jueves, 27 de diciembre de 2012

EL REY Y LA REINA EN LA MONARQUÍA ESPAÑOLA DE LA EDAD MODERNA



María de los Ángeles Pérez Samper
Universidad de Barcelona

Resumen
En la edad moderna la organización del poder era por excelencia la monarquía. El gobierno de uno solo, que era  un varón, pero que en algunos casos podía ser también una mujer, como sucedía en España en los primeros siglos modernos, donde podían reinar las mujeres hasta la introducción de la ley sálica. En cualquier caso, la figura femenina debía existir de manera asociada, pero ineludible: como reina consorte, la esposa del rey. Si la característica de la monarquía era la continuidad, la reina desempeñaba un papel esencial como madre del futuro rey. La reina encarnaba junto al rey la institución de la Corona.

                               Isabel la Católica (foto tomada de www2.uca.es)

Abstract
In the modern age the organization of the power was par excellence the monarchy. The government of the one alone, that was a male, but that in some cases could be also a woman, as it happened in Spain in the first modern centuries, where they women could reign up to the introduction of the Salic law. In any case, the feminine figure had to exist in an associate, but unavoidable way, as queen dowager, the wife of the king. If the characteristic of the monarchy was the continuity, the queen was playing a role essentially as mother of the future king. The queen was personifying together with the king the institution of the Crown.



