viernes, 18 de enero de 2013

ISABEL CLARA EUGENIA


ISABEL CLARA EUGENIA, LA INFANTA QUE PUDO SER REINA
                                                           María de los Ángeles Pérez Samper

Fue la hija primogénita de Felipe II y de Isabel de Valois. Su padre era el rey más poderoso de su tiempo, su madre una bellísima princesa francesa, que se casó muy joven con un soberano mayor que ella, señor del mundo, pero esclavo de su deber. La pequeña infanta era fruto del enlace de dos linajes sobresalientes. Sus abuelos paternos eran el Emperador Carlos V y la Emperatriz Isabel, sus abuelos maternos eran el rey de Francia Enrique II y su esposa italiana Catalina de Médicis.
Felipe II había estado casado dos veces, primero con María Manuela de Portugal y después con la reina María Tudor de Inglaterra, cuando contrajo un tercer matrimonio con Isabel de Valois en 1559. Aunque se trataba, como siempre, de una boda por razón de estado, la joven reina, tan hermosa y llena de vida, supo conquistar a su esposo como no lo habían conseguido sus dos anteriores esposas. Felipe II, tanto por intereses dinásticos como familiares, deseaba tener hijos con Isabel. Tenía un hijo de su primer matrimonio con María Manuela de Portugal, Don Carlos, que era su único hijo y el heredero del trono, pero por la enfermedad que le aquejaba desde hacía tiempo, y sobre todo por la pésima relación con su padre, que le consideraba un rebelde, el príncipe no satisfacía las expectativas reales ni paternales del soberano.
Varios años después de la boda de sus padres, Isabel Clara Eugenia nació en el palacio de Valsaín, en Segovia el 12 de agosto de 1566. Fue bautizada por el Nuncio Castagna, que después fue Papa con el nombre de Urbano VII. El rey, que desde hacía años deseaba fervientemente otro hijo varón, que asegurara la sucesión de la Corona, esperaba con ansia la llegada de la criatura. El nacimiento de una niña constituyó, pues, una gran decepción. Pero, como explicaba Isabel de Valois en las cartas que enviaba a su madre Catalina de Médicis, muy pronto la pequeña infanta despertó el amor paternal de Felipe II y se convirtió en su hija muy amada. La llegada al año siguiente de una nueva hermana, Catalina Micaela, reforzó los vínculos paternales del rey con sus dos hijas, pero la mayor, Isabel Clara Eugenia, será siempre la predilecta de su padre.
            Sólo tenía Isabel dos años cuando en 1568, un año horrible para Felipe II, murió su madre, a los veintidós años, a causa de un mal parto de otra infanta que también murió. Isabel y Catalina quedaron huérfanas de madre. La pérdida fue terrible para ellas, pero su padre, que las amaba tiernamente, se volcó en ellas y procuró suplir en la medida de lo posible la falta de su madre. Caso muy extraordinario, dado el carácter reservado del rey, al que le costaba mucho entregar su confianza y su afecto, ni siquiera a los más allegados, y que, tanto por elección personal como por imposición de las severas etiquetas, se abstenía de cualquier demostración de sentimientos.
            Ese mismo año 1568 murió el príncipe Don Carlos, en condiciones penosísimas, encerrado por orden de su padre, acusado de traición por mantener contactos con los rebeldes de los Países Bajos. La muerte del Príncipe convirtió a Isabel Clara Eugenia en heredera del trono. Por todo ello, la pérdida del hijo y la mayor importancia que cobraban las dos infantas, los vínculos familiares de Felipe II con sus hijas, ya muy fuertes, se intensificaron más si cabe. Las dos hermanitas, sin su madre, pero muy queridas por su padre, se convirtieron en dos encantadoras criaturas, tal como las representó Sofonisba Anguissola junto a una mesa en la que se halla su mascota, un perrito. Dos hermanas muy unidas, como de alguna manera simboliza el precioso retrato que les hizo Pantoja de la Cruz, en que ambas infantas aparecen como enlazadas por una guirnalda de flores.
            Felipe II, preocupado por asegurar su descendencia y dar al trono un heredero varón, así como también reconstruir su vida familiar con una nueva esposa, que fuera como una madre para sus pequeñas hijas, decidió contraer un cuarto matrimonio. En esta ocasión la elegida fue una sobrina suya, la archiduquesa Ana de Austria, hija de su hermana María y del Emperador Maximiliano II. La boda se celebró en 1570. Doña Ana, joven, rubia, muy hermosa y delicada, le dio al monarca, entonces ya en la cuarentena, la vida familiar que tanto deseaba y se convirtió en una verdadera madre para Isabel Clara Eugenia, que tenía entonces sólo cuatro años, y Catalina Micaela, que le correspondieron con sincero amor filial.
