleans y Mariana de Neoburgo no tuvieron hijos y por ello se extinguió la dinastía Habsburgo en la monarquía española.
            María Luisa  Gabriela de Saboya, primera esposa de Felipe V tuvo cuatro hijos varones, lo que facilitó la introducción en España de la ley sálica, que excluía a las mujeres del trono. En 1707 nació Luis, futuro rey de España, Luis I; en 1709 Felipe, pero sólo sobrevivió una semana; en 1712 otro niño, también llamado Felipe, que moriría a los siete años; y en 1713 nació  el infante Fernando, futuro rey de España, Fernando VI.
Isabel Farnesio, segunda esposa de Felipe V, cumplió también con su deber de dar descendencia a la Corona. Aunque la sucesión estaba, en principio, asegurada por los hijos del primer matrimonio del rey, Isabel tuvo una familia numerosa de siete hijos. Sus cuatro hijos y tres hijas nacieron en el siguiente orden: Carlos (1716), que llegó a ser rey de las Dos Sicilias y rey de España; Francisco (1717), que sólo vivió un mes; María Ana Victoria (1718), que había de ser reina de Francia y acabó siendo reina de Portugal; Felipe (1722), que sería Duque de Parma; María Teresa (1726), que se casaría con el Delfín de Francia, pero murió muy pronto, antes de llegar a ser reina; Luis Antonio (1727), el Infante Cardenal, que después de abandonar la carrera eclesiástica contrajo un matrimonio desigual, que le marginó de la Corte; y María Antonia (1729), que se casaría con el Rey de Cerdeña.
            Luisa Isabel de Orleans, esposa de Luis I, no tuvo hijos. Tampoco tuvo descendencia Bárbara de Braganza, esposa de Fernando VI.
María Amalia de Sajonia, esposa de Carlos III, fue, en cambio, muy prolífica, tuvo trece hijos, entre 1740 y 1757, durante su reinado en Nápoles y Sicilia. La primera fue la infanta María Isabel, que nació en 1740 y murió dos años después. Siguieron la infanta María Josefa Antonia, nacida en 1742 y fallecida cuando tenía dos meses, otra niña llamada también María Isabel, nacida en 1743 y muerta en 1749, María Josefa Carmela, nacida en 1744, que logró sobrevivir, pero no destacó porque permaneció soltera toda su vida. María Luisa Antonia, nacida en 1745, tendría un brillante futuro, llegaría a ser primero duquesa de Toscana y en 1790 emperatriz de Austria. Pero las hijas no eran suficientes en una dinastía como la borbónica, regida por la ley sálica, que excluía a las mujeres del trono. Después de cinco infantas seguidas, llegó por fin al reino de las Dos Sicilias el ansiado príncipe heredero. La reina María Amalia dió a luz un niño en 1747, al que bautizarían con el nombre de Felipe Pascual. Pero el niño estaba muy enfermo, incapacitado para reinar. Seguirían después otros cinco niños, Carlos, futuro rey de España, Carlos IV, en 1748; Fernando, futuro rey de las Dos Sicilias en 1751; Gabriel en 1752; Antonio en 1755; y Francisco Javier en 1757. Vendrían luego otras dos infantas, María Teresa, nacida en 1749, y María Ana, en 1754, que vivieron pocos meses.
María Luisa de Parma, casada con el futuro Carlos IV en 1765, tuvo muchos hijos, pero tardó bastantes años en dar un heredero a la Corona, casi veinte años. La familia real española pagó un duro tributo a la muerte antes de conseguir un sucesor. Aparte de las infantas, Carlota Joaquina, nacida en 1775, que llegaría a ser reina de Portugal, María Luisa, nacida en 1777 y muerta en 1782, María Amalia, nacida en 1779, que se casaría con su tío el infante Antonio Pascual, y otra María Luisa, nacida en 1782, que sería reina de Etruria, infantas que no hubieran podido reinar en España por existir desde la introducción de los Borbones la ley sálica. Los primeros hijos varones de los príncipes de Asturias murieron de pequeños, el primogénito, Carlos Clemente, nacido en 1771, murió en 1774, en 1783 nacieron dos gemelos varones, los infantes Carlos y Felipe, pero los niños murieron a los pocos meses. Antes del fallecimiento de los infantes gemelos, en 1784 había nacido otro hijo, Fernando, destinado a sobrevivir y a convertirse en heredero de la corona y después en rey de España con el nombre de Fernando VII. En 1788, nació un nuevo infante, Don Carlos María Isidro. Después, cuando sus padres ya eran reyes, nacieron todavía dos infantes más, en 1789 María Isabel, que se casaría con Francisco, príncipe y después rey de Nápoles, y en 1794 Francisco de Paula. En total la reina María Luisa tuvo trece hijos en once alumbramientos sencillos y uno doble, el de los gemelos. Dos niños murieron al poco de nacer, una niña y un niño, María Teresa y Felipe María.
            Era el deber de todas las reinas ser madres de rey, pero sólo algunas pudieron conseguirlo. Las dos reinas propietarias tuvieron varios hijos y fueron madres de reyes o reinas, Isabel de Juana, Juana de Carlos I. En el siglo XVI, dos fueron madres de reyes, Isabel de Felipe II, Ana de Austria de Felipe III. En el siglo XVII otras dos lo fueron: Margarita de Felipe IV, Mariana de Austria de Carlos II. En el siglo XVIII, María Luisa Gabriela fue madre de dos reyes de España, Luis I y Fernando VI, Isabel Farnesio fue madre de Carlos III, María Amalia de Sajonia, madre de dos reyes, uno fue Carlos IV, rey de España, el otro Fernando IV, rey de Nápoles y Sicilia, y María Luisa de Parma fue madre de Fernando VII.

Hijas de reyes

La red de la realeza europea de donde proceden y en la que se insertan las reinas españolas se completa observando su procedencia y su linaje. Los matrimonios reales debían ser entre iguales, las reinas debían ser, por tanto, miembros de familias reales. Este principio establecido desde la época de los Reyes Católicos y seguido en la época de los Austrias y de los Borbones, será ratificado en tiempos de Carlos III en la real pragmática sobre casamientos de 1776, precisamente cuando temían que pudiera llegar a ser puesto en cuestión. Una de las consecuencias de esta norma tan estricta fueron los matrimonios entre parientes, más o menos lejanos.
Las reinas propietarias eran hijas de reyes por definición: Isabel era hija de Juan II de Castilla, pero sucedió a su hermanastro Enrique IV y Juana era hija de Isabel de Castilla y de Fernando de Aragón.
            En el siglo XVI todas fueron hijas de soberanos, tres de reyes, una del emperador. Isabel de Portugal era hija de rey, Manuel I de Portugal y la infanta española María. María Tudor, hija de Enrique VIII de Inglaterra y de la infanta española Catalina. Isabel de Valois, hija de Enrique II de Francia y de Catalina de Médicis. Ana de Austria, hija de Emperador Maximiliano II y de la infanta española María, hermana de Felipe II.
En el siglo XVII hijas de soberanos reinantes hubo dos: Isabel de Borbón era hija de Enrique IV de Francia y de María de Médicis y Mariana de Austria, hija del Emperador Fernando III y de la infanta María de Austria, hermana de Felipe IV. No eran hijas de reyes, pero eran miembros de familias reales, otras dos. Margarita de Austria, hija del archiduque Carlos, hijo del emperador Fernando I, era nieta del emperador. María Luisa de Orleans, que tampoco era hija de rey, pues su padre era Felipe de Borbón, duque de Orleans, hermano de Luis XIV y su madre era la princesa Enriqueta de Inglaterra, era, por tanto, sobrina del rey de Francia. En cuanto a Mariana de Neoburgo era hija de un duque soberano, Felipe Guillermo, duque de Baviera-Neoburgo, elector palatino del Rin.
            En el siglo XVIII, dos reinas eran hijas de rey: Bárbara de Braganza, hija de Juan V de Portugal y María Amalia de Sajonia, hija de Federico Augusto III, Duque de Sajonia, Príncipe Elector del Imperio, rey electo de Polonia. Otras cuatro eran hijas de duques, tres de duques soberanos: María Luisa Gabriela, hija del duque de Saboya, Víctor Amadeo, después rey; Isabel Farnesio, hija del duque de Parma, Eduardo; y  María Luisa, hija del duque de Parma, Felipe. La otra, Luisa Isabel, era hija del duque de Orléans, con la particularidad de que era en el momento de la boda el regente de Francia, durante la menor edad de Luis XV. Algunos criticaron este enlace por considerar de menor rango al duque de Orleans.
            De este modo se completa el cuadro familiar de las reinas de España, destacando la consaguinidad existente, por la reiteración de matrimonios, especialmente con la Casa portuguesa de Avís y con la rama vienesa de la Casa de Austria, lo que daría ciertas ventajas, como fue la herencia de Portugal para Felipe II, pero también enormes desventajas por agotamiento genético, como sucedería con Carlos II.