En la edad moderna la organización del poder y de la sociedad era por excelencia la monarquía. El gobierno de uno solo, que era fundamentalmente un varón, pero que en algunos casos podía ser también una mujer, como sucedía en España en los primeros siglos modernos, donde podían reinar las mujeres hasta la introducción de la ley sálica a principios del siglo XVIII, después abolida en el siglo XIX. En cualquier caso, la figura femenina debía existir de manera asociada, pero ineludible: como reina consorte, la esposa del rey. Si la característica de la monarquía era la continuidad, la reina desempeñaba un papel esencial como madre del futuro rey.[1]
Las reinas propietarias eran las reinas por excelencia. Eran reinas por derecho propio, su poder procedía de ellas mismas. Sin embargo, la figura de la reina siempre fue vista en la época moderna como un mal menor. Los valores de la sociedad patriarcal alcanzaban también al trono. Se prefería siempre al hombre por encima de la mujer, mucho más cuando se trataba de una posición de la más alta responsabilidad como era la realeza, encargada de gobernar y dirigir la sociedad. En las normas de sucesión se preferían los varones a las mujeres. Sólo cuando no existía un varón en la familia real para heredar el trono, los intereses dinásticos pasaban por encima del problema que suponía para la mentalidad de la época el que una mujer encarnara la Corona. En el paso de la edad media a la edad moderna existía sobre el tema una gran polémica. En los reinos españoles no existía unanimidad. En la Corona de Aragón las mujeres no podían ocupar el trono, sólo transmitir los derechos. En la Corona de Castilla podían ocuparlo, pero también se prefería a los varones.
Pero también la reina propietaria necesitaba a su lado un rey consorte, para cumplir su deber fundamental de dar descendencia a la Corona. La elección de este rey consorte no resultaba fácil, ni para la reina ni para el reino. Conseguir el equilibrio no era empresa sencilla, aunque en algún caso se consiguió como fue el de los Reyes Católicos, quienes a pesar de la fuerza de la personalidad de ambos, o acaso precisamente por ello, lograron una unión extraordinariamente equilibrada. La reina podía resultar fácilmente condicionada y hasta desplazada por la figura de su marido, como sucedió en el caso de Juana y Felipe, pues el intento del rey consorte era ser rey efectivo y seguramente lo hubiera conseguido de haber vivido el tiempo suficiente. El desempeño de la misión de rey consorte tampoco era fácil para el príncipe elegido, como ocurrió en el siglo XIX con Francisco de Asís, que no cumplió adecuadamente su papel junto a la reina Isabel II.[2]
La reina por excelencia
Muy significativo fue el caso de Isabel la Católica, que reivindicó sus derechos al trono castellano tras la muerte de su hermano Alfonso. Ni la complicada situación, ni su juventud, ni su condición de mujer la hicieron vacilar ni un momento. Dejando aparte el problema de la legitimidad de Juana, también mujer, Isabel no cederá ante los derechos de Fernando de Aragón como heredero varón más próximo en la línea dinástica de sucesión al trono. Será un motivo importante para elegirlo como esposo y para compartir con él el gobierno de la monarquía, pero no para cederle la preferencia. Isabel reivindicará siempre su derecho a la Corona de Castilla.
            Al  morir Enrique IV Isabel no dudó en proclamarse reina en ausencia de su esposo y la discusión se aplazó hasta el encuentro de la pareja. Se debatía si la reina debía asumir por sí misma el poderío real o, simplemente, transmitirlo a su marido, reconociendo la superioridad del varón; algunos antecedentes en Castilla apuntaban a la segunda solución con preferencia a la primera y más en este caso en que el marido, como miembro de la dinastía Trastámara, estaba colocado en la línea de sucesión como primer varón en ella. Los derechos femeninos al trono se hallaban avalados por el derecho y por la historia. Efectivamente, en Castilla se aceptaba que la sucesión recayera en una mujer, siempre que no hubiera varón que ostentara iguales o mejores derechos. Una mujer podía heredar el trono y gobernar como reina propietaria, pero en la práctica esta situación se dio pocas veces. La hija de Alfonso VI, Urraca I (1109-1126), y la hija de Alfonso VIII, Berenguela, que en 1217 heredó la corona, pero la transmitió inmediatamente a su hijo Fernando III, son los dos ejemplos más significativos.
Los argumentos para apoyar los derechos de la reina eran varios. Por una parte, la tradición política castellana y la doctrina cristiana no admitían diferencia sustancial entre hombre y mujer, de manera que, aunque se admitiera la prelación del hombre sobre la mujer en la misma línea y grado de parentesco, no existía motivo para relegar a la mujer si su parentesco era más próximo y, así, nada debería oponerse a que las infantas a quienes correspondiese pudieran reinar y reinaran en plenitud. Por otra parte, estableciendo la costumbre de la Corona de Aragón, que admitía sólo para las mujeres la transmisión de derechos al trono, pero no su ejercicio, dado que sólo tenían entonces una hija, la infanta Isabel, y que no existían garantías absolutas de lograr un heredero masculino, declarar la preferencia del hombre suponía desheredar a su hija.