            Por un tiempo, Isabel continuó siendo la heredera. Llegaron después, varios niños, Fernando, Carlos Lorenzo, Diego y Felipe, y una niña, María, pero salvo Felipe murieron muy pronto. En 1580 falleció la reina Ana. Para Isabel Clara Eugenia y su hermana Catalina Micaela, su pérdida representó quedar huérfanas de madre por segunda vez. Esta vez las dos hermanas eran ya un poco más mayores, Isabel tenía catorce años, Catalina trece, pero eran todavía muy jovencitas y sintieron de nuevo un gran dolor y una gran soledad. Pero como siempre tuvieron a su lado a su padre. Incluso cuando sus deberes reales le separaban de ellas, se mantenía próximo a través de la correspondencia. Durante la estancia de Felipe II en Portugal se inicia una serie de cartas del rey a sus hijas, que resultan muy expresivas de su interés por ellas y del gran cariño que les profesaba. Se preocupaba por su salud, seguía su educación, comentaba sus juegos y diversiones. Hasta los detalles más pequeños ocupaban su atención paternal, demostrando que sus hijas tenían un lugar de honor en su corazón, a pesar de todos los problemas del gobierno.
            La familia real se vio mermada por la muerte. El príncipe heredero Don Diego falleció en 1582 y después murió la infanta María en 1583. El príncipe Don Felipe se convirtió en sucesor, pero su salud no era buena y todos temían que llegara a faltar. El rey, preocupado por la sucesión del trono, pensó en casarse por quinta vez, para asegurar la herencia de la Corona, pero el proyecto no llegó a realizarse. Doña Isabel, hija mayor del rey, por muchos años continuó en segundo plano, como posible heredera en caso de faltar un heredero varón. Al permanecer viudo su padre, la falta de una reina en la corte española fue suplida por ella con gran acierto. El retrato de Alonso Sánchez Coello, que la representa muy jovencita, en pié, vestida en blanco y oro, sosteniendo en la mano derecha un pañuelo y con la mano izquierda apoyada en el respaldo de un sillón, evocación del trono, pose tradicional en los retratos de las reinas españolas de aquel tiempo, transmite su porte regio y su papel principal en la familia.
            Las dos hermanas, Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, crecieron juntas y eran inseparables, pero en 1585, el matrimonio de Catalina Micaela con Carlo Emanuele, Duque de Saboya, forzó su separación. Felipe II e Isabel acompañaron a la novia a su boda en Zaragoza y luego hasta Barcelona, donde se embarcó con destino a su nuevo país. Catalina marchó a Italia con su esposo, mientras Isabel Clara Eugenia se quedó al lado de su padre en España. Las dos hermanas nunca volverían a verse, aunque mantendrían la relación por carta hasta el fallecimiento de Catalina Micaela en 1597.
Felipe II, tanto por razones dinásticas como personales, se resistía a casar a su hija predilecta. Quería conservarla junto a él. El rey, viudo y muy aislado por su insuperable desconfianza y por la responsabilidad de la realeza, tenía en ella una fiel compañía. La infanta, muy inteligente y responsable, gozaba de la plena confianza de su padre y colaboraba con él en el despacho de los asuntos de gobierno. Ayudaba a su padre con el enorme papeleo, haciendo oficio informal de secretaria, y a la vez recibía instrucción directa del rey en el difícil arte de gobernar.  La infanta era una garantía para el trono. Hija del rey más poderoso del mundo, infinidad de príncipes la pretendían. Se convirtió en la novia de Europa, pero su padre no encontraba el marido ideal para ella.
Así fueron pasando los años. Padre e hija juntos en El Escorial, en Madrid, en los sitios reales, consagrados a acrecentar el poder y la gloria de la Monarquía Española. El retrato que de ella hizo Sofonisba Anguisola vuelve a representarla en pié, siempre regiamente vestida en tonos oscuros, esta vez con la mano derecha sobre el respaldo del sillón y la izquierda con un pañuelo, insistiendo en su imagen de reina. Majestuosa, en pié, acompañada por la enana Magdalena Ruiz, la pintó Coello en un retrato en que lo más significativo es la miniatura de su padre, que lleva como muestra de cariño filial y que muestra con orgullo.