Gobernadoras y regentes

Las reinas consortes tuvieron poco o mucho poder, pero siempre de manera delegada o indirecta, gracias a su esposo el rey o a través de él. El poder de las reinas consortes procedía del rey, en cuanto esposas o en cuanto madres, era un poder compartido o delegado. Cuando ejercían el poder lo podían hacer de una manera formal e institucional, las reinas gobernadoras o las reinas regentes, o bien de una manera informal, no institucionalizada, que podríamos denominar “influencia”, pero una influencia que daba mucho poder.
Las reinas consortes reinaban, pero no gobernaban. Sólo de modo secundario y relativo se esperaba que la reina asumiera el deber de reinar, en el sentido de gobernar. Pero en la realidad muchas reinas consortes no sólo reinaban también gobernaban. Algunas reinas, por supuesto las propietarias, pero también ciertas reinas consortes hicieron mucho más que reinar. Descendieron del reinado espiritual al material, entraron en el ámbito masculino del poder y asumieron el peso del gobierno con todas sus cargas y responsabilidades, pero también con toda su capacidad de iniciativa y de acción.
Dejando aparte el caso de la reina propietaria, las dos formas institucionales de que una reina consorte ostentara oficialmente el poder eran como gobernadora o como regente. Muy significativo es el papel de reina gobernadora, que desempeñaron varias reinas consortes durante las ausencias del reino de sus maridos los reyes. Primera cronológicamente y una de las principales fue la Emperatriz Isabel, que actuó en varias ocasiones como reina gobernadora durante los viajes de Carlos V. Por disposición del Emperador y asistida por los consejos, gobernó con prudencia Castilla, durante las ausencias de Carlos que fueron largas. De abril de 1529 a abril de 1533, en que se produjo el viaje de Carlos a Italia, para la coronación de Bolonia, yendo después al Imperio, para tratar de solucionar el problema protestante y para la defensa de Viena frente a los turcos. De marzo de 1535 a diciembre de 1536, en que el emperador viajó a Túnez y a Italia. En 1537 con motivo del viaje de Carlos a Monzón para reunir las cortes de la Corona de Aragón. De abril a julio de 1538, viaje de Carlos V a Francia e Italia. Durante sus separaciones el matrimonio se mantenía unido, tanto en lo personal como en lo político, a través de una nutrida correspondencia. Las cartas de don Carlos a doña Isabel constituyen un pequeño tratado de ciencia política, como si fueran las lecciones de un maestro a un discípulo aventajado. Las cartas de Isabel son la respuesta de una esposa enamorada y también de una discípula política. “Vuestro pronto regreso causará la felicidad de estos Reinos y sobre todo la mía.”
En el siglo XVIII, por disposición de Felipe V, desempeñó ese papel María Luisa Gabriela de Saboya, mientras el rey acudía al campo de batalla durante la guerra de Sucesión, María Luisa Gabriela fue reina gobernadora durante la ausencia de Felipe V en Italia. Tras despedirse de su esposo en Barcelona el 8 de abril de 1702, marchó hacia Aragón, deteniéndose en Zaragoza, donde presidió la reunión de las Cortes aragonesas. De allí fue a Madrid, para hacerse cargo de la gobernación del reino durante la ausencia del rey. La Gazeta de Madrid informaba el 11 de julio de ese año sobre las actividades de la soberana: “La Reina N. Señora asiste todos los días a la Junta del Gobierno, con la Gracia que acostumbra en todo: y el primer día les hizo a los Señores un razonamiento breve, discreto, y muy del caso, exhortándolos a la unión, y a los aciertos.” También ejerció como reina gobernadora Isabel de Farnesio, por disposición testamentaria de Fernando VI y por poderes de su hijo Carlos III, durante El tiempo en que el nuevo rey viajaba desde Nápoles a Madrid en 1759, para ocupar el trono español. Isabel, que añoraba el poder que había disfrutado en vida de su esposo Felipe V, disfrutó de ese breve regreso al primer plano de la actividad política y representativa.
Caso especial fue el de la reina regente. Además de esposa del rey, la reina era madre del rey y en algunos casos, si fallecía el monarca y el heredero no alcanzaba todavía la edad mínima para reinar personalmente, era su madre la persona destinada a hacerlo en su nombre hasta la mayoría de edad de su hijo. En la edad moderna este caso se dio a la muerte de Felipe IV, porque Carlos II era todavía un niño muy pequeño. Por tanto, la Regencia debía confiarse a su madre, como era costumbre. Mariana de Austria es un interesante caso de una reina que se ve obligada a asumir el gobierno sin tener dotes para ello. Mientras otras reinas desearon y persiguieron el poder, doña Mariana carecía de toda ambición en ese sentido, pero por paradojas de la historia fue la que tuvo la mayor oportunidad de ejercerlo.
Doña Mariana, mujer de escasa inteligencia política, poco hábil y flexible, no acabaría de adaptarse a su nueva situación. Su relación con los miembros de la Junta de Gobierno, designada por Felipe IV para asesorarla, nunca fue fluida, y a don Juan de Austria, el hijo bastardo del difunto rey, figura de gran relieve militar y político, le tenía una profunda y notoria antipatía, considerándolo su más peligroso rival. Sin embargo, la regente no era una mujer fuerte, que pudiese afrontar sola sus altos deberes, y encontró la solución a sus problemas apoyándose en hombres de su confianza particular. Fue así como, a pesar de todas las precauciones tomadas por Felipe IV, el gobierno de la Monarquía española volvió a quedar en manos de validos, aunque por la escasa categoría política de los personajes elegidos por doña Mariana habría que hablar mejor de favoritos, su confesor el padre Nithard y Valenzuela, “el duende de palacio”.
Llegada la mayoría de edad del rey, acabó la Regencia de Doña Mariana. Ella intentaría seguir influyendo sobre su hijo, pero acabaría perdiendo la partida frente a don Juan. Doña Mariana fue apartada de su hijo y como destierro eligió Toledo, ciudad de la cual ostentó el señorío y allí vivió retirada muchos años, completamente alejada del poder. A la muerte de don Juan regresó a la corte, donde en competencia con sus nueras ejercería como reina madre y seguiría influyendo sobre Carlos II casi hasta el final del reinado, pues murió en 1698.
Independientemente de que una reina ocupara los cargos de gobernadora o regente, la reina era siempre poderosa, en mayor o menor grado. El poder de la reina, propietaria o consorte, se transmitía por la sangre y el linaje, lo tenía la reina como reina o como hija de rey, esposa de rey o madre de rey. El poder estaba en la familia, en la dinastía. Pero no era sólo cuestión de sangre, sino también de ambiente. La reina no tendría sentido de manera aislada, de igual manera que no puede existir sino como eslabón de la dinastía, su entorno necesario era la sociedad cortesana. Y en la corte el poder estaba en el aire. Y en ese mundo donde el  poder circulaba constantemente, la reina desempeñaba un papel trascendental, como fuente de poder si era la reina propietaria y como medianera entre el rey y todos los demás cortesanos y vasallos si se trataba de una reina consorte. La reina recibía, reflejaba, transmitía y distribuía ese poder, en forma de influencias, cargos, mercedes y gracias de todas clases. El poder corría por las venas de la reina y flotaba en el aire que respiraba.