Finalmente el conflicto se resolvió mediante la sentencia arbitral de Segovia, también llamada “concordia”, firmada el 15 de enero de 1475. De ella nacería un concepto nuevo de monarquía, en que la figura de la reina quedaba equiparada a la del rey. El famoso “tanto monta”, que se refería a otra cosa, la leyenda de Alejandro Magno y el nudo gordiano, resulta muy expresiva de la nueva realeza dual. Ratificaba a Isabel como “legítima sucesora y propietaria” de la Corona, compartiendo sus funciones con Fernando su “legítimo marido”.[3]
Reinas fracasadas
            Pero la reina, especialmente la reina propietaria, era una figura compleja y podía ser hasta contradictoria. Incluso aunque las reinas lograran ocupar el trono y hacerse con el poder que les correspondía legalmente, podían ejercerlo o no ejercerlo. En la España moderna se dieron los dos ejemplos extremos, Isabel y Juana. Isabel lo ejerció en plenitud y de manera ejemplar, con decisión, con energía; será el modelo de reina por excelencia en la historia de España. Juana apenas lo ejerció y su caso constituirá un modelo negativo. La hija ya hubiera tenido muy difícil resistir la comparación con la madre, que se convirtió inmediatamente en un mito, fueran cuales fueran sus cualidades para reinar, tanto para encarnar la realeza como para ejercer el gobierno. Pero sus problemas mentales y la dura competencia que le hicieron los varones de su propia familia hicieron muy difícil su vida e imposible su reinado.
            Varios fueron los rivales de Juana en el seno de su propia familia. En primer lugar su propio padre, Fernando el Católico, que por encargo de Isabel y resistiéndose a abandonar el poder que había tenido en la Corona de Castilla en vida de su esposa, ejerció sobre su hija una tutela asfixiante. También su marido, el Archiduque Felipe, quien deseoso de poder, pretendió usurpar, invocando su condición de consorte, el poder que pertenecía a Juana como reina propietaria de Castilla. Muerto prematuramente Felipe, Juana, al  convertirse en viuda, empeoró su situación. Sola, gravemente afectada por la pérdida de su esposo, cayó más que nunca bajo la tutela de su padre, quien se convirtió en regente y la apartó radicalmente del poder y del gobierno. Comenzó entonces su larguísimo encierro en Tordesillas. Finalmente su hijo Carlos no hizo más que continuar en la misma línea, dar a su madre por incapacitada y amparándose en la ficción legal de compartir con ella la realeza, asumir el gobierno en solitario. Juana fue sacrificada a los intereses de la dinastía y del trono. Pero ella, aunque víctima, colaboró en la medida que le permitía su nublado entendimiento, con los hombres de su familia. Sucedió así con su hijo, como demuestra su actitud ante la rebelión comunera, evitando enfrentarse a Carlos y contribuir a la división del reino.
            En el caso de Juana, más allá del gravísimo problema que representaba para cualquier monarquía la locura del soberano, su condición de mujer influyó con toda seguridad negativamente en sus posibilidades de encarnar la realeza y ejercerla. En una sociedad acostumbrada a situar a las mujeres en una posición secundaria, subordinada y dependiente, las reinas no lo tenían fácil, mucho menos una reina que padecía trastornos mentales y carecía de la suficiente fuerza para imponer su autoridad.[4]
            Siglos después, la otra reina propietaria de la monarquía española, Isabel II, fue igualmente un modelo negativo, que contribuyó a dividir la nación y perdió el trono. Su reinado, comenzado cuando todavía era una niña, abrió grandes perspectivas y esperanzas de modernización social y política para la monarquía y para la nación, pues ella encarnaba la causa del liberalismo. Sin embargo, pronto se desvanecieron las esperanzas. El reinado de Isabel II transcurrió bajo el signo de la división y el enfrentamiento, primero las luchas entre liberales -isabelinos- y absolutistas -carlistas-, después entre liberales moderados y liberales progresistas, finalmente entre monárquicos y republicanos. Sin ser responsable de todo lo malo que sucedió en su tiempo, su conducta como reina no estuvo a la altura necesaria. No logró superar las divisiones y discordias, incluso en ocasiones contribuyó a ellas, y acabó perdiendo el trono en 1868. Tanto la causa de la monarquía como la causa de la nación padecieron un grave deterioro por su falta de acierto. Moriría exiliada en París en 1904, después de largos años de destierro. Si no estuvo a la altura como reina propietaria, cumpliría su papel asegurando la sucesión. Alfonso XII recuperó el trono y contribuyó a pacificar la nación y a darle estabilidad y futuro con el sistema de la Restauración.[5]