Felipe no descuidaba el futuro de su hija. La consideraba digna de ser reina y creyó que la situación de Francia le podía ofrecer una oportunidad. Inmersa en sangrientas guerras de religión, el futuro de la Monarquía francesa preocupaba mucho a Felipe II. Si la vecina Francia caía en manos protestantes era muy grande la amenaza sobre la Monarquía Española y sobre el catolicismo en Europa. El 2 de agosto de 1589 murió asesinado el rey Enrique III de Francia, sin dejar descendencia directa. Decidido a intervenir por todos los medios militares y diplomáticos, Felipe II pensó que la solución podía ser colocar a su hija muy amada en el trono de Francia, invocando sus derechos como hija de Isabel de Valois, nieta por parte de madre de Enrique II, el padre del difunto Enrique III. Pero existían problemas legales para la sucesión de Isabel Clara Eugenia, pues en Francia regía la ley Sálica, que excluía a las mujeres del trono, y, además, Isabel de Valois, en el momento de su matrimonio con Felipe II había renunciado a sus derechos sucesorios. Por otra parte existían fuertes resistencias francesas a las pretensiones españolas, tanto de católicos como hugonotes, que no querían aceptar la intervención extranjera. El intento de Felipe II no tuvo éxito y el trono fue para el protestante Enrique IV, que se convirtió al catolicismo para poder convertirse en rey de Francia.
Isabel Clara Eugenia perdió la oportunidad de ser reina de Francia, pero acabaría siendo soberana de los Países Bajos. Decepcionado Felipe II ante los continuos fracasos de la Monarquía Española por dominar la rebelión de los Países Bajos, a pesar de los enormes esfuerzos realizados, presintiendo el ya próximo final de su vida, buscó una salida para el problema y pensó separar los Países Bajos de la herencia española, destinada a su hijo Felipe, trasladando la soberanía a la persona de su hija la infanta Isabel Clara Eugenia. El proyecto era que la infanta fuera reconocida como soberana y que contrajera matrimonio, de manera que su descendencia encarnara la soberanía de la antigua herencia borgoñona, incorporada a la herencia española desde tiempos del Emperador Carlos V. Ello permitiría la deseada independencia por la que luchaban aquellos territorios, garantizando a la vez la continuidad del vínculo con la Casa de Austria, en la persona más querida por Felipe II, su hija Isabel Clara Eugenia. Isabel sería la propietaria y depositaria de la soberanía.
El esposo elegido para la nueva soberana fue un primo suyo, el Archiduque Alberto, hijo del Emperador Maximiliano II y de su esposa María, hermana de Felipe II. Se había pensado tiempo atrás en otro hermano, el Archiduque Ernesto, pero su muerte en 1595 hizo recaer la elección en Alberto, que para poder casarse hubo de renunciar a la carrera eclesiástica, pues era Cardenal, y Arzobispo de Toledo desde 1594. Hombre de grandes cualidades personales y políticas, se había educado en la corte española, tenía experiencia de gobierno, pues había sido virrey de Portugal de 1583 a 1594 y desde 1596 gobernador en Flandes, fue considerado por Felipe II como el mejor esposo para su hija y el mejor soberano para los Países Bajos. Una de las condiciones del proyecto establecía que en caso de no tener descendencia el matrimonio de Isabel y Alberto los territorios se reincorporarían de nuevo a la Monarquía Española, como así sucedió, pues el matrimonio tuvo varios hijos, pero todos murieron siendo niños. Testimonio de este acuerdo político es el simbólico cuadro anónimo del banquete de los soberanos, que representa en torno a una mesa a los monarcas de la Casa de Austria, Carlos V y su esposa la Emperatriz Isabel, Felipe II con Ana de Austria y los nuevos soberanos Isabel Clara Eugenia y Alberto, rodeados de los sucesivos gobernadores de los Países Bajos.
Felipe II falleció en 1598. Isabel Clara Eugenia quiso permanecer al lado de su padre hasta el final. Unos meses después se casaron Isabel y Alberto, coincidiendo con el matrimonio del nuevo rey de España Felipe III con Doña Margarita de Austria. La doble boda se celebró en Valencia el 18 de abril de 1599. De allí las dos parejas marcharon hacia Cataluña. Alberto e Isabel partieron de España desde Barcelona para hacerse cargo de su nuevo país. Isabel Clara Eugenia, ya en la treintena, comenzó entonces una nueva e importante etapa de su vida, como esposa y como soberana.
La nueva pareja vivió desde el comienzo consagrada a su misión como soberanos de los Países Bajos. Tuvieron que continuar la guerra, para tratar de recuperar los estados del norte, que estaban separados de hecho, aunque no de derecho. El Archiduque Alberto encabezó la lucha contra Mauricio de Nassau. Pero los esfuerzos realizados no dieron resultado; a la inversa tampoco el norte logró dominar el sur. En 1609 el agotamiento de los contendientes y un verdadero deseo de paz después de tantos años de guerra condujeron a la firma de la Tregua de los Doce Años, que abrió positivas expectativas de solución, al menos por un tiempo.
Los Archiduques lograron, actuando con mucha prudencia y habilidad, consolidar su soberanía. Desplegaron una política muy acertada, complementada con una gran tarea en favor de crear vínculos con la sociedad y de buscar una eficaz presencia a través del esplendor cultural y artístico. Su mecenazgo contó con la importante colaboración de Rubens, que actuó al servicio de los Archiduques. Muchos otros artistas contribuyeron a  la brillantez de la corte.