La reina viuda

Un caso especial de reina consorte sin poder ni influencia es el de la reina viuda. La reina viuda era varias veces viuda, era la mujer sin esposo y era la reina sin rey y sin reino. Sobrevivía como persona a su condición de reina. Si la reina lo era en cuanto esposa, al perder al esposo la reina dejaba de ser reina. La reina viuda era una figura excepcional, pues sólo era reina en cuanto lo había sido, pero ya no lo era. De acuerdo con el planteamiento conceptual de la época, “los reyes dos veces mueren porque dos veces viven. Viven una vez para el reino y viven otra vez para sí. Y al contrario, mueren cuando dejan de reinar y mueren cuando dejan de vivir.” Era la vieja teoría medieval de los dos cuerpos del rey. Normalmente las dos muertes del rey coincidían, salvo cuando se producía una abdicación o un destronamiento. Pero en las reinas la doble muerte no coincidía. Muchas veces morían antes que el rey, pero a veces le sobrevivían y entonces morían como reinas en el momento en que moría el rey y morían como personas cierto tiempo después. Este intervalo solía ser muy penoso. Todas las reinas sentían gran preocupación y a veces auténtico temor a esa situación en que quedaban. Pasaban de ser el centro de todo a quedar más o menos marginadas y olvidadas.
            En general las reinas morían antes que el rey, pero algunas sobrevivían más o menos años. En el siglo XVI la reina viuda por antonomasia fue doña Juana, cuyo marido murió prematuramente dejando a su mujer desconsolada y agravando seriamente su situación mental. No hubo en la monarquía española más reinas viudas hasta el siglo XVII, en que Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV sobrevivió a su esposo muchos años, debiendo actuar como regente y como reina madre durante casi todo el reinado de Carlos II, hasta su muerte en 1696, sólo cuatro años antes que su hijo.
La reina viuda fue reina, pero dejaba de serlo. Quedaba marginada del poder y de la influencia, especialmente cuando no era madre del rey. Tenía que retirarse de la corte y pasaba incluso estrecheces económicas. Otro interesante ejemplo fue el de Mariana de Neoburgo, reina doblemente fracasada, no tuvo hijos y no logró mantener la herencia dentro de la dinastía Habsburgo. Su situación empeoró por oponerse a Felipe V. Tras tener que retirarse a Toledo, acabó exiliada en Bayona durante años y sólo pudo regresar a España en 1738, poco antes de morir en 1740, cuarenta años después que su esposo Carlos II. También resultó patético el caso de Luisa Isabel de Orleans, esposa de Luis I, que tras quedar viuda en 1724, después de un reinado cortísimo de ocho meses, vivió retirada en Madrid y en 1725, al fracasar el proyecto de boda de Luis XV con la infanta española Maria Ana Victoria, fue devuelta a Francia, donde vivió sola, enferma y empobecida hasta su muerte en 1742.
            Reina viuda, pero sin tener un hijo que fuera rey, su situación era especialmente precaria, igual que le había sucedido a Mariana de Neoburgo. Con ocasión de la muerte de Luisa Isabel de Orleans el sermón fúnebre exponía con gran crudeza la teoría de las dos muertes de la reina, en cuanto reina y en cuanto mujer: “La razón formal de toda esta filosofía es porque los reyes quando ya no reynan están sin acción en el mando i assí como el cuerpo quando pierde la acción, ya no vive, assí los reyes quando están sin acción en el mando, ya están muertos. Por esso, al verles en esse estado no sólo los hombres les juzgan civilmente difuntos, pero aun Dios les tiene por cadáveres. Este baybén le sucedió a Luisa de Orleans el año 24. Muerto su esposo dexó de reynar y en dexando de reynar, civilmente dexó de vivir, ya se pudo tener por cadáver.”
            El problema de la viudez ocasionó también gran preocupación a Isabel Farnesio, quien a la muerte de Felipe V se vio apartada del enorme poder que hasta entonces había disfrutado. Con el problema añadido de que sus relaciones con el nuevo rey Fernando VI, que era hijo de María Luisa Gabriela, no eran nada buenas, pues a pesar de que era Príncipe de Asturias, el heredero del trono, Isabel mientras fue reina lo mantuvo completamente apartado del gobierno y lo trató con escasa consideración, dejándolo muy marginado de la vida cortesana.
            Al quedarse viuda Isabel Farnesio primero permaneció en la Corte de Madrid, pero sus continuas críticas e intromisiones molestaron a los Reyes. Enterados Fernando y Bárbara de que Isabel Farnesio, el infante Don Luis y su círculo de amigos se permitían críticas e insolencias, decidieron cortar por lo sano tan desagradable situación. Fernando comunicó a doña Isabel que debía dejar Madrid y trasladarse a vivir lejos de la corte. Isabel Farnesio no tuvo más remedio que obedecer y durante todo el reinado vivió retirada en el palacio de La Granja.
            En La Granja la reina viuda llevó una vida enclaustrada, pero bastante placentera, manteniendo una pequeña corte de fieles seguidores, siempre acompañada de su hijo el infante don Luis. Sin embargo, aparte de la realidad, resulta muy significativa la interpretación que el padre Flórez hace de su viudez, muy interesante para comprender la imagen ideal de la reina viuda, una reina retirada del mundo cortesano, consagrada a honrar la memoria de su esposo, dedicada a hacer el bien: “Mantuvo Dios a la Reyna N.S. despues de aquel ultimo pesar (la muerte de Felipe V), para dar al Mundo un nuevo assombroso egemplo en su viudez, observándola en el retiro de San Ildefonso al lado de su amado Monarca, con tan rara constancia, desprendimiento, y abstraccion aun de los Jardines de aquel Real Sitio, que con dificultad podrá hallarse semejante en otra Soberana, y la nuestra servirá de egemplar en los Annales de la posteridad para quantas vivan en los Siglos venideros. En aquel rígido tenor de encerramiento, superior al de las Religiosas mas auteras, vivió S.M. por espacio de mas de trece años, haciendo tantos bienes a los habitadores de aquel Real Sitio, quantos no acabarán de pregonar: pues en los años mas calamitosos de esterilidad de frutos, fueron los mas felices, surtiendoles S.M. de todo como madre, sin las molestias de escasez, ni acrecentar los precios.”