Esposa del Rey

Reinas propietarias fueron muy pocas, la mayoría lo fueron consortes. En el siglo XVI, tras quedar viudo de Isabel, Fernando se casó con Germana de Foix.[6] Carlos V se casó sólo una vez, con Isabel de Portugal (1503-1539).[7] Felipe II tuvo cuatro esposas, de las cuales sólo tres fueron reinas. La primera esposa, María de Portugal, murió muy joven, antes de que su esposo fuera rey. La segunda esposa María Tudor, que era reina de Inglaterra, nunca llegaría a conocer su reino español. La tercera esposa Isabel de Valois, una princesa francesa, fue reina de 1559 a 1568, apenas una década. Y la cuarta esposa Ana de Austria, de la rama imperial de los Habsburgo, lo fue también durante una década, desde su boda en 1570, hasta su muerte en 1580.[8]

                            Emperatriz Isabel (foto tomada de bog.ua.es)

            En el siglo XVII Felipe III tuvo una sola esposa y reina, Margarita de Austria, también de la familia imperial.[9] Felipe IV tuvo dos esposas, las dos reinas, la primera, Isabel de Borbón, de origen francés, compartió con su esposo muchos años antes y después de acceder al trono, la segunda, Mariana de Austria, de origen imperial, compartió las dos décadas finales del reinado.[10] Carlos II tuvo dos esposas, y las dos fueron reinas, María Luisa de Orleans, francesa, fue reina durante una década, y Mariana de Neoburgo, alemana, lo fue durante la siguiente y última década del reinado.[11]
En el siglo XVIII con el advenimiento al trono de los Borbones y la introducción de la Ley Sálica, ya no sería posible la existencia de una reina propietaria, todas fueron reinas consortes. Felipe V se casó primero con María Luisa Gabriela de Saboya, reina de 1701 a 1714, Isabel Farnesio, que reinó de 1714 a 1746.[12] Luis I contrajo matrimonio con Luisa Isabel de Orleans, quien únicamente fue reina unos pocos meses de 1724. Fernando VI reinó con su esposa Bárbara de Braganza, desde 1746 a 1758. Carlos III se casó con María Amalia de Sajonia, pero, aunque reinaron juntos en las Dos Sicilias muchos años, en España sólo compartieron el trono durante un año, de 1759 a 1760, pues la reina murió al poco tiempo.[13] El rey, al quedarse viudo a los 44 años, tomó la decisión de no volver a casarse. Carlos IV y María Luisa de Parma, casados desde 1765, reinaron de 1788 a su abdicación en 1808.[14]
Las reinas consortes eran reinas en cuanto esposas del rey. La reina será ante todo, como la inmensa mayoría de las mujeres de la época moderna, esposa y madre. Pero la reina no será una esposa o una madre cualquiera, será esposa del rey y madre del futuro rey. En la época moderna las mujeres se casaban generalmente muy jóvenes. En el caso de las familias reales todavía más, pues asegurar la sucesión era esencial y cuanto más joven fuera la esposa, más posibilidades existían de tener hijos, de tenerlos pronto y de tener muchos. Ser esposa amante y casta era deber primordial de una reina. De una reina se daba por supuesto una conducta intachable en temas sexuales, debía ser absolutamente fiel a su esposo el rey. Si esto era esencial en toda mujer cristiana, mucho más en el caso de una reina, por la importancia que tenía para la dinastía garantizar estrictamente que el rey sería el padre de sus hijos y también por razones de ejemplaridad moral. No hubo reproche alguno en ese sentido para las reinas de la España moderna, salvo para María Luisa de Parma, que fue acusada de infidelidad, atribuyéndole amores con el favorito Godoy. Ya en la época contemporánea, también sería gravemente censurada por su comportamiento irregular Isabel II. Aunque las razones fueron múltiples, seguramente no fue fruto de la casualidad que ambas soberanas perdieran el trono y acabaran en el exilio.
Amor y fidelidad eran exigidos a toda esposa, muchísimo más a una reina que debía dar ejemplo a todas las mujeres de su reino. Pero los matrimonios reales no siempre eran acertados ni felices. Las reinas, como los reyes, debían casarse por razón de estado, no por amor. Sin embargo, en algunos casos los matrimonios acabaron por convertirse en matrimonios de amor, como el de los Reyes Católicos, el de Carlos V y la emperatriz Isabel, los dos matrimonios de Felipe V, primero con María Luisa Gabriela de Saboya y después con Isabel Farnesio, el de Fernando VI con Bárbara de Braganza o el de Carlos III con María Amalia de Sajonia; concertados por motivos políticos y diplomáticos acabaron convirtiéndose en matrimonios muy unidos. Las bodas reales eran ocasión interesante, tanto por su significado político como ceremonial.[15]

