viernes, 18 de enero de 2013

Isabel de Farnesio: Una reina entre tres mundos


Isabel de Farnesio: Una reina entre tres mundos

                                                                       María de los Ángeles Pérez Samper
                                                                       Universidad de Barcelona


Princesa parmesana
            Isabel de Farnesio, princesa de Parma, nacida y educada en Italia, reina de España, que vivió en España, en Madrid, La Granja de San Ildefonso, El Escorial, Aranjuez,  Sevilla, Granada… durante medio siglo,  y reinó en la Monarquía Española por más de treinta años, miembro por matrimonio de la dinastía Borbón, estrechamente ligada con Francia, de la que procedía su sustrato cultural y con la que mantuvo complicadas relaciones de alianza y oposición.[1]
            Por su padre Elisabetta pertenecía a la vieja estirpe italiana de los Farnesio. Era  Farnesio, cuya historia se remonta al siglo XII, destacó en diversos momentos de la historia de Italia, gracias al inmenso respaldo patrimonial y financiero de la familia, los Farnesio mantuvieron durante dos siglos su dominio sobre los ducados, convirtiéndose en una de las más importantes familias de Italia y entroncando con las casas reinantes en Europa. A fines del siglo XVII el Duque Ranuccio II (1630-1694) presidió una época de decadencia, en la que también hubieron compensaciones, como la integración del territorio de los Landi en 1682 y algunas importantes iniciativas artísticas, especialmente la radical transformación del viejo castillo de los Sanseverino en Colorno, para convertirlo en una fastuosa residencia estival, encargando el proyecto al importante arquitecto Fernando Bibiena. Ranuccio se casó con Isabel de Este y tuvo varios hijos, Odoardo, Francesco, Antonio y Elisabetta. El heredero era el mayor, Odoardo III, nacido en 1665. El 3 de abril de 1690 Odoardo se casó con Dorotea Sofía de Neoburgo, celebrándose la boda con grandes festejos, lo que supuso cargar a la población con fuertes tributos en momentos económicos muy poco propicios. La pareja tuvo dos hijos, un niño, muerto a los pocos meses, y una niña, Elisabetta. Pero el matrimonio no duró mucho. Odoardo murió antes que su padre, el 5 de septiembre de 1693.
            Por la muerte del hijo primogénito, Odoardo, en 1693,  la herencia de Ranuccio pasó a un hermano menor Francesco Maria (1678-1727) que se casaría con la viuda de su hermano, Dorotea Sofía. Francesco y Dorotea gobernaron los ducados de Parma y Piacenza con notable acierto durante las primeras décadas del siglo, años difíciles, llenos de problemas. Francisco fue un verdadero padre para la pequeña Isabel. La sucesión pasó después al siguiente hijo de Ranuccio, Antonio. Pero ambos, Francisco y Antonio morirían sin hijos varones y con ellos acabaría el linaje Farnesio.[2] Los derechos a la herencia farnesiana pasarían así finalmente a Isabel.
            Estaban también en juego otras herencias, pues la historia de los Farnesio se hallaba entrecruzada con la de otras grandes familias italianas. Especial relación tenían los Farnesio con los Médicis, duques soberanos de Toscana, señores de las artes, la política y la economía. De su bisabuela Margarita de Médicis procedían los derechos de Elisabetta a la herencia florentina. Los Médicis, un linaje brillante en los pasados siglos, se hallaban entonces ya en plena decadencia.
            Por su madre, Elisabetta Farnese tenía sangre germánica. Era hija de Dorotea Sofía de Neoburgo y nieta de Felipe Guillermo de Neoburgo, elector palatino del Rhin, duque de Neoburgo, y de su mujer, la duquesa Isabel Amalia de Hesse Darmstadt. Sus bisabuelos maternos fueron por una parte Wolfgang Guillermo y Magdalena, duques de Baviera, y por otra parte Jorge II, Landgrave de Hesse Darmstadt, y Sofía Leonor de Sajonia. La Casa de Neoburgo era soberana de los dos Palatinados, el superior y el inferior.
            Los Neoburgo eran una familia de tan gran dignidad como probada fecundidad, pues el elector había tenido veinticuatro hijos, de los que superaron la infancia catorce. La Casa Palatina pudo así disponer de sucesión masculina en la persona de Juan Guillermo, y proporcionar, además, princesas a varios países europeos, Mariana se casó con Carlos II y fue Reina de España, Leonor Magdalena se casó con Leopoldo I y fue Emperatriz de Alemania, Sofía fue la segunda esposa de Pedro II de Braganza y Reina de Portugal, Dorotea se casó primero con Odoardo Farnesio y después con Francesco María Farnesio y fue  gran duquesa de Parma, y Eduvigis fue princesa real de Polonia. A pesar de la gran fecundidad familiar la Duquesa Dorotea no logró más que una hija, Isabel. A través de su madre, Isabel estaba emparentada con varias de las principales casas reinantes en Europa.
            Perteneciente a linajes europeos de gran prestigio, la cuna de Elisabetta estuvo en Italia, circunstancia que la marcaría profundamente. El escenario de sus primeros años fue un pequeño mundo, reducido y limitado, aunque lleno de bellezas naturales y artísticas. Sus primeros paisajes y escenarios fueron los ducados farnesianos, Parma y Piacenza, en Parma el gran palacio de la “Pilotta” y la hermosa villa estival de Colorno, distante nueve millas de la ciudad, con su gran jardín, lleno de naranjos, con perfectas simetrías y amenas avenidas, bellamente decorado por pérgolas, fuentes y esculturas, también el palacio de Piacenza. Era un pequeño mundo en el corazón de Italia, colmado de historia y de sabiduría política.
            Su infancia y adolescencia transcurrió en el gran palacio “della Pilotta”, junto al río Parma, que atraviesa la ciudad. Creció en un ambiente relativamente sencillo, lejos del lujo y el boato de las grandes cortes europeas, en un ambiente de bastante libertad, pues no había de someterse a las severas etiquetas palaciegas que regían en Madrid, Viena o Versalles, pero siempre bajo la cariñosa vigilancia de su madre. Como todas las niñas de su edad aprendió a leer y escribir, a coser y bordar, y a rezar. Como princesa recibió una buena educación, aprendiendo las materias habituales, filosofía, geografía, historia, con especial dedicación a las lenguas, pues recibió instrucción en lenguas clásicas, en latín, lengua de la cultura, y modernas, pues además de su toscano natal, aprendió el alemán materno, el francés, que era la lengua del poder en aquellos tiempos, y también el español, que seguía siendo muy importante, sobre todo en Italia. Gran atención se prestó también en educarla en las artes, en la música, la danza y la pintura. Su maestro de dibujo fue el pintor Pier Luigi Avanzini. Además tenía un gran tesoro artístico ante sus ojos, que le ayudaría a ampliar y refinar su gusto artístico. Aprendió también a tocar la clave y era muy aficionada a la música, especialmente a la ópera. Tenía muy buenos modales y su conversación era agradable y seductora. Su vitalidad la inclinaba al ejercicio físico, convirtiéndola en una magnífica bailarina, en una espléndida amazona y en una ágil caminante. Bailar y montar a caballo eran habilidades imprescindibles para la vida cortesana. La mayoría de los testimonios coinciden en afirmar que desde pequeña manifestó una gran personalidad, perspicaz e intuitiva, muy vital y llena de energía, de firme voluntad y con mucha capacidad de decisión. No es de extrañar, pues, que lograra superar con facilidad y rapidez los estrechos límites de su Parma natal y asumir el alto destino que le estaba preparado.