Modelo y paradoja

Evidentemente la reina no era una mujer cualquiera, pero en la medida en que se la constituía en referente del ideal de mujer, la reina como persona, pero sobre todo como modelo, como ejemplo, resulta muy reveladora de la mentalidad de la época y del concepto de mujer que dominaba en cada momento y que se trataba de imponer a la sociedad. Así las figuras ideales de mujer que representan las reinas tienen una parte peculiar, privativa de su condición de reina, pero tienen otra parte común al ideal general de mujer.
            Por una parte, el poder que le daba su condición de reina la situaba en una condición especialmente privilegiada, por tanto, de mayor libertad, pero, por otra parte, su condición de reina al convertirla en modelo y ejemplo la obligaba a ajustarse al canon establecido y le restaba mucha libertad y mucha espontaneidad en su manera de ser y de comportarse. La reina no podía ser ella misma, debía ser como estaba fijado que fuera, como todos esperaban que fuera. La reina era parte integrante de una institución, la Corona, era la encarnación del perfil femenino de la Monarquía. Entre las funciones propias de su rango, la simbólica era una de las más importantes. La vida en la corte, dirigida por las estrictas reglas de la etiqueta, la condicionaban enormemente, tanto en las grandes ceremonias como en la vida privada y la ceñían estrechamente a las normas, lo que constituía en la práctica una verdadera servidumbre.
            Entre otras muchas se daba la paradoja de que reinas de origen extranjero se proponían como modelo a las mujeres españolas, como sucedió con todas las reinas consortes. Las reinas propietarias habían nacido en Castilla, una en Madrigal de las Altas Torres,un pequeño pueblo cercano a Ávila, otra en Toledo, una de las grandes ciudades de Castilla. Las dos reinas eran naturales de uno de los reinos españoles, la Corona de Castilla y además de la meseta castellana. Las demás fueron extranjeras, pues al considerarse a la monarquía como un poder único, por encima de cualquier otro, también se consideraba a la familia real como una familia única, por encima de cualquier otra familia, por lo que sólo era posible enlazar con otra familia real.
            Las reinas procedían de países distintos, más o menos lejanos. En el siglo XVI, Isabel había nacido en Lisboa, Portugal, María en Greenwich, Inglaterra, Isabel de Valois en Fontainebleau, Francia, Ana de Austria, nacida en Castilla (Cigales, cerca de Valladolid), fue trasladada después a Austria y a Bohemia. Procedentes de diversos países, unos aliados más firmes, como Portugal y el Imperio, otros circunstanciales, como Inglaterra, que primero era aliada y luego pasó a ser enemiga, o Francia, muy enfrentada en la primera mitad del siglo, menos en la segunda mitad. En el siglo XVII,
Margarita en Gratz, Austria, Isabel de Borbón en Fontainebleau, Francia, Mariana de Austria en Viena, Austria, María Luisa de Orleans en París, Francia, y Mariana de Neoburgo en Neoburgo, Alemania. Dos eran, pues, originarias del país que era el principal amigo y aliado de la época, Austria, una de un país igualmente próximo y aliado, Neoburgo, un estado del Imperio Germánico y otras dos del principal país enemigo, Francia. A cambio, España también dio varias soberanas al Imperio y dos reinas a Francia en el siglo XVII. En el siglo XVIII con la introducción de la dinastía borbónica en la monarquía española, cambiaron bastante las procedencias, tres fueron italianas, de ellas dos parmesanas, Isabel Farnesio y María Luisa de Parma, y una saboyana, nacida en Turín, María Luisa Gabriela de Saboya, además, una francesa, nacida en Versalles, Luisa Isabel de Orleans, una portuguesa, nacida en Lisboa, Bárbara de Braganza, y una alemana, nacida en Dresde, María Amalia de Sajonia. El resultado era que mujeres siempre extranjeras se convirtieron en las primeras damas de España, modelo y referencia para todas las mujeres españolas.

Rituales y ceremonias

            El poder no se expresaba sólo a través del mando, muy importante es también el mundo de los rituales. El papel de la reina en las ceremonias es otra perspectiva muy reveladora para entender su significado dentro de la familia real y su imagen pública en relación con el pueblo. El simbolismo tendía a destacar no a la persona individual sino a la reina como miembro de la familia real, enfatizando la importancia de la dinastía y del factor de continuidad de la monarquía.
El ritual presentaba a la reina como parte esencial e imprescindible de la monarquía, como esposa del rey, como madre del futuro rey. Pero también le reservaba papeles protagonistas, como sucedía en las entradas solemnes. Entradas reales las habían protagonizado, como correspondía, las reinas propietarias, Isabel la Católica y Juana. También la emperatriz Isabel fue figura principal en muchas, especialmente en los viajes realizados en ausencia del emperador. Pero a partir de la segunda mitad del XVI cobraron gran importancia las jornadas de las reinas consortes. El ceremonial cobró mayor importancia en el reinado de Felipe II, especialmente a partir del tercer matrimonio con Isabel de Valois en 1559-1560 y sobre todo el cuarto con Ana de Austria, casos en que, basándose en la tradición de la rigurosa etiqueta borgoñona implantada en la corte española, se diseñó un nuevo ritual específico para el acontecimiento. Las ceremonias protagonizadas por las reinas con motivo de sus bodas, viaje a su nuevo reino, encuentro con su esposo y ratificación del matrimonio, entrada real en Madrid, adquirieron enorme relevancia, por su magnificencia, por su simbolismo, por su trascendencia para las relaciones internacionales, por su valor de aproximación de la monarquía a la sociedad, por la cantidad y calidad de los festejos organizados y su significado para la historia del arte efímero, por la aportación literaria de los relatos y publicaciones, libros, folletos, en prosa, en verso. Son ceremonias de gran contenido ritual, para las que se crea una etiqueta específica.
No fue fruto de la casualidad, sino cuestión perfectamente pensada y calculada.Todo estaba establecido y detallado con gran cuidado y minuciosidad. Existe abundante documentación y muchos relatos. Para la entrada de Ana de Austria en 1570 merece destacarse la crónica de López de Hoyos. Las instrucciones de Felipe II para las jornadas de Isabel de Valois y para Ana de Austria, son muy reveladores de los aspectos que se consideraban más importantes y se querían destacar más, por ejemplo el momento del encuentro del cortejo que venía acompañando a la reina desde su país de origen con la comitiva enviada por el rey para recibirla y darle la bienvenida a su reino, justo en la frontera. El ceremonial representaba y escenificaba entonces las relaciones entre la monarquía española y el reino de donde procedía la nueva soberana, en estos casos, primero Francia y después el Imperio. Especial atención se prestaba a los rituales de saludo con que se recibía a la ya reina y la respuesta que esta debía dar a sus nuevos súbditos. Las comidas públicas de la reina durante el viaje eran otro punto importante.
Mayor importancia política tenía la entrada solemne de la reina en las diversas ciudades y poblaciones del recorrido, especialmente la entrada en la capital, Madrid. En cada lugar había que respetar las costumbres y tradiciones, pero sin comprometer nunca a la monarquía, lo que daba ocasión de negociaciones y acuerdos para satisfacción de ambas partes. Aunque por tratarse de la reina consorte, no del rey, se rebajaba el nivel de compromiso político, era esencial no dar pie a nada que pudiera inducir a concesiones o reclamaciones. La transformación del ceremonial era trasunto directo del proceso de alejamiento de una monarquía contractual, constitucionalista, hacia una monarquía cada vez más absoluta.
Con la introducción de la dinastía borbónica cambió el ceremonial borgoñón de los Austrias, en que el rey y la reina vivían gran parte del tiempo separados. Desde el reinado de Felipe V, el rey y la reina estarán siempre juntos, en la vida cotidiana, en el lecho, en la mesa, en los paseos y cacerías y también en las ceremonias, incluidas las de carácter político, como las entradas reales, los juramentos en las Cortes, donde la reina no juraba ni era jurada, pero asistía al lado del rey, y las más diversas fiestas cortesanas.
Con la Monarquía borbónica, las reinas tuvieron mayor papel en el ceremonial. Muchas ceremonias reales las protagonizaban juntos el Rey y la Reina. El simbolismo tendía a subrayar no la persona individual como encarnación de la soberanía, sino la familia real, destacando la importancia de la dinastía y del factor de continuidad de la monarquía. El ritual presentaba a la reina como parte esencial e imprescindible de la monarquía, como esposa del rey, como madre del futuro rey. Así, la pareja real, muchas veces acompañada de sus hijos, el Príncipe heredero y los infantes, participaba conjuntamente en casi todos los actos del ritual cortesano y de las ceremonias realizadas en público. Podrían citarse muchos ejemplos, como las entradas reales en Madrid, al comienzo del reinado, y en otras ciudades, con ocasión de los viajes.