Madre del Rey

Aunque debía cumplir con el papel de compañera fiel de su marido, en su calidad de esposa del rey su deber principal era dar continuidad a la Corona, dar un hijo a su esposo, un heredero al trono, cuestión esencial porque la continuidad era característica esencial de la Monarquía. Cumplir ese deber primordial estaba por encima de cualquier otra consideración, incluso del riesgo de su salud y de su vida. Fueron varias las reinas que murieron como consecuencia de malos embarazos o malos partos, como sucedió con la emperatriz Isabel, Isabel de Valois y Margarita de Austria. Si la reina no conseguía tener un hijo se consideraba que había incumplido su principal deber y generalmente se la culpaba a ella, independientemente de la responsabilidad verdadera del problema. María Luisa de Orleans y Mariana de Neoburgo fueron duramente criticadas por no haber tenido hijos. En el tema de la sucesión, la servidumbre de la reina respecto a la Corona -la institución- y a la dinastía -la familia-, fue máxima.
La reina en este aspecto no era diferente de las demás mujeres, tenía como obligación esencial como reina la obligación esencial de una mujer en aquella época, tener hijos. Pero la obligación de la reina era infinitamente mayor que la de cualquier mujer corriente. Su maternidad estaba trascendida, iba mucho más allá del ámbito personal y familiar, afectaba no a una familia cualquiera, sino a una dinastía de siglos, no a un grupo de personas, sino a un pueblo entero. Una reina debía garantizar la sucesión, para el rey, para la dinastía y para la Monarquía española.[16]
El deber de la reina era fundamentalmente biológico, dar a luz un hijo. Pero se esperaba más de su maternidad, no sólo debía poner al hijo en el mundo, sino también criarlo, convertirlo en un hombre y en un rey. Debía ocuparse también del resto de sus hijos e hijas, como madre y como reina, para hacer de ellos hombres y mujeres de provecho, dignos príncipes de la dinastía, futuros reyes y reinas. La reina había de ser, pues, educadora de sus hijos y educadora de reyes.
No bastaba con tener un hijo, el ideal era tener una familia numerosa, para asegurar la continuidad de la monarquía contra cualquier azar. La alta mortalidad infantil acosaba a todas las familias, también a las de la realeza. El resto de los hijos, especialmente las infantas, cumplían la importante misión de contribuir a extender y reforzar las redes dinásticas y diplomáticas, por lo que muchos de ellas acabaron ocupando tronos en otros países. Gracias a todos estos matrimonios de estado existían estrechos vínculos y que unían a las diferentes familias reales europeas, hasta crear un selecto y privilegiado núcleo dirigente, como una gran familia que reinaba en Europa y en gran parte del mundo.
            Era el deber de todas las reinas ser madres de rey, pero sólo algunas pudieron conseguirlo. Las dos reinas propietarias tuvieron varios hijos y fueron madres de reyes o reinas, Isabel de Juana, Juana de Carlos I. En el siglo XVI, dos fueron madres de reyes, Isabel de Felipe II, Ana de Austria de Felipe III. En el siglo XVII otras dos lo fueron: Margarita de Felipe IV, Mariana de Austria de Carlos II. En el siglo XVIII, María Luisa Gabriela fue madre de dos reyes de España, Luis I y Fernando VI, Isabel Farnesio fue madre de Carlos III, María Amalia de Sajonia, madre de dos reyes, uno fue Carlos IV, rey de España, el otro Fernando IV, rey de Nápoles y Sicilia, y María Luisa de Parma fue madre de Fernando VII. No lograr descendencia era una gran desgracia, que podía ocasionar graves problemas, como sucedió en 1700 a la muerte de Carlos II sin hijos, lo que desencadenó la guerra de sucesión a la corona española.

                       Isabel de Farnesio (foto tomada de es.wikipedia.org)

Hijas de reyes
La red de la realeza europea de donde proceden y en la que se insertan las reinas españolas se completa observando su procedencia y su linaje. Los matrimonios reales debían ser entre iguales, las reinas debían ser, por tanto, miembros de familias reales. Este principio establecido desde la época de los Reyes Católicos y seguido en la época de los Austrias y de los Borbones, será ratificado en tiempos de Carlos III en la real pragmática sobre casamientos de 1776, precisamente cuando temían que pudiera llegar a ser puesto en cuestión. Una de las consecuencias de esta norma tan estricta fueron los matrimonios entre