Entre Italia y España
            La llegada de Isabel de Farnesio a España supuso la intensificación de la presencia italiana en la Monarquía Española. Felipe V no se resignaba a la pérdida de Italia en la guerra de Sucesión, ratificada en el Tratado de Utrech de 1714. La relación de España con Italia venía de siglos y eran infinitos los lazos económicos, sociales, familiares, culturales, artísticos, religiosos. Aunque se hubiera roto la vinculación política, existía la voluntad de mantener las relaciones existentes y se trataba de buscar la manera de regresar a Italia. La boda de Felipe V con Isabel Farnesio, heredera de Farnesios y Medicis, era un buen recurso para la estrategia fundamental de la vuelta a Italia. Sus derechos podían ser utilizados en el tablero internacional, con la finalidad de recuperar los territorios perdidos. Isabel será desde el principio el símbolo de Italia en España, mucho más cuando la llegada de los hijos llevará a la reina a aplicarse a la búsqueda de una herencia soberana para ellos, aprovechando sus derechos a Parma y Toscana y fomentando la intervención española en las sucesivas guerras europeas para obtener tronos italianos, como así acabaría sucediendo al lograr colocar a su hijo primogénito Carlos en el reino de Nápoles y Sicilia y a su hijo segundo Felipe en el ducado de Parma.
            Isabel actuará siempre como puente entre Italia y España. Existen incontables ejemplos políticos, no sólo por el protagonismo de la reina en la estrategia de regreso a Italia, sino también en la protección que dispensó a los italianos en la corte española, comenzando por el abate Alberoni, al que debía en gran medida su posición, pues fue figura clave en su elección como esposa del rey, y al que mantuvo políticamente durante los primeros años del reinado.
            Igualmente importante fue la influencia cultural y artística. Desde el matrimonio de Felipe V con Isabel Farnesio, igual que sucedió en el ámbito político, militar y diplomático con numerosos personajes, el escenario artístico español, por influencia más o menos directa de la reina, se iría poblando progresivamente de grandes artistas italianos, los arquitectos Filippo Juvara y Giovanni Battista Sachetti, los pintores Andrea Procaccini y Francesco Pavona, el escenógrafo Giuseppe Bibbiena, el poeta Ottavio Baiardi, músicos como Paolo Antonio Foresi, Domenico Scarlatti, Carlo Broschi, conocido como Farinelli.
            Muy significativo es el ejemplo del palacio de La Granja de San Ildefonso, obra muy personal de Felipe e Isabel. Concebido primero como modesto lugar de retiro, el conjunto acabó por ampliarse, convirtiéndose en un palacio más italianizante que afrancesado. Inspirado en la nostalgia de Versalles y de Marly, los palacios en que Felipe había nacido y donde habían transcurrido los primeros años de su vida hasta recibir la herencia española, al conjunto no le faltó la contribución de Isabel Farnesio, que quiso también proyectar sus propios recuerdos infantiles del precioso palacio parmesano de Colorno y especialmente de sus jardines. El 3 de octubre de ese año 1721, Isabel, en una de sus cartas, le hablaba a su madre  de “una casa que el Rey ha mandado construir, y un jardín, que si no será tan bello como el de Colorno, al menos para este país será pasable...”[3]
            Desde el principio el diseño del jardín debió mucho al modelo de Colorno. El 18 de septiembre de 1722 en otra de las cartas a su madre, la Reina escribía: “Os doy infinitas gracias por la descripción que me hacéis del jardín de Colorno, pero como hace tiempo que falto de ese lugar, y han añadido algunas cosas, no he entendido bien el conjunto, por el resto creo que será mucho más bonito que el nuestro, aunque no fuese más que por las estatuas antiguas, pues nosotros no tenemos, aquél es todo llano y el nuestro es de tres alturas, es cierto que se ha hecho cuanto se ha podido, para ser un pueblo de montaña. Lo que hay de bueno es agua en cantidad, y en esta materia se puede hacer todo lo que se quiera.”[4]   
            Para las obras de San Ildefonso Felipe e Isabel buscaron el consejo y asesoramiento de artistas de su confianza. Entre ellos algunos gozaron de especial favor por parte de la Reina, como fue el caso de Andrea Procaccini. Era un prestigioso artista romano, que ocupaba el cargo de director de la Fábrica de Tapices del Vaticano. Llamado a España por los reyes, llegó a Madrid en 1720 y fue nombrado pintor de cámara, encargándole de la dirección de la nueva fábrica de tapices, en la que la reina se hallaba muy interesada, hasta el punto de que se hicieron varios tapices sobre dibujos de su mano, como el que representa a Santa Cecilia tocando el violín. Pronto comenzó a ser consultado sobre las obras de San Ildefonso.
            Al proyectar los jardines, Isabel deseaba conseguir un buen conjunto de estatuas antiguas para decorarlos espléndidamente. Buscando en Italia, se enteró de que se hallaba en venta la colección de la reina Cristina de Suecia, de la que tenía magníficas referencias ya desde tiempos de su abuelo Ranuccio en Parma. Sus consejeros artísticos, especialmente Procaccini, avalaban el interés de la adquisición, pero el propio gusto artístico de los reyes era suficiente para apreciarlas adecuadamente. Como escribía Procaccini, las estatuas “habían de ser bellísimas, porque SS.MM. las saben conocer por sí mismos.”[5] Empeñada la reina en adquirir la colección, con el fin de poder pagar el alto precio que se solicitaba, hubo de convencer a su esposo para que aportara la mitad. La compra fue gestionada por el cardenal Acquaviva, que apoyó eficazmente los trámites para obtener el permiso del Papa Benedicto XIII. La constancia de la reina se vio finalmente satisfecha cuando en 1725 las espléndidas estatuas llegaron al puerto de Alicante.[6]
            También se preocupaba la Reina de la decoración del interior del palacio. El marqués Annibale Scotti, que sería durante muchos años fiel servidor y consejero de la Reina y cuya influencia aumentó tras la caída de Alberoni, sería el encargado de ayudar a la soberana en su tarea. El rey contribuiría con la colección de Carlo Maratti[7], adquirida por consejo de su discípulo Procaccini, y con numerosos muebles y objetos procedentes de la herencia de su padre, el Delfín de Francia.
            Para las obras interiores del palacio importante la colaboración de Andrea Procaccini. Se le encargó la decoración del Cuarto Bajo. Estas tres piezas de la planta baja, situadas de cara a la cascada, eran los espacios donde pensaban instalarse los reyes. Procaccini logró interpretar acertadamente el proyecto de la reina, consistente en tapizar las paredes de diversos mármoles y pinturas, en torno de una fuente interior, y decorar los techos con pinturas alegóricas. Para ayudarlo llamó a dos de sus discípulos, Sempronio Subisati y Domenico Maria Sani, que también lograron el favor de la soberana.
            Las obras avanzaban a buen ritmo. El 13 de agosto de 1723 Isabel escribía a su madre: “... después regresaremos a La Granja, donde vamos después de comer a observar los trabajos que se hacen, que ya están muy adelantados, y creo que si los viese le gustarían, porque es un jardín del todo diferente a los demás. La casa ya está toda amueblada, no es bonita pero resulta cómoda y está bastante bien ajustada y, entre otras, hay una habitación con las paredes de diferentes mármoles de aquí, que le aseguro que son bellísimos, y con pinturas en la parte de la pared que no tiene mármol y en la bóveda, y habrá una fuente y el suelo también de mármol, hecho de nueva invención y me aseguran que actualmente no existe en ninguna parte una igual; fue una fantasía mía y Procaccini me hizo el dibujo, y me gustó, y así se hará, y todos los que la ven la alaban mucho.”[8]
            Felipe V estaba obsesionado con su abdicación y deseaba disponer del lugar como residencia cuanto antes, por lo cual los trabajos adelantaron rápidamente. Para la realización de los jardines, Isabel, que añoraba Colorno, demandaba referencias a la Duquesa Dorotea, a la vez que le enviaba noticias del nuevo palacio que estaban construyendo. El 21 de agosto escribía: “Estaré esperando con impaciencia los dibujos de Colorno, y haré hacer el plano de La Granja, pero el dibujo no podrá ser tan cumplido, porque los árboles son aun pequeños como “le carpanelle”, pero intentaré que se haga lo mejor que se pueda.”[9] Los reyes se instalaron en septiembre, cuando ya estaba casi todo terminado.