Símbolo e imagen

Además de una figura institucional, la reina era una imagen simbólica. La imagen de la reina no era sólo trasunto de la realidad concreta, sino expresión de un modelo. Como la reina lo era generalmente en cuanto esposa, en cuanto consorte, esa realidad se reflejaba claramente en los símbolos, imágenes y representaciones, con las que la reina era evocada y aludida en la literatura y en las artes. En el simbolismo real de la época, junto al mito solar aplicado al rey, el mito lunar se aplicaba a la reina. Mientras el sol brilla con luz propia, la luna, que no tiene luz por ella misma, sólo refleja la luz del sol. El símbolo responde al ideal, por el cual la reina era sólo un pálido reflejo del esplendor del soberano; sin embargo, en la realidad hubo reinas que brillaron con luz propia, otras llegaron incluso en algunos momentos a hacer sombra al astro rey.
            Puesto que la misión esencial de una reina era dar un heredero a la Corona, también la imagen simbólica de la reina recogía y ensalzaba su misión como madre del futuro rey. Siendo el rey habitualmente representado como el sol, uno de los símbolos más utilizados para representar a la reina en las letras y las artes era la aurora. Imagen con frecuencia asociada a la reina que da a luz un nuevo sol, el heredero del trono.
            La reina era presentada como modelo y ejemplo para sus súbditos. Aparte de su poder político, la monarquía tenía un gran poder simbólico como modelo a seguir por la sociedad. La ejemplaridad de la Monarquía era su capital más importante. Era algo inmaterial, pero tenía una enorme influencia. En ella radicaba su prestigio y en ella residía gran parte de su poder. Una monarquía que no fuera ejemplar, no sería respetada, ni obedecida, perdería una parte fundamental de su esencia. La imagen ideal era un referente. En ocasiones podía responder a la verdad, en otras era puro tópico, pero lo importante y significativo es que la reina como ejemplo y guía era una de las imágenes más frecuentes de la Reina. Se esperaba y deseaba que la Reina fuera un modelo para su familia y para todos sus súbditos.
            La reina debía ser, sobre todo, modelo para todas las mujeres de su reino. La reina simplemente como mujer no era una imagen frecuente, pues la tendencia era siempre a encumbrarla y situarla por encima del común de las mujeres. Hacerla demasiado próxima, popularizarla, se hubiera considerado una vulgarización impropia, pero dotarla de algunos rasgos femeninos también idealizados, sobre todo aquellos rasgos más amables de la feminidad tal como era entendida y propagada en la época, se consideraba apropiado, incluso conveniente.
De todos modos el arquetipo no fue inamovible. En el simbolismo renacentista y barroco no se destacaba especialmente la feminización de la reina. La reina era el apoyo del monarca, pero no se exaltaban sus aspectos más femeninos, como pudieran ser el gobierno de la casa o el cuidado de los hijos. La reina era representada fundamentalmente como reina, dejando transparentar muy poco de la mujer que llevaba dentro y de su propia personalidad. Por ejemplo, los magníficos retratos ecuestres de Velázquez, para el Salón de Reinos del palacio de Buen Retiro, al ser retratos oficiales, retratan más la magnificencia de la realeza, encarnada en la reina, que el caracter particular de Margarita de Austria o de Isabel de Borbón. En el siglo XVIII, con el cambio en el modo de expresar los sentimientos y la evolución de los estilos artísticos -el paso del barroco al rococó-,  se abrió camino una mentalidad más amable y delicada, más femenina según la concepción de la feminidad propia de los tiempos, en que la figura de la reina se basaba en las cualidades y circunstancias consideradas más propias de su género.
            La sabiduría también se consideraba elemento esencial en la personalidad de una reina. Se trataba de una sabiduría formada por los conocimientos adquiridos, entre los que la religión, la moral, las lenguas, -española y extranjeras-, la historia, la pintura y la música se consideraban como más propios y adecuados, con la particularidad de que estos conocimientos se alababan más en la reina que en el rey, porque se consideraban una obviedad en el monarca -aunque no fuera así- y muy dignos de consideración en la soberana, por más extraordinarios. Muy importante era también en una reina, como expresión de su cultura y de su grandeza, el patronazgo de las artes y las letras. Isabel la Católica fue también en esto modelo por excelencia. En la época de los Austrias las reinas quedaron en la sombra, oscurecidas por el brillante mecenazgo de los reyes, especialmente Felipe II y Felipe IV. Sobresalieron, en cambio, las reinas del siglo XVIII, especialmente las dos esposas de Felipe V, María Luisa Gabriela de Saboya y sobre todo Isabel Farnesio, que, además de tener una gran preparación artística y muy buen gusto personal, reinó más largamente y en tiempos más propicios, también Bárbara de Braganza y María Luisa de Parma.
            Pero la sabiduría de la reina se encaminaba sobre todo a la conciencia de su posición y al comportamiento al que debía ajustarse. La sabiduría de la reina consistía en saber ser reina. Uno de los mejores modelos fue la joven reina María Luisa Gabriela de Saboya. Desde el comienzo manifestó sus condiciones para encarnar la realeza. La Princesa de los Ursinos, al poco de conocerla, afirmaba: “Hace ya de reina maravillosamente.”
La imagen de la reina tenía muchos puntos de contacto con el ejercicio del poder en todas sus facetas. En la época moderna seguía plenamente vigente la imagen bíblica y clásica de “la heroína”, una mujer fuerte, una reina valerosa, capaz de grandes proezas, que rige a su pueblo con voluntad firme y le conduce a la victoria. Esa sería la imagen apropiada para la reina propietaria y su mejor exponente fue sin duda Isabel la Católica, de todos modos también algunas reinas consortes encarnaron ese simbolismo, como podría ser el caso de María Luisa Gabriela de Saboya, que no sólo apoyó a Felipe V en los difíciles momentos de la guerra de sucesión, sino que ella misma hizo frente sola con gran valentía a las vicisitudes de la guerra.
Pero la reina heroína era una mujer excepcional para una ocasión excepcional, se recurría con mayor frecuencia a un simbolismo más amable y suave. Reinar para una reina equivalía en la época a encarnar la institución monárquica y prestarle una imagen digna de ser amada y obedecida. Ganar el amor y la fidelidad de sus súbditos para la Corona se consideraba deber fundamental de la reina. Esta seducción de su pueblo se esperaba que la llevase a cabo de una manera “femenina”, presentando una imagen atractiva, que atrajera a todos sus súbditos a través de su belleza y su afabilidad. La reina debía ser el rostro hermoso y amable de la monarquía, que completara y compensara el rostro duro y temible del poder. Mientras el rey ejercía un reinado material, el de la reina era inmaterial, espiritual, el rey reinaba sobre los cuerpos, la reina debería reinar sobre las almas.
            Para ello a la belleza interior se debía añadir la hermosura exterior, ambas como dos de las cualidades personales más importantes que debían adornar a la primera mujer del reino. En cuanto a la imagen exterior la belleza era fundamental. Cualidad femenina por excelencia según los criterios de la época, la Reina como modelo de mujer debía ser bella y también como Reina ideal, partiendo de la idea de que la belleza física servía para atraer los corazones de los vasallos. Era la belleza una de las cualidades más apreciadas y alabadas en una reina.
            En los más diversos textos e imágenes de la época se hacía alusión a la hermosura de la reina. Al margen de los cánones de belleza de la época, todas las soberanas eran hermosas. Era como si la realeza las rodeara de una aura especial de hermosura. La majestad daba belleza, la belleza daba majestad. Relacionadas a la vez con la belleza exterior e interior se hallan las numerosas comparaciones de la Reina con las flores. Las cualidades de la Reina se identificaban con los atributos de las flores. Por ejemplo en el catafalco levantado en Valencia para celebrar las exequias de María Luisa Gabriela de Saboya. Uno de los cuerpos del catafalco estaba decorado con “la rosa, el clavel, el lirio y el tornasol, significativos de la majestad, hermosura, candidez y amor de la difunta reina.” También en los retratos se acompañaba frecuentemente la figura de la reina con flores, ya fuese como símbolo o como simple decoración. Ser la más hermosa flor del reino sería el ideal de reina en la Monarquía española del siglo XVIII. Con frecuencia en los cuadros aparecían flores acompañando el retrato de la reina.