Isabel adquirió entonces la plenitud de la realeza que su padre había deseado para ella y que ella sin duda había merecido. Similar al retrato ya citado de Coello es el magnífico retrato de Isabel Clara Eugenia, realizado por Juan Pantoja de la Cruz, en el que la infanta, con su mano izquierda descansando sobre el respaldo de un sillón, lleva colgado de una cadena de oro y muestra en su mano derecha el retrato en miniatura del rey Felipe II. Es un buen símbolo de la especial identificación entre padre e hija, mantenida durante toda su larga convivencia y destinada a durar para siempre, pues Isabel Clara Eugenia no olvidaría nunca al que fue su padre y su rey, tan amado y admirado. Parecida prestancia regia le otorga a doña Isabel otro magnífico retrato, obra de Rubens, en que la infanta aparece sentada, ricamente vestida y adornada, como corresponde a una soberana, con un abanico en las manos.
Numerosos cuadros y grabados atestiguan la voluntad de integración demostrada por Isabel Clara Eugenia y Alberto en sus nuevos estados. La participación de los Archiduques en una boda era ocasión para estrechar las relaciones con sus súbditos y para conservar memoria en pinturas como las realizadas por Jan Brueghel el Viejo. Especialmente festivos fueron los años de la paz. Grandes ceremonias y brillantes fiestas escenificaban públicamente los vínculos de los soberanos con sus súbditos, por ejemplo Antoon Sallaert representó el triunfo de la infanta en la fiesta del gran Serment, conocida como la fiesta del Papagayo, el 15 de mayo de 1615 en la Iglesia de Nuestra Señora del Sablón de Bruselas. Denijs van Alsloot representó otro triunfo de Isabel, en la procesión de Ommengank en Bruselas el 31 de mayo de 1615.
Pero la soberanía de los Archiduques, a pesar de su voluntad, no estaba destinada a durar por falta de sucesión. Tuvieron tres hijos, Felipe, nacido en 1605, Alberto en 1607 y una niña, Ana Mauricia, pero todos murieron en la infancia. El 13 de julio de 1621 falleció el Archiduque Alberto, sin dejar descendientes vivos. Fue una gran oportunidad perdida. La formula ensayada para la independencia de los Países Bajos era una solución inteligente, que de haberse consolidado hubiera evitado seguramente mucha sangre y mucho dolor.
Felipe IV, que acababa de llegar al trono de España tras la muerte de Felipe III, reconociendo la gran valía de doña Isabel y sus muchos méritos, la mantuvo en Bruselas como Gobernadora. Isabel Clara Eugenia permaneció en los Países Bajos, gobernando en nombre de su sobrino. Comenzaba la última y definitiva etapa de su vida. Viuda y sola, pero siempre dispuesta a cumplir su deber. El retrato que le hizo Rubens, vestida como una monja, refleja bien su imagen y sobre todo su talante en esos años finales de su vida. Aunque la soberanía había vuelto a la Monarquía Española, la infanta no hizo sino continuar la tarea a favor de los habitantes de los Países Bajos, por los que se preocupaba sinceramente, y a favor de España, su patria, y de Felipe IV del que, además de tía, era leal servidora y en defensa de la fe católica, supremo valor y fin último al que la infanta, como su padre, servía.
Acabada la tregua de los Doce Años, el nuevo valido, el conde-duque de Olivares, se inclinó por reanudar la guerra. Pensaba que la mejor salida para superar la crisis interior y exterior de la Monarquía Española era recuperar la reputación y ello implicaba retomar el camino bélico. Para la infanta supuso otro nuevo dolor, pero continuó como siempre al servicio de su país y de su familia. La política española le ocasionaba muchos disgustos, pues era muy contraria a que su sobrino Felipe IV, como antes había hecho su padre, dejara el gobierno en manos de validos. Principal fuente de preocupaciones era la guerra, que tuvo muchos altibajos, con grandes éxitos para los españoles, como la rendición de Breda en 1625, inmortalizada por Velázquez en su famoso cuadro de las Lanzas, pero también con graves pérdidas, como la de Bolduque en 1629 y Mastrique en 1632.
Isabel Clara Eugenia permaneció en Bruselas hasta su muerte en 1633, en un momento muy delicado de la Guerra de los Treinta Años. Falleció a los sesenta y cinco años, lejos de su patria, pero siempre pensando en ella. Preocupada por los súbditos de los territorios que había gobernado durante tantos años, más de treinta, dejó instrucciones al rey Felipe IV, aconsejándole y rogándole que tratara de aplicar la política de tolerancia que ella había emprendido desde su llegada a los Países Bajos. Murió lejos de su familia, pero rodeada del respeto general. Su falta fue muy sentida y supuso un gran revés político para la Monarquía Española.

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