            Importantísima fue años después la construcción del nuevo palacio real de Madrid. La destrucción del Alcázar madrileño, el palacio de los Austrias, la Nochebuena de 1734, dio una espléndida oportunidad para el afán constructor de Felipe V y de Isabel Farnesio. El nuevo palacio sería una imagen nueva de la Monarquía Española, digna de su recuperada grandeza y de la modernidad del siglo de la razón y de las luces. Debía ser el símbolo del poderío y esplendor de la dinastía borbónica. Los monarcas habían adquirido experiencia y habían definido sus gustos artísticos. Como buen Borbón Felipe seguía teniendo en su memoria el recuerdo del esplendor de Versalles, pero Isabel Farnesio quería ser fiel a sus raíces italianas y eligió arquitectos italianos.
            El palacio comenzó a proyectarse inmediatamente, en 1735, por uno de los arquitectos más importantes de la época, heredero de la gran tradición de Bernini y Fontana, Filippo Juvara. Nacido en Messina, su gran oportunidad llegó en 1714 cuando entró al servicio de Vittorio Amedeo II de Saboya, lo que le convirtió muy pronto en un arquitecto de fama internacional, constructor de importantes palacios, entre los que destacaba el palacio Madama de Turín. Trabajó también en otros países, Portugal, Inglaterra, Francia. Y en 1735 fue llamado a Madrid por los reyes españoles, para edificar el nuevo palacio real. Pero la temprana muerte de Juvara, el 31 de enero de 1736, impidió que pudiera llevar a cabo su realización  y el proyecto fue replanteado y ejecutado por su discípulo piamontés Giovanni Battista Sachetti. La elección de Sachetti se debió personalmente a Isabel, que deseaba se mantuviera la máxima fidelidad a los proyectos de Juvara: “La Reina desea que se ejecute el palacio conforme al designio que dejó casi acabado don Filippo.”[10]
            El nuevo palacio de los Borbones españoles será heredero de grandes tradiciones. Las influencias serán múltiples, la francesa del Versalles de Luis XIV, la del Louvre de Bernini en París, la italiana de los múltiples palacios romanos, venecianos, parmesanos, y especialmente turineses, también en ciertos aspectos la tradición española, la del propio Alcázar y la del Escorial. El palacio real de Madrid afirmó el triunfo del barroco internacional, y aunque teñido de reminiscencias francesas, el carácter dominante procedía del arte italiano, especialmente del modelo romano y de la obra de Bernini. Pero en el palacio real madrileño todas estas influencias se fundirán para dar lugar a un palacio de enorme personalidad, lleno de claridad y majestad.
            Su pasión por el arte abarcaba tiempos y estilos muy variados. La antigüedad clásica le fascinaba, como demuestra su interés por la gran colección de antigüedades que había pertenecido a la Reina Cristina de Suecia, comprada por los Reyes en Roma en 1724, una decisión en que la reina tuvo especial influencia. Los descubrimientos que continuamente se hacían en Italia de vestigios de romanos atraían su interés y le gustaba mucho mantenerse bien informada. Su hijo Carlos le regalaba los libros que se publicaban sobre las excavaciones napolitanas de las ruinas romanas de Herculano y Pompeya. En una carta a Tanucci escribe Don Carlos en octubre de 1762: “El otro ejemplar que me has enviado del tercer tomo de Herculano se lo he dado a mi Madre.”[11]
            Isabel fue una gran coleccionista de arte. Como buena italiana la reina se inclinaba preferentemente por artistas italianos y amplió en las colecciones reales la presencia de grandes pintores barrocos italianos, como Lucas Jordán, de quien Isabel adquirió diecinueve cuadros, Solimena, del que poseía diez pinturas, y Nani, del que figuraban en su colección veinticuatro. Gracias a la reina estos pintores fueron mucho más apreciados en España. En su colección estaba también muy bien representado Tintoretto, del que reunió varios cuadros importantes, Esther ante Asuero, Moisés sacado del Nilo, Visita de la reina de Saba a Salomón, José y la mujer de Putifar, Susana y los viejos y El arzobispo Pedro. Adquirió, además, muchos otros cuadros como El paraíso terrenal de Jacopo Bassano, La Virgen, el Niño y San Juan, del Corregio, Lucrecia, de Guido Reni, La Virgen, el Niño, San Juan y dos ángeles, de Andrea del Sarto, La Virgen y San José adorando al Niño, de Gian Francsco Maineri da Parma, La Flagelación, atribuido a un discípulo de Miguel Angel, y algunas obras anónimas, el Retrato de un joven violinista o El tañedor de viola, entonces atribuida al Bronzino, y Los desposorios místicos de Santa Catalina, atribuido a Palma el Joven.[12]

Mecenas de la música italiana en España
            De enorme trascendencia fue el mecenazgo musical de la reina. La llegada de Isabel Farnesio a la corte española aumentó y depuró la afición real a la música y la ópera, pues era una gran melómana, muy amante de la música italiana, ella misma había estudiado música y era una intérprete más que aceptable de clave. Por voluntad de la reina, deseosa de contar en Madrid con una compañía estable de ópera italiana, la compañía de los Trufaldines renació en 1715. Para conseguir su objetivo Isabel contó con la ayuda de Alberoni y de su amigo el conde Rocca, que se dedicaron a contratar actores, que pasaban unos años al servicio de los reyes españoles y eran después sustituidos por otros, con el fin de asegurar la continuidad de espectáculos, contribuyendo así a difundir en la corte y entre la sociedad española la afición por la música y especialmente por el “bel canto”. Los Trufaldines acabarían extinguiéndose como compañía estable y habría que esperar varios años, hasta la llegada de Farinelli en 1737, para que resucitara la ópera, ya no una ópera bufa sino una ópera seria.
            Durante sus años de privanza con los reyes, Alberoni, que se encargaba de todo, se ocupaba también de la ópera, tanto en palacio como fuera de él, desde su cargo de juez protector de compañías de “cómicos” italianos y responsable de espectáculos teatrales. Tras su caída en desgracia Isabel Farnesio confió el papel de promotor musical a uno de sus amigos, Annibale Scotti di Castelboco, marqués de Scotti. Por un decreto de 25 de diciembre de ese año se le encomendaba la dirección del teatro de los Caños del Peral.
            En la corte se desarrollaba una actividad musical muy variada, sobre todo centrada en la música religiosa y la música de cámara. Pero la música intervenía también de forma importante en los grandes espectáculos para fiestas y celebraciones. La ópera se convirtió entonces en uno de los principales entretenimientos de la Corte. El panorama musical era muy cosmopolita, con especial presencia de franceses e italianos, como sucedía en las otras artes. Las preferencias de Isabel iban decididamente hacia la música italiana. A los músicos de diversas nacionalidades, sobre todo franceses, italianos y españoles, que tocaban para los reyes se uniría a partir de 1729 otro italiano, Domenico Scarlatti, que llegó a la corte española desde la portuguesa, en el séquito de la princesa Bárbara de Braganza, también una gran melómana. Scarlatti, gran compositor y espléndido concertista de clave, tuvo una gran influencia en la música española de la época.
            A Madrid llegaba la música extranjera por múltiples vías. Don Carlos, siendo rey de Nápoles, enviaba a su madre las partituras y los libretos de las óperas que se iban estrenando en el antiguo teatro de San Bartolomé y, a partir de 1737, en el nuevo teatro real de San Carlos, construido por orden suya, a pesar de no ser demasiado aficionado a la ópera.[13] Aunque no compartiera el gusto de sus padres por el “bel canto”, Don Carlos se preocupaba mucho de complacer a su madre y sabía que la música era una de sus grandes pasiones. Continuamente tenía detalles con ella, así en diciembre de 1737 le envió como regalo los seis tomos de la reciente edición de las óperas de Metastasio.[14] En la correspondencia de la Reina con sus familiares o con sus amigos se repiten los comentarios sobre música y sobre ópera. La duquesa de Saint Pierre en sus cartas desde París en los años treinta le acostumbraba a dar muchas noticias sobre los espectáculos musicales de la capital francesa y lo mismo hará su hija María Antonia cuando le escriba desde Turín, a partir de su boda en 1750.