Reinas transgresoras

Pero esta imagen ideal  de hermosura tenía a veces poco que ver con la realidad de unas reinas más o menos hermosas. Algunas tenían gran protagonismo en la corte y en el gobierno. No todas ni siempre se resignaban a desempeñar un papel discreto y humilde. Al ideal de una reina bella y buena cristiana, que era también el ideal de mujer, se unían algunas cualidades más propias de reinas en cuanto ostentadoras de poder. Una virtud como la prudencia, que es característica de la soberanía y del gobierno, aparecía en ocasiones en el conjunto de virtudes y cualidades de la reina, pero generalmente en tono menor. Las virtudes de la realeza, las cualidades de la mujer fuerte de la Biblia y de las heroínas del mundo clásico, no marcaban la pauta en la imagen ideal de las reinas, en contra de la actuación de algunas soberanas en la práctica como sucedió con varias de las reinas borbónicas del siglo XVIII. Existía, como siempre, enorme distancia entre ideal y realidad.
Saber ser reina era un saber, que en función de su condición femenina, iba indisolublemente unido a la discreción. La reina como mujer debía ser discreta, mucho más como reina. Su conducta personal debía ser discreta, como discreto debía ser, en teoría, el papel institucional que desempeñara en la Monarquía, aunque no fue así en todos los casos. A la discreción se sumaban en la imagen ideal de una reina cualidades como la modestia, la humildad, la honestidad, la apacibilidad, la mansedumbre, todas ellas vinculadas en la época a la feminidad. Un aspecto especialmente significativo de la discreción de la reina era su comportamiento en la corte, que debía ser siempre disciplinado, rigurosamente ceñido a la etiqueta y al protocolo. Apartarse de esa disciplina la descalificaba como mujer y como reina.
            Un caso sobresaliente de falta discreción, un ejemplo negativo, de lo que una reina nunca debía hacer, lo podemos encontrar en Luisa Isabel de Orleans, esposa de Luis I. Pésimamente educada en la frívola corte de su padre el regente, su conducta en España escandalizó a todo el mundo y amargó a su esposo, que la quería sinceramente. El marqués de San Felipe comentaba la falta de adaptación de la joven reina de quince años a la severa etiqueta de la corte española, comparándola con Isabel Farnesio, a la que presentaba como un ejemplo de discreción. La joven reina no sabía comportarse a la altura de la responsabilidad que exigía su condición regia. Bebía con exceso, hasta embriagarse, se exhibía ligera de ropa y cometía toda clase de locuras, impropias de la decencia y del protocolo. Durante su corto reinado fue un ejemplo a la inversa de lo que debía ser una reina, salvando su imagen al final la generosidad con que cuidó a su esposo enfermo de viruelas, hasta contagiarse ella misma.
            Como contrapunto a la imagen ideal, no faltaron críticas contra las reinas. Muy graves fueron las críticas contra Isabel Farnesio, tachándola de intrigante y ambiciosa, acusándola de haber manejado a Felipe V a su antojo y había perjudicado a España y a los españoles. Especialmente discutida fue su ambición maternal, que la llevó a la intervención en las guerras italianas para dar tronos a sus hijos. La reina debía pagar el precio de ir más allá de reinar y atreverse a gobernar y a tomar decisiones políticas muy polémicas.
Todavía más graves fueron las censuras contra María Luisa de Parma, acusada de mantener relaciones impropias con Godoy y de ser excesivamente caprichosa y derrrochadora en una época de crisis. Aunque para valorar las críticas que se le hicieron hay que tener en cuenta el contexto histórico en que le tocó vivir, en plena crecida revolucionaria contra la monarquía, así como en pleno auge de las ambiciones de Napoleón, que manipuló a los miembros de la familia real española como títeres, es cierto que su conducta poco adecuada contribuyó decisivamente al desprestigio de la Corona y a la pérdida del trono. Ideal y realidad no siempre coincidían, pero ambas contribuyeron decisivamente a forjar la imagen personal e institucional de las reinas de España en la edad moderna.

La sacralización de la reina

            En una sociedad profundamente religiosa como era la de la España moderna, la reina debía ser necesariamente modelo de buena cristiana, mucho más tratándose de la reina de la Monarquía Católica. La religiosidad y la devoción se consideraban imprescindibles.
Una vez más  la reina Isabel constituye el ejemplo perfecto. Ha pasado a la historia como “la Católica” y el sobrenombre le hace justicia. Fue una mujer de fe, una fe firme e inconmovible, y lo fue en su vida personal y en su actuación como reina. Era además muy piadosa. Todos coincidían en alabar su religiosidad. Fernando del Pulgar escribió: “Era católica y devota; hacía limosnas secretas en lugares debidos; honraba las casas de oración; visitaba con voluntad los monasterios y casas de religión, en especial aquellas donde conocía que guardaban vida honesta; las dotaba magníficamente. (…) Le placía la conversación de personas religiosas y de vida honesta, con las cuales muchas veces había sus consejos particulares” Su profunda fe y su ferviente devoción tenían traducción directa en su actuación como reina. Mostró desde comienzos de su reinado un gran celo por la  defensa de la fe, por la pureza de la doctrina y un estilo de vida en coherencia. De ahí se derivaría una constante aplicación a la reforma religiosa. Se proclamaba hija obediente de la Iglesia, pero por ello mismo deseaba una Iglesia más perfecta, liberada de los excesos y abusos que tanto escándalo causaban en la época. Buscando un cristianismo más verdadero, trató de regresar a unos modelos de vida religiosa más austeros y exigentes, proponiendo un exacto cumplimiento de las reglas originales de las diversas órdenes. Bernáldez, el cura de Los Palacios, la comparaba con santa Elena.
            La imagen de la reina era como un trasunto menor de la imagen de la Virgen María, madre de Dios, coronada reina de los cielos. Si la figura de María tiene una de sus manifestaciones en la imagen real, la figura de la Reina se compara con la de María. En el simbolismo barroco, junto a la sacralización de la figura del rey, se tendió a la santificación de la figura de la reina. En ocasiones se presentaba a la reina casi como una santa. En combinar la majestad de soberana con el comportamiento de una religiosa radicaría la esencia de una reina. Y el mayor de sus triunfos, pues se consideraba que la virtud era rara en el mundo cortesano.
Una reina debía reunir un cúmulo de virtudes cristianas, las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, esenciales para todo cristiano, y las cuatro virtudes cardinales, prudencia, justicia, fortaleza, templanza, igualmente recomendadas a todos los fieles y especialmente apropiadas y necesarias para una reina. Debía conjugar las virtudes propias de una reina con las propias de su sexo, el femenino, y de su estado, el de casada y madre de familia. El catálogo de virtudes era muy variado, amor y temor de Dios, religiosidad, devoción, piedad, clemencia, compasión, tolerancia, paciencia, conformidad, resignación, humildad, afabilidad, discreción, confianza, constancia, entrega a los demás y muchas otras. De la condición de buenas cristianas y de la práctica de esta larga serie de virtudes se derivaban un conjunto de comportamientos, como rendir culto, asistir a la misa y frecuentar los sacramentos, entregarse a la oración, hacer lecturas religiosas, practicar devociones a Jesús, María y los santos, participar en procesiones, también practicar la caridad y las obras de misericordia, como asistir a los enfermos, distribuir limosnas con generosidad y liberalidad, fundar y proteger a las órdenes religiosas y conventos, hacer donación de dinero, joyas y alhajas para el culto divino en iglesias y santuarios.
            Una de las imágenes preferidas de la reina ideal era la imagen de la reina misericordiosa. La reina presentada como amparo de sus súbditos, respondía a una imagen femenina, maternal, acogedora, consoladora, protectora. Con frecuencia aplicada a la Virgen María, la madre de Misericordia, amparo en las desgracias, descanso en las fatigas, esta imagen también se trasladaba a la reina. La reina era alabada como “el común puerto de desgraciados y afligidos”, amparo de pobres, “a la que invoca en su quebranto la mísera indigencia y ve trocada en benigna su suerte desgraciada”. La Reina, protectora sobre todo de la fe y la religión, era la protectora de sus vasallos y la protectora del reino.
La imagen de la reina era con frecuencia, significativamente, una imagen religiosa. Caso extremo es el de Isabel la Católica. La reina con su esposo y sus hijos, todos postrados a los pies de la Virgen constituye un mensaje de fe y devoción, propuesto a los ojos del público. Un buen ejemplo puede ser la tabla denominada “Virgen de los Reyes Católicos”, pintada hacia 1492, que perteneció al monasterio de santo Tomás de Ávila. El mismo significado tiene “La Virgen de la Merced” del monasterio de las Huelgas de Burgos, que muestra a dos grupos acogidos bajo el manto protector de la Virgen, a un lado las monjas de la Huelgas, al otro lado Isabel con la familia real y personajes de su corte.

Reinar después de morir

La reina debía ser ejemplo en vida y también en la hora de la muerte. El valor ante la muerte se le demandaba como cristiana y como reina, igualmente para ejemplo de su familia y de sus súbditos. Así sucedió por ejemplo con Isabel la Católica, que murió en la madurez, tras una larga y penosa enfermedad, “tan cristianmente como había vivido”, según dijo su esposo Fernando. Otro caso sobresaliente fue el de la primera esposa de Felipe V, María Luisa Gabriela de Saboya, que tantas pruebas de valor había dado en vida y dio una nueva muestra ante la muerte, aceptando su final cuando se hallaba en la flor de la juventud, en 1714, cuando se celebraba ya la victoria borbónica en la guerra de Sucesión y la paz tan deseada estaba ya llegando.
La muerte y el enterramiento de las reinas también resulta significativo. El ceremonial variaba en función de las circunstancias de su fallecimiento, pero generalmente era muy solemne. Muy significativos eran los funerales y enterramientos de las reinas, por el simbolismo utilizado en las obras de arte efímero y por el contenido de las oraciones fúnebres glosando la figura de la reina en su doble vertiente, la reina como figura institucional y la reina como persona concreta, en una síntesis difícil de deslindar en que la persona solía quedar en la penumbra, utilizada como mero soporte de la imagen y de la representación de la reina ideal.
Las dos reinas propietarias murieron en Castilla, Isabel en Medina del Campo, Juana en Tordesillas, y acabaron ambas enterradas en la capilla real de Granada. Muy reveladoras fueron las instrucciones dejadas por Isabel en su testamento para ser enterrada de manera muy pobre y humilde, amortajada con un hábito franciscano, en una sepultura en el suelo, con una simple lápida con su nombre, en el convento de San Francisco de Granada. Sin embargo, su condición de reina la siguió también en la muerte y su esposo Fernando mandó construir para ambos una esplándida tumba renacentista en la capilla real de Granada.
            En el siglo XVI, Isabel murió en Toledo, María en Londres, Isabel de Valois en Madrid, Ana de Austria, en Badajoz, camino de Lisboa, donde Felipe II iba para ocupar el trono de Portugal. Todas, menos una, fueron enterradas en El Escorial. Isabel, primero en Granada, después trasladada al panteón de reyes de El Escorial, construido por Felipe II como panteón de la dinastía. También en el panteón de reyes Ana de Austria, Isabel en una de las capillas de la familia real. La excepción fue María Tudor, reina de Inglaterra, enterrada en la abadía de Westminster en Londres.
En el siglo XVII Isabel de Borbón, Mariana de Austria y María Luisa de Orleans, las tres en Madrid, Margarita en El Escorial y Mariana de Neoburgo en Guadalajara, todas muertas en España, en Castilla, y enterradas todas en El Escorial, en el panteón de reyes, Margarita y Mariana de Austria, como madres de reyes. En otras capillas las demás.
En el siglo XVIII, cuatro murieron en España, dos en Madrid, María Luisa Gabriela de Saboya y María Amalia de Sajonia, dos en Aranjuez, Isabel Farnesio y Bárbara de Braganza, otras dos fuera de España, Luisa Isabel de Orleans en París, pues volvió a Francia al quedarse viuda, y María Luisa de Parma en Roma, en el exilio. Los enterramientos fueron en muy diversos lugares. Tres reinas descansan en el panteón de reyes de El Escorial, María Luisa Gabriela de Saboya, María Amalia de Sajonia y María Luisa de Parma; Isabel Farnesio en La Granja de San Ildefonso; Bárbara de Braganza en las Salesas Reales de Madrid; Luisa Isabel de Orléans en la iglesia de San Sulpice de París. Reposando en sus impresionantes mausoleos las reinas, como reinas que fueron en vida, siguen reinando después de muertas.
            Muchas veces desconocidas a pesar de ser reinas, sus vidas fueron esenciales para la historia de la monarquía española y ocuparon un papel destacado en la historia de España de la edad moderna y, aunque excepcionales, proporcionaron un modelo y una referencia para la vida de millones de otras mujeres comunes y corrientes, que todavía hoy puede resultar revelador y significativo, por mucho que resulte diferente y que sea modelo sólo por contraste. En definitiva, ser reina es también una forma de ser mujer.