            Isabel Farnesio, enormemente preocupada por el progresivo deterioro de la salud del rey, pensó en la conveniencia de buscar un músico genial que pudiera arrancarle de su apatía y se fijó en el mejor cantante de aquel tiempo, entonces en la cumbre de su carrera, Carlo Broschi, conocido artísticamente como Farinelli o Farinello. Nacido en el reino de Nápoles, en Andría, en 1705, era un cantante castrado que había hecho una brillante carrera musical, relacionándose con importantes personajes, pues había sido alumno de Porpora y era gran amigo de Metastasio. Muy pronto triunfó en los teatros de ópera de toda Europa. Grandes capitales musicales, como Nápoles, Bolonia, Viena, Londres, fueron escenarios de sus éxitos. Desde 1734 actuaba en la capital británica para la “Opera of the Nobility”, con enorme aceptación por parte del público, convertido en un verdadero mito del “bel canto”.[15]
            La reina Isabel, con la esperanza de que su hermosa voz lograra revivir a Felipe V, le mandó llamar, a través de Sir Thomas Fitzgerald, conocido como Tomás Geraldino, entonces secretario de la Embajada de España en Londres. Como consecuencia de estas gestiones, en el verano de 1737 Farinelli emprendió el viaje a España, con la idea de regresar pronto a la capital británica, donde tenía ya varios compromisos para la siguiente temporada. Camino de Madrid, pasó por París, aprovechando la ocasión para dar varios recitales, uno de ellos, el 9 de julio, en Versalles, ante Luis XV y su corte.
            Ya en España, el cantante fue a encontrar a los reyes al palacio de La Granja, donde entonces se hallaban, y el milagro que Isabel deseaba se produjo. El rey le oyó cantar y quedó prendado de su voz sublime. Ya no quiso separase de él nunca más. Su situación en la Corte española quedó establecida por su nombramiento el 25 de agosto de 1737 como “Músico de cámara de SS.MM., dejando de cantar en los teatros públicos”. Y el 30 de agosto de 1737 se le otorgaba el título de criado familiar, dependiente exclusivamente de los soberanos. Se le fijaba una paga anual de 135.000 reales de vellón, una cantidad enorme para la época, y se le concedía alojamiento en palacio y uso de coche y tiros de la real caballería. Otros miembros de la familia real le hicieron importantes regalos, los Príncipes de Asturias le obsequiaron con valiosas joyas y los Infantes Felipe y Luis le hicieron donación de la cantidad de 800 doblones. A través del cuerpo diplomático los reyes dieron explicaciones en Londres del súbito cambio de planes, pues Farinelli ya no volvería a Inglaterra. No saldría de España hasta muchos años después, en 1759, tras la muerte de Fernando VI.
            En España Farinelli no actuó nunca en público, su arte se reservaba únicamente para la familia real, a la que acompañaba tanto en Madrid como en sus jornadas por los Sitios Reales. Daba recitales cada día ante los soberanos. Farinelli no era sólo un cantante genial, sino que era un gran organizador de espectáculos y una persona muy inteligente, culta y amable, lo que le convertía en una compañía agradable y de toda confianza, motivos añadidos por los cuales se ganaría la amistad de la familia real. Su jornada comenzaba a medianoche, cuando el rey tras el “almuerzo”, le llamaba a su cuarto para escucharle cantar, acompañado generalmente por el trío de cuerda favorito del rey, compuesto por Domingo Porreti, Gabriel Terri y Domingo Ciani. La “diversión de oír a Farinelli” como se decía en palacio, duraba hasta el amanecer.
            Durante el resto de la vida de Felipe V, la música de palacio sería fundamentalmente el canto cotidiano de Farinelli, cientos de arias y sonatas de Pergolesi, Leo, Hasse, Scarlatti, pues aunque el rey tenía algunas piezas favoritas que solicitaba con frecuencia, el repertorio era muy amplio. Pero no era sólo eso. Farinelli se encargó también de organizar el llamado “teatro doméstico”, que distraía muchas tardes a la familia real y que adquiría especial protagonismo en las fiestas de la corte.
            Unos meses después, tras la llegada de Farinelli, para el 19 de diciembre del mismo año 1737, con motivo del cumpleaños de Felipe V, que cumplía cuarenta y cuatro años, se organizó en Madrid un espectáculo de mayor ambición, que costaría cientos de miles de reales. Giacomo Bonavia fue el encargado de construir en el Casón del Buen Retiro un magnífico escenario. Farinelli, además de ocuparse de la música, fue el responsable del vestuario por orden expresa de la Reina, que quería lo mejor de lo mejor para la ocasión. Las telas más lujosas se habían encargado a Venecia y Milán con siete meses de antelación y los vestidos fueron adornados con miles de brillantes auténticos, con lo que el efecto fue fantástico. La puesta en escena fue igualmente imaginativa y barroca. La orquesta se componía de diecinueve músicos y dos coros y los cantantes solistas fueron los cuatro Infantes. La obra elegida, una serenata escénica, se titulaba Ceder honor por honor, nunca deslustra el valor.[16]
            Aunque Farinelli sólo cantaba ante la familia real, su influencia no se redujo a la corte. Muy pronto comenzó también a ocuparse de espectáculos musicales fuera de palacio y lo hizo de manera muy acertada.[17] La presencia del famoso cantante se dejaría notar en la evolución de los gustos musicales hacia la ópera seria, hacia los espectáculos de contenidos heroicos, entonces de moda en los escenarios europeos, codificados y adaptados al estilo cortesano, de acuerdo con los principios teóricos y estéticos del gran Metastasio. A partir de entonces la afición por el drama musical empezaría a tomar carta de naturaleza entre la sociedad española.[18]
            La influencia de Farinelli animó a la familia real y repercutió en Scotti, que emprendió las obras de ampliación y modernización del pequeño teatro público de los Caños de Peral, en las que intervino Vigilio Rabaglio un joven arquitecto que Scotti trajo de Italia. El teatro renovado, que mereció los elogios de Farinelli, se inauguró el 16 de febrero de 1738, domingo de Carnaval, con una obra de Metastasio, titulada Demetrio. Para actuar en esta nueva temporada lírica madrileña vino de Italia una compañía de actores entre los que destacaba el tenor boloñés Annibale Pio Fabri, “Annibalino”, cantante de fama internacional, que había sido descubierto por Vivaldi. Varios miembros del grupo, el bajo Tommaso Garofalini, las sopranos Santa Marchesini y Elisabetta Uttini, entraron al servicio de los reyes, contratados por Farinelli. La programación operística de los Caños del Peral obtuvo gran éxito y buenos beneficios, pero una serie de disputas entre cantantes, músicos y arrendadores hizo fracasar el proyecto y provocó el cierre del teatro a fines de 1739. Pero la pasión por el teatro musical se había desatado en la corte y por las mismas fechas se iniciaron algunos trabajos de remodelación del Coliseo del Buen Retiro, para disponer del escenario adecuado a los grandes proyectos operísticos que se estaban preparando. Como el teatro de los Caños del Peral continuaría cerrado por muchos años el Real Coliseo del Buen Retiro se convertiría en el único teatro musical de Madrid.[19]
            La reina tenía tanto interés por la música que se ocupaba directamente de todo lo relacionado con ella, supervisando hasta el detalle. Los festejos de matrimonios reales eran ocasiones especiales para estrenos musicales. Un caso significativo fue la preparación de la ópera Alexandro en las Indias, de Metastasio, con música de Francisco Courcelle -o Corselli-, con motivo de la boda en Nápoles de Don Carlos con María Amalia de Sajonia en 1737.  En 1739 la boda del Infante don Felipe con la hija de Luis XV, la princesa Luisa Isabel, fue la oportunidad idónea para exaltar el género lírico en la corte española, con varios espectáculos musicales de gran calidad, todo organizado por Farinelli, bajo la dirección de la Reina. El día 29 en el Salón de Reinos, en un escenario levantado para el espectáculo, se representó con asistencia de la familia real al completo la serenata titulada Los dioses vencidos, con música del Barón de Astorga, un prestigioso compositor siciliano, amigo de Scarlatti. Cantaron Anibal Pio Fabri, Ana Peruzzi, llamada “la Peruchiera”, Gaetano Maiorano Caffarello y Lucía Fachinelli, todos ellos artistas muy famosos. Y el 4 de noviembre, para culminar los festejos de la boda, tuvo lugar el mayor acontecimiento musical, el estreno en el Coliseo del Buen Retiro de la ópera Farnace, con música de Francisco Courcelle, maestro de la real cámara de Felipe V, y decorados de Bonavia. No se regatearon ni esfuerzos ni dineros para el esplendor de la celebración. Para estas fiestas musicales, además de los cantantes de la corte, se hizo venir de Italia un conjunto de cantantes de primera línea, contratados por consejo de Farinelli, como el célebre “castrato” Gaetano Majorano, llamado “Caffarelli”, compañero de estudios de Farinelli en Bolonia, y su sustituto en Londres, cuando éste se quedó en España. Con “Caffarelli” triunfó también la soprano Vittoria Tesi. Para reforzar la orquesta, se trajo de Nápoles a un famoso violinista parmesano Mauro Alai, que en 1714 había venido a España acompañando a Isabel Farnesio. Agradó tanto a los reyes que le pagaron doscientos doblones, añadiendo varios regalos, relojes y cajas de oro, más un contrato para quedarse a su servicio, cosa que haría hasta 1747, como músico de cámara, con un espléndido sueldo. Farnace tuvo tal éxito que se repuso varias veces. Otra de las grandes ocasiones para el lucimiento del “bel canto” se produciría con motivo de las fiestas de la boda de la infanta María Teresa con el Delfín de Francia. El 8 de diciembre de 1744 para festejar la ceremonia de petición de mano de la Infanta, se estrenó en el Real coliseo el drama de Metastasio Achille in Sciro, con música de Courcelle interpretada por una gran orquesta y decorados de Bonavia. En este caso Farinelli, que fue el responsable del montaje de la obra, sólo quiso contar con los cantantes que se hallaban habitualmente al servicio de los reyes, como las sopranos Anna Peruzzi y Elisabetta Uttini, cantantes que eran todos de origen italiano.[20]
            Las relaciones familiares incrementaron todavía más la influencia italiana. La más pequeña de las hijas de la reina, María Antonia, gracias a su matrimonio en 1750 con Vittorio Amedeo, heredero de la Casa de Saboya, consiguió un trono. Iba a ser reina y lo iba a ser en un país de la querida Italia, lo que llenaba de orgullo y satisfacción a Isabel. Madre e hija nunca volverían a verse, pero una cariñosa correspondencia las uniría, semana tras semana, hasta el final de la vida de la madre. Eran cartas sencillas, íntimas y afectuosas. El tema principal de la correspondencia eran las pequeñas noticias familiares, pero también había referencias culturales, especialmente musicales.[21]

Entre España y Francia
            Italia marcaría toda la vida de la Reina, pero su trayectoria sería  mucho más rica.  Princesa parmesana, en 1714 se convirtió en reina de la Monarquía Española y en España viviría muchos años, hasta su muerte en 1766. Fue española tanto o más que italiana. A su llegada a España Isabel de Farnesio se encontró con un panorama complejo en que a lo español se sumaba lo francés. El advenimiento al trono de España de Felipe V, príncipe Borbón, nieto de Luis XIV, nacido y educado en Versalles, representó el rápido e intenso afrancesamiento de la Corona y del gobierno, de la cultura y de las artes, y la paulatina transformación de la sociedad y las costumbres. La cultura francesa triunfaba en Europa y la corte de Versalles constituía el modelo de las cortes europeas, mucho más en la corte española, tras la introducción de la dinastía borbónica. Felipe V  era símbolo de lo francés en España. Isabel lo sería de Italia.
            Isabel mantuvo con Francia y con todo lo francés una complicada relación. Valoraba la cultura francesa, pero la rivalidad política y diplomática que muchas veces mantuvo con Francia la llevaba a resistirse y a tratar de equilibrar la fuerte inclinación que Felipe V sentía hacia su país de origen. La Reina, a pesar de sus recelos hacia la política gala y los numerosos conflictos existentes con el país vecino,  sentía gran atracción por la moda francesa. Compraba en Francia obras de arte, pero sobre todo libros, joyas, cajitas, telas, vestidos. El vestido a la francesa se impuso en la corte española y la reina buscaba las telas más lujosas y los encajes y bordados más preciosos, así como los sastres y modistas más célebres para confeccionar el vestuario de la familia real.[22] En la correspondencia de la Reina con su amiga la Duquesa de Saint Pierre existen diversas referencias a las modas francesas en vestidos y peinados y a las compras realizadas por encargo de la Reina, como adquirir “una de las más bellas telas de seda que hay en París”, “el fondo es de color amarillo paja, con flores matizadas que hacen como un bordado.”[23]
            La boda del Infante Don Felipe con la princesa Luisa Isabel de Francia, a la que llamaban familiarmente Babet, la hija primogénita de Luis XV y de María Lesczinska, celebrada en 1739,  estrechó mucho más los lazos de Isabel con la corte francesa.[24] Los años que pasaron juntas suegra y nuera en la corte española sirvieron para establecer una gran unión entre ellas y, a través de esta buena relación entre ambas damas, aumentó la influencia francesa en la corte española. Años después, en 1744, la boda de su hija María Teresa con el príncipe Luis, Delfín de Francia, destinado a ocupar un día el trono de la monarquía francesa, estrecharía todavía más los lazos en el seno de la Casa de Borbón. Este matrimonio de la Infanta María Teresa con Don Luis representaba la consolidación de los vínculos familiares entre las dos ramas de la dinastía y el afianzamiento de la alianza con Francia, el pacto de familia. Para Isabel Farnesio esta boda era especial objeto de orgullo, pues significaba colocar en el futuro a una de sus hijas en el trono de Francia. Lo que no había sido posible en el caso de Maria Ana Victoria iba a hacerse realidad con María Teresa. Cientos de cartas entre madre e hija testifican la interesante relación familiar, política y cultural. Sin embargo, la temprana muerte de la Delfina truncaría esa vía de comunicación y de transferencia de influencias.
            La reina Isabel Farnesio, al vivir y reinar en España, sin olvidar nunca lo italiano y sin prescindir tampoco de lo francés que tanto amaba su esposo, se dedicó también a descubrir lo español. Especial atención puso en la pintura española, sin duda el arte por excelencia de la tradición hispánica. Entre los grandes pintores españoles del XVII la Reina sentía especial admiración por Murillo, al que descubrió durante su estancia en Sevilla.[25] La sensibilidad y delicadeza de su pintura se hallaban en perfecta sintonía con el gusto de Doña Isabel, amante de los retratos de niños y de las escenas familiares y costumbristas. Aprovechando la ocasión que le proporcionaba su estancia en tierras andaluzas, adquirió con su propio dinero muchas de sus obras para incorporarlas a su colección particular. A las colecciones reales se incorporaron muchas obras religiosas, entre ellas cuadros de niños, como El Buen Pastor y Los niños de la concha, y diversas representaciones de la Virgen, entre ellas La Anunciación, Santa Ana enseñando a leer a la Virgen, La aparición de la Virgen a San Bernardo  y varias Inmaculadas [26]. Había también un Cristo en la Cruz, escenas bíblicas como la de Rebeca y Eliecer, cuadros de santos, como San Jerónimo, y La imposición de la casulla a San Ildefonso y de clérigos como El retrato del padre Cavanillas. Más difícil le resultó a Doña Isabel conseguir escenas de costumbres, pues casi no existían entonces disponibles, pero alguna logró para su colección, como La gallega de la moneda. Estos cuadros de Murillo la acompañarían siempre, primero en La Granja y después en Madrid. Este interés por el pintor, que se le había despertado en sus años de estancia en Andalucía, le duró toda su vida. Al morir en 1744 el cardenal de Molina, presidente del Consejo de Castilla, la reina Isabel compró en su testamentaría varias obras más de Murillo, entre ellas La Sagrada Familia del Pajarito, que se convirtió en su cuadro favorito, del que no se separaba nunca.