BIBLIOGRAFÍA


ALVAR EZQUERRA, Alfredo: Isabel la Católica. Una reina vencedora, una mujer derrotada, Madrid, Temas de Hoy, 2002.

ARAM, Bethany: La Reina Juana. Gobierno, piedad y dinastía, Madrid, Marcial Pons, 2001.

AZCONA, Tarsicio de: Isabel la Católica. Vida y reinado, Madrid, La Esfera de los Libros, 2002.

BAVIERA, Príncipe Adalberto de: Mariana de Neoburgo, Reina de España, Espasa  Calpe, Madrid, 1938.

BENNASSAR, Bartolomé: Reinas y princesas del Renacimiento a la Ilustración: el lecho, el poder y la muerte, Barcelona, Paidos Ibérica, 2007.

BURDIEL, Isabel: Isabel II: no se puede reinar inocentemente, Madrid, Espasa Calpe, 2004.

CALVO POYATO, José: Reinas viudas de España, Barcelona, Península, 2002.

COMELLAS, José Luis: Isabel II, una reina y un reinado, Barcelona, Ariel, 1999.

COSANDEY, Fanny: La reine de France. Symbole et pouvoir XVe-XVIIIe siècle, París, Gallimard, 2000.

FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel: Isabel la Católica, Madrid, Espasa Calpe, 2003.

FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel: Juana la Loca, la cautiva de Tordesillas, Madrid, Espasa Calpe, 2002.

FLÓREZ, Padre Enrique: Memorias de las Reynas Catholicas, Madrid, 1761, 3 vols.

GARCÍA SÁNCHEZ, Laura: “María Luisa de Parma, princesa en la corte de España, reina en España”. Tesis de Licenciatura inédita, Universidad de Barcelona, 2001.

GONZÁLEZ DE AMEZÚA Y MAYO, Agustín: Isabel de Valois, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1949, 3 vols. Y del mismo autor: Una reina de España en la intimidad: Isabel de Valois 1560-1568, Madrid, Real Academia de la Historia, 1944.

GONZÁLEZ MARRERO, María del Cristo: La Casa de Isabel la Católica: Espacios domésticos y vida cotidiana, Ávila, Diputación de Ávila, Institución Gran Duque de Alba, 2005.

LISS, Peggy K.: Isabel la Católica. Su vida y su tiempo, Madrid, Nerea, 1998.

LÓPEZ-CORDÓN, María Victoria: “Mujer, poder y apariencia o las vicisitudes de una Regencia” en Stvdia Historica, Historia Moderna, nº 19, Informe: Público/ Privado, Femenino/ Masculino, Salamanca, 1998, ps. 49-66.

LÓPEZ-CORDÓN, M.V., PÉREZ SAMPER, M.A.y MARTÍNEZ DE SAS, M.T.: La Casa de Borbón. Familia, corte y política, Madrid, Alianza Editorial, 2000, 2 vols.

LLORCA, Carmen: Isabel II y su tiempo, Barcelona, Círculo de Lectores, 1973.

MAURA GAMAZO, Gabriel, duque de Maura: María Luisa de Orléans, reina de España: leyenda e historia, Madrid, Saturnino Calleja, s.a.

MAZARÍO COLETO, María del Carmen: Isabel de Portugal, emperatriz y reina de España, Madrid, Escuela de Historia Moderna, 1951.

MÍNGUEZ, Víctor: “La metáfora lunar: La imagen de la Reina en la emblemática española”. Dossier “La imagen de la Reina”, en Millars. Espai i Història, Castellón, Universitat Jaume I, num. XVI. 1993, ps. 29-46.

MONTEAGUDO ROBLEDO, María Pilar: La Monarquía ideal: Imágenes de la realeza en la Valencia moderna, Valencia, Universidad de Valencia, 1995.

MONTEAGUDO ROBLEDO, María Pilar: El espectáculo del poder. Fiestas reales en la Valencia moderna, Valencia, Ayuntamiento de Valencia, 1995.

NADAL, Santiago: Las cuatro mujeres de Felipe II, Barcelona, Mercedes, 1944.

OLIVEROS DE CASTRO, María Teresa: María Amalia de Sajonia, esposa de Carlos III, Madrid, CSIC, 1953.

PÉREZ MARTÍN, María Jesús: Margarita de Austria, reina de España, Madrid, Espasa Calpe, 1961.

PÉREZ SAMPER, María de los Ángeles: “La figura de la Reina en la nueva Monarquía Borbónica” en Felipe V de Borbón,1701-1746. Estudios de Historia Moderna, Colección “Maior”, nº 19, Córdoba, Universidad de Córdoba, 2002, ps. 273-317.

PÉREZ SAMPER, María de los Ángeles: Poder y seducción. Grandes damas de 1700, Madrid, Temas de Hoy, 2003.

PÉREZ SAMPER, María de los Ángeles: Isabel de Farnesio, Barcelona, Plaza y Janés, 2003.

PÉREZ SAMPER, María de los Ángeles: Isabel la Católica, Barcelona, Plaza y Janés, 2004.

POUTRIN, Isabelle y SCHAUB, Marie-Karine: Femmes et pouvoir politique. Les princesses d´Europe XV-XVIII siècle, París, Breal, 2007.

RÍO BARREDO, María José del: Madrid, Urbs Regia. La capital ceremonial de la Monarquía Católica, Madrid, Marcial Pons, 2000.

RÍOS LLORET, Rosa E.: Germana de Foix. Una mujer, una reina, una corte. Valencia, Biblioteca Valenciana, Generalitat Valenciana, 2003.

RODRÍGUEZ SALGADO, María José: “Una perfecta princesa”. Casa y vida de la reina Isabel de Valois (1559-1568). Primera parte” en Cuadernos de Historia Moderna, Madrid, 2003, Anejo II, Serie monografías: C. Gómez-Centurión (coord.): Monarquía y Corte en la España Moderna, ps. 39-96.

RODRIGUEZ SALGADO, M. J.: «Una perfecta princesa» Casa y vida de la reina Isabel de Valois (1559-1568). Segunda parte - Vol. 28 , 2003 -

RODRÍGUEZ VALENCIA, Vicente: Isabel la Católica en la opinión de españoles y extranjeros: siglos XV al XX, Valladolid, 1970, 3 vols.

SÁNCHEZ, Magdalena S.: The Empress, The Queen, and the Nun: Women and Power at the Court of Philip III of Spain, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1998.

SÁNCHEZ, Magdalena S.: “Melancholy and Female Illnes: Habsburg Women and Politcs at the Court of Philip III” en Journal of Womens´s History  8, 2, 1996, ps. 81-102.

SANZ HERMIDA,  Jacobo (ed.): Recibimiento que se hizo en Salamanca a la princesa Dña. María de Portugal, viniendo a casarse con el príncipe don Felipe II. Colegido por el maestro Vargas, de expreso mandato del Príncipe nuestro Señor, Salamanca, 2001.

SUÁREZ, Luis: Isabel I, Reina (1451-1504), Barcelona, Ariel, 2000.

VAL, M. Isabel del: Isabel la Católica, Princesa (1468-1474), Valladolid, 1974.

VALDEÓN BARUQUE, Julio (ed.): Isabel la Católica y la política, Valladolid, Instituto Universitario de Historia Simancas y Ámbito Ediciones, 2001.

VÁLGOMA Y DÍAZ DE VARELA, Dalmiro de la: Norma y ceremonia de las Reinas de la Casa de Austria, Madrid, Real Academia de la Historia, 1958.

No hay comentarios:

Publicar un comentario