            La colección de la Reina respondía a criterios amplios, a la hora de elegir manifestaba preferencia no sólo por determinados pintores como Murillo, sino también por ciertos tipos de temas, especialmente representaciones familiares e infantiles, los cuadros costumbristas y algunas escenas galantes.[27] Hizo muchas compras, como las realizadas a Florencio Kelly, su colección se enriqueció con muchos regalos y alguna herencia importante, como la que le dejó su tía, Mariana de Neoburgo, viuda de Carlos II. Cuando Mariana murió en Guadalajara, en 1740, dejó a su sobrina Isabel como heredera universal de todos sus bienes, de este modo pasaron a su poder una serie de joyas, más de ochenta pinturas, entre las que destacaban varias de Lucas Jordán, unas cuantas esculturas, como las de la escultora de cámara Luisa Roldán, enriqueciendo todo ello la decoración de La Granja. Aparte de la espléndida colección de pintura, merece la pena destacar la incorporación al patrimonio regio de los objetos artísticos y las alhajas procedentes de la herencia del Delfín.         
            Gracias a las adquisiciones de Doña Isabel, continuó y aún se incrementó la tradicional afición de los Austrias por los pintores flamencos y holandeses, con algunos pintores preferidos, especialmente Rubens y también Durero, Van Dyck y Teniers. Isabel le confió a Scotti la compra en Holanda de una buena colección de cuadros, pues el costumbrismo de las escuelas flamencas y holandesas era muy de su gusto. La Reina sentía especial inclinación por los elegantes retratos de Van Dyck y adquirió ocho cuadros del pintor, entre ellos, el autorretrato del artista con Endymion Porter y el retrato de María Ruthwen, esposa del artista. Mostraron también los reyes interés por Poussin, el gran pintor clásico francés del siglo XVII, que desarrolló su carrera en Roma.
            A Isabel le complacía la belleza y para disfrutar con ella le gustaba rodearse de hermosos objetos para su uso y contemplación. Siguiendo la moda del coleccionismo imperante en el siglo XVIII, tenía como afición coleccionar abanicos. Unos los compraba ella, otros muchos se los regalaban. El Conde de Fuenclara, cuando era Embajador en Venecia, a fines de 1735 le envió doce hermosos abanicos, primorosamente pintados por los mejores artistas romanos.[28] A lo largo de los años reunió muchos y muy bellos. No sólo los usaba, también disfrutaba cuidándolos y contemplándolos. Unos cuantos pintados por Batoni, que se hallaban algo deteriorados por el uso, fueron enmarcados y pasaron a decorar las paredes del gabinete que servía de peinador de la reina.
            También le gustaban las cajitas y tabaqueras, otros objetos de lujo muy de moda en la época y que ella apreciaba especialmente porque le agradaba mucho el tabaco. En la correspondencia de la Reina con su amiga la duquesa de Saint Pierre se hacen múltiples referencias a las preciosas tabaqueras que la Duquesa enviaba desde París, se menciona una de jaspe y otra de cornalina. El obsequioso Conde de Fuenclara, hallándose en 1738 como embajador en Dresde para acordar la boda de Don Carlos con María Amalia, envió a Doña Isabel seis cajitas de porcelana de Sajonia y dos de amatista. El correo que portaba el regalo llevaba también una carta del Conde en la que justificaba el obsequio “por saber que la Reina nuestra Señora gusta de cajas de diferente género, y al mismo tiempo de porcelana, me ha parecido poner a sus reales pies las seis de esta materia, con dos de amatista, que van en la cajita.” El paquete llegó a Madrid el 27 de abril y el 8 de mayo se contestó que la Reina agradecía y estimaba el delicado presente.[29]
            Isabel tenía una gran afición a los libros y la lectura. Desde pequeña adquirió la costumbre de pasar muchas horas entre libros, dedicada a leer. Esta afición le duró toda la vida. Siendo ya Reina, la mayor parte de los libros que leía eran, como sucedía con el rey, libros religiosos, pero también le gustaba otro tipo de lectura. Ambos coincidían también en la pasión por la Historia. Además de los libros existentes en palacio, Isabel se interesaba por adquirir otros de acuerdo con sus gustos. Su enorme afición a los libros y a la lectura le llevó a reunir una importante biblioteca.
Con frecuencia encargaba la compra de libros en París. Tenía muchos corresponsales para que le adquirieran libros, diplomáticos, amigos, agentes. Por ejemplo, Monsieur de Coulange o la Duquesa de Saint Pierre eran habituales consejeros, encargados de suministrarle lecturas. En su correspondencia con la Duquesa de Saint Pierre en los años treinta existen numerosas referencias de libros, unos que la Reina deseaba leer y solicitaba a la Duquesa que le buscara por los libreros de la capital francesa y otros que le recomendaba la Duquesa.[30] Muchos eran las últimas novedades que se acababan de publicar, pero otros eran libros antiguos, algunos muy difíciles de encontrar y muy caros.
            Los gustos de Isabel eran curiosos, muy reveladores de su mentalidad. Sentía gran afición por la novelas de caballerías. Libros ya viejos, libros publicados en el siglo XVI, pero que seguían circulando en pleno siglo XVIII, para disfrute en reyes y plebeyos. En la biblioteca de Isabel no podía faltar el héroe por excelencia, Amadís de Gaula, con toda su saga, su esposa Oriana, su hijo Esplandián, y tantos otros personajes, Florisando, Lisuarte de Grecia, Amadís de Grecia, Florisel de Niquea, Rogel de Grecia, Silves de la Selva. Para seguir todo el ciclo, la Reina encargó los quince tomos del célebre Amadís, en una edición publicada en seis volúmenes muy bien encuadernados. También ordenó comprar otras obras similares, la saga de los Palmerines, con el Palmerín de Oliva, el Primaleón de Grecia y el Palmerín de Inglaterra, y otras novelas similares, como el Jean de Saintré, también una novela caballeresca, pero mucho más realista, y el Gerard de Euphrate.
            Libros de historia en las cartas se mencionan varios. Uno de ellos era “una historia seria de Mr. Rollin”, “que está muy bien escrita y muy de moda en Francia”. Se refería la Duquesa a una famosa obra de Charles Rollin, titulada De la manière d´enseigner et d´étudier les Belles-Lettres, par rapport a l´ésprit et au coeur, publicada por primera vez en 1726 y que obtuvo efectivamente mucho éxito entre el público lector.[31] Especial interés muestran ambas damas hacia la historia de la Antigüedad, por ejemplo la Duquesa le recomienda a Isabel la historia de Sapor en tres tomos. Tiempo después habla de que le ha enviado cinco tomos de la historia de Sapor. Se trataba de Sapor I (241-272), uno de los grandes soberanos sasánidas de Persia, famoso guerrero. También le envía los anales griegos. Pero les interesaba también la historia más reciente. La Duquesa habla en una de sus cartas de tres tomos de la historia de la Regencia del Duque de Orleans.
            En la correspondencia se mencionaban muchos otros libros, destacando las novelas. Una de las preferidas era, al parecer, Clélie, una famosa obra de Madeleine de Scudéry, publicada por entregas entre 1654 y 1660, en diez tomos. Pertenecía al género sentimental cortesano. No faltaban tampoco en las cartas referencias a otras novelas sentimentales de reciente aparición, como el primer tomo de Mariane. Le habla también la duquesa de otro libro nuevo que se llama Los desesperados. También se mencionan en las cartas otros muchos títulos, como Antiope, Byon, Gerard duque de Nevers, Aristée et Télasie, Les veillées de Thessalie, novelas históricas y caballerescas. De otro libro,  Mr. de Cleveland, comenta la Duquesa que “es interesante”.
            Isabel Farnesio reunió a lo largo de su vida una importante biblioteca. [32]  Tenía muchos libros en francés, la mayoría de autores franceses, pero otros traducidos del inglés y del alemán. Unos eran libros de reciente publicación, otros eran ediciones de libros más antiguos. Algunos pueden servir de ejemplo de las diversas influencias, especialmente de la influencia francesa, en la cultura de la reina.
            Algunas eran obras del siglo XVII nuevamente editadas en el siglo XVIII. De Omer Talon (1595-1652) poseía la reina unas memorias publicadas en varios volúmenes: Memoires de feu de M. Omer Talon avocat general en la cour de parlement de Paris,  A La Haye : chez Gosse [et] Neaulme, 1732. De Guillaume Girard, que publicó en 1655, la Histoire de la vie du duc d'Espernon, sobre la vida de Jean Louis de Nogaret de la Valette (1554-1642) un noble, político y militar francés, señor de La Valette y de Caumont y I duque de Epernon, uno de los mignons del rey Enrique III de Francia, la reina tenía una edición publicada en Rouen y en venta en Paris, de 1763.
            Entre las traducciones de obras inglesas del siglo XVII, muy significativo del espíritu curioso de la reina era un libro como el de Sir Thomas Browne, escritor inglés del siglo XVII, autor de varias obras sobre temas diversos, como la medicina, la religión, la ciencia y lo esotérico. Pseudodoxia Epidemica, or, Enquiries into Very many Received Tenets, and commonly Presumed Truths, que podríamos traducir como Pseudodoxia epidemica o Investigaciones sobre los errores populares en materias geográficas, naturales, históricas o filosóficas, que se refería a la prevalencia de creencias falsas y "vulgares errores", obra publicada entre 1646 y 1672, y que Doña Isabel poseía traducida al francés, como  Essai sur les erreurs populaires: ou examen de plusieurs opinions reçues comme vrayes, qui sont fausses et douteuses. Traduit de l'anglois, Paris,  1733.
La mayoría de los libros de su biblioteca eran libros publicados en el siglo XVIII. Unos eran de carácter histórico y político. De Gabriel Bonnot de Mably (1709 - 1785), un filósofo francés perteneciente a una familia de la nobleza de toga, hijo del vizconde de Mably y hermanastro de Étienne Bonnot de Condillac, la reina poseía una de sus obras histórico-políticas: Parallele des romains et des françois par rapport au gouvernement : premiere partie (A Paris : chez Didot ..., 1740, de l'Imprimerie de Ch. J. B. Delespine ...)
Gustaba también de leer biografías. De Jean Du Castre d'Auvigny (1712-1743), un militar y escritor francés, poseía Isabel de Farnesio Les vies des hommes illustres de la France : depuis le commencement de la monarchie jusqu'à présent (A Amsterdam et se vend a Paris : chez Le Gras ..., 1745, de l'imprimerie de Josehp Bullot). Al fallecer el autor, la obra fue continuada Gabriel-Louis Calabre Pérau, (1700 - 1767, un hombre de letras francés, del que la reina también poseía varios volúmenes: Les vies des hommes illustres de la France / continuées par M. L'Abbé Pérau ... : tome dix-huitième (A Amsterdam et se vend a Paris : chez Le Gras ..., 1751)
Leía igualmente novela histórica, por ejemplo una novela titulada Le doyen de Killerine : histoire morale composée sur les mémoires d'une illustre famille d'Irlanda... (S.l., s.n., 1735-1740), muy conocida en aquel tiempo, obra de Antoine François Prevost, historiador y novelista, autor entre otras obras de la famosa Historia del caballero des Grieux y de Manon Lescaut.
Notable era el interés de la reina por los temas militares, pues siempre estuvo muy implicada en la empresas bélicas de la monarquía, como indica el libro de P. P. A. Bardet de Villeneuve, Cours de la science militaire: a l'usage de l'Infanterie, de la Cavalerie, de l'Artillerie, du Genie [et] de la Marine. A La Haye : chez Jean Van Duren, 1739-1740.
Sentía interés tanto por las letras como por las ciencias. Sobre temas de literatura tenía muchos libros. Poseía diversos volúmenes de Observations sur les ecrits modernes (A Paris : Chez Chaubert ..., 1736) De Giovanni Vincenzo Gravina (16641718), escritor y jurista italiano, uno de los fundadores de la Academia de la Arcadia, tenía una de sus obras, traducida al francés: Raison, ou, idée de la poésie / ouvrage traduit de l'italien de Gravina ; par Réquier (A Paris : Chez Jean-Baptiste Despilly ..., Augustin-Martin Lottin ..., 1755, 2 tomos.)
Participaba de la curiosidad de la época por las cuestiones científicas. Poseía también volúmenes de las Memoires de l'Academie royale des sciences (Paris : De l'Imprimerie Royale, 1718). Y de Henckel, Johann Friedrich (1678 - 1744), un médico alemán, que era además especialista en mineralogía, metalurgia y química, tenía una obra traducida al francés con el título de Pyritologie ou Histoire naturelle de la pyrite: ouvrage dans lequel on examine l'origine, la nature, les propriétés et les usages de ce minéral important et de la plûpart des autres substances du même regne : on y a joint le Flora saturnisans où l'auteur démontre l'alliance qui se trouve entre les végétaux et les minéraux et les opuscules minéralogiques... / par M. Jean-Frédéric Henckel... ; ouvrages traduits de l'allemand [en partie par M. le Baron de Holback] (A Paris : chez Jean-Thomas Hérissant, libraire, rue S. Jacques, à S. Paul et à S. Hilaire, 1760)
            Incluso los gustos gastronómicos de la reina obedecían a esta encrucijada entre lo italiano, lo francés y lo español en la que transcurrió su vida. A Isabel le gustaba comer mucho y bien. Saint Aignan, que la conoció poco después de su boda, comentaba lo aficionada que era la joven reina a la buena mesa y en una de sus cartas recogía una significativa afirmación de la propia Isabel: “Ella dijo que la reina difunta (María Luisa Gabriela de Saboya), al ser piamontesa, no comía nada; pero que ella era lombarda y que la gente de su país comía el doble y mejor.”[33]
            La cocina cortesana era una cocina opulenta, refinada y cosmopolita, que respondía a los más elevados ideales gastronómicos y que se hallaba completamente diferenciada de la cocina popular. En 1700 el advenimiento al trono de un Borbón supuso una gran ruptura en muchos aspectos y también tuvo su reflejo en la alimentación de la Corte. Felipe V, dispuesto a reorganizar la Monarquía Española al modo y manera de la Francia de Luis XIV, cambió entre otras muchas cosas la cocina. Acostumbrado a los placeres gastronómicos de la alta cocina francesa, se negó a cambiar sus hábitos alimentarios y se hizo acompañar de cocineros franceses de la corte de Versalles, para introducir en su nuevo reino la cocina de su país de origen, que era entonces la cocina de moda, la que gozaba de mayor prestigio en Europa. En tiempos de Isabel de Farnesio siguió dominando la cocina francesa, de acuerdo con los gustos del Rey, pero se incorporaron influencias italianas, derivadas del origen de la nueva Reina. Isabel Farnesio influyó significativamente en los menús de la mesa real.[34]
            El abate Alberoni, que la conocía bien, sabía hasta qué punto la buena comida italiana podía ser un medio de complacerla. Alberoni escribía al Conde la Rocca en una carta fechada el 1 de enero de 1715: “Soy admitido por la Reina, que no me regatea su confianza. Con insistencia me ha encargado que provea su mesa de los suculentos embutidos italianos y de buen vino de Parma. Ayer mismo me pidió le enviase un plato de macarrones, a los que es aficionadísima.”
            Isabel como mujer y como reina actuó como mediadora política y cultural de primer orden, sus ideas, sus gustos, sus comportamientos tuvieron enorme trascendencia en el seno de la familia real, en la corte y en la sociedad española, también en su país de origen, Parma, y en otros reinos italianos, muy especialmente Nápoles y Sicilia en el que reinó su hijo Carlos, y, aunque en menor medida también en Francia. La figura de Isabel de Farnesio trascendió fronteras. Como mujer y como reina vivió en la encrucijada de tres mundos, España, Italia, Francia, y su influencia fue incluso más lejos, pues tuvo una enorme proyección, que alcanzó a toda la Europa del siglo XVIII.


[1]  María Ángeles Pérez Samper: Isabel de Farnesio, Barcelona, Plaza y Janés, 2003.
[2]  Gustavo Marchesi: Dinastia Farnese. Parma e l´Europa tra Rinascimento e Barocco, Parma, 1994. Tullio Bazzi y Umberto Benassi: Storia di Parma, Parma, 1908. Giovanni Tocci: Il ducato di Parma e Piacenza, Turín, 1987.
[3]  Archivo de Estado de Parma, Casa e Corte Farnesiana, b.41, s. II, fasc. 5, Lettere di Elisabetta Farnese con la madre Dorotea Sofia de Neoburg. Citado por Laura García y Luigi Pelizzoni: “La construcción del palacio de La Granja a través del epistolario entre Dorotea Sofía de Neoburgo e Isabel de Farnesio. Andrea Procaccini y el modelo parmense de edilicia de jardines” en El Mediterráneo y el Arte Español. Actas del XI Congreso del CEHA, Valencia, 1996, p. 182.
[4]   Archivo de Estado de Parma, Casa e Corte Farnesiana, b.41, s. II, fasc. 5, Lettere di Elisabetta Farnese con la madre Dorotea Sofia de Neoburg.
[5]   José María Luzón Nogué: “Isabel de Farnesio y la Galería de Esculturas de San Ildefonso” en Rodríguez Ruiz, D. (com.): El Real sitio de La Granja de San ildefonso. Retrato y escena del Rey, Madrid, Patrimonio Nacional, 2000, ps. 203-219.
[6]  P. F., “Nota delle casse che gli 2 di marzo de 1725 devono esser imbarcate”, Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1876, pp. 163-164 y 180-181; Salas, X. de, “Compra para España de la colección de antigüedades de Cristina de Suecia”, Archivo Español de Arte, 1940-41, pp. 242-246. Riaza de los Mozos, M., y Simal López, M., “La Statua è un prodigio dell’arte”: Isabel de Farnesio y la colección de Cristina de Suecia en La Granja de San Ildefonso”, Reales Sitios, núm.144, 2000, pp. 56-67. Mercedes Simal López: “Isabel de Farnesio y la colección real española de escultura. Distintas noticias sobre compras, regalos, restauraciones y el encargo del “Cuaderno de Aiello” en Archivo español de Arte, 315, julio-septiembre, ps. 263-278, 2006.
[7]   Manuela B. Mena Marqués: “La colección de pintura de Carlo Maratti” en El Real sitio de La Granja de San ildefonso. Retrato y escena del Rey, Madrid, Patrimonio Nacional, 2000, ps. 194-201.
[8]   Archivo de Estado de Parma, Casa e Corte Farnesiana, b.41, s. II, fasc. 5, Lettere di elisabetta Farnese con la madre Dorotea Sofia de Neoburg.
[9]   Ibídem.
[10] Citado por Carlos Martínez Shaw y Marina Alfonso Mola: Felipe V, Madrid, Arlanza Ediciones, 2001, p. 103.
[11]   San Ildefonso, 5 de octubre de 1762, Archivo General de Simancas, Estado, libro 324.
[12]  Gonzalo Anes: Las colecciones reales y el Museo del Prado, Madrid, Amigos del Museo del Prado, 1996, ps. 33-37. Vid también Juan José Luna: “Inventario y almoneda de algunas pinturas de la colección de Isabel de Farnesio” en Boletín del Seminario de Arte y Arqueología de la Universidad de Valladolid, Valladolid, 1973.
[13]   Archivo General de Simancas, Estado, Reino de las Dos Sicilias, legs. 5717, 5808-5811 y 5836.
[14]  Archivo General de Simancas, Estado, Reino de las Dos Sicilias, leg. 5811. Correspondencia del conde de Santisteban y D. Joseph de Montealegre, fol. 113.
[15]  Patrik Barbier: Farinelli. Le castrat des Lumières, París, Bernard Grasset, 1994.
[16] Margarita Torrione: “Fiesta y teatro musical en el reinado de Felipe V e Isabel Farnesio: Farinelli, artífice de una resurrección” en El Real Sitio de La Granja de San Ildefonso. Retrato y escena del Rey, Madrid, Patrimonio Nacional, 2000, ps. 226-227.
[17] Francesca Boris: “Vado al teatro per disporre festa. Farinelli: Cartas desde España al Conde Sicinio Pépoli”en Margarita Torrione (ed.): España festejante. El siglo XVIII, Málaga 2000, ps.  349-363.
[18]  José Luis Morales Marín: “La escenografía durante el reinado de Felipe V” en Margarita Torrione (ed.): España festejante. El siglo XVIII, Málaga 2000, ps. 287-293.
[19]  Margarita Torrione: “El Real Coliseo del Buen Retiro: Memoria de una arquitectura desaparecida”  en Margarita Torrione (ed.): España festejante. El siglo XVIII, Málaga 2000, ps.  295-322.
[20]    Archivo General de Palacio, D.G.R., Inv. 25, leg. 8.
[21]  Cartas de María Antonia de Borbón a su madre Isabel de Farnesio. Archivo Histórico Nacional, Estado, leg. 2693.
[22]  Amalia Descalzo Lorenzo: “El arte de vestir en el ceremonial cortesano. Felipe V” en en Margarita Torrione (ed.): España festejante. El siglo XVIII, Málaga 2000, ps.  197-204.
[23]   Archivo Histórico Nacional, Estado, leg. 2720.
[24]   Michel Antoine: Louis XV, París, Fayard, 1989, ps. 470-472.
[25] Ángel Aterido Fernández: “Las colecciones reales y el lustro andaluz de Felipe V” en en Nicolás Morales y Fernando Quiles García (eds.): Sevilla y corte. Las Artes y el Lustro Real (1729-1733), Madrid, Casa de Velázquez, 2010, ps. 205-218.
[26] La Concepción de El Escorial y dos Inmaculadas, números 971 y 973 del inventario actualizado del Mueso del Prado.
[27] Teresa Lavalle Cobo Uriburu: El mecenazgo de Isabel de Farnesio, reina de España, Tesis doctoral, Universidad Autónoma de Madrid, 1993.
[28]  Eugenio Sarrablo Aguareles: El conde de Fuenclara (1687-1752), Sevilla, G.E.H.A., 1955, p. 92.
[29] Archivo Histórico Nacional, Estado, leg. 2773. Fuenclara a Quadra. Dresde 2 de abril de 1738 y minuta de respuesta.
[30] Cartas de la Duquesa de Saint Pierre a Isabel Farnesio (1730-1732). Archivo Histórico Nacional, Estado, leg. 2720.
[31] Charles Rollin: Oeuvres completes, París, 1816-1820, vols. 23-26.
[32] Elena Santiago Páez: “La biblioteca de Isabel de Farnesio”, en Santiago Páez, E. (dir.), La Real Biblioteca Pública, 1711-1760. De Felipe V a Fernando VI, Madrid, 2004, pp. 269-284.
[33]  Alfred Baudrillart: Felipe V y la corte de Francia, ed. de Carmen Cremades, p. 481.
[34] María Ángeles Pérez Samper: “La alimentación en la Corte de Felipe V” en Felipe V y su tiempo,  Zaragoza, Institución “Fernando el Católico”, 2004, ps. 529-583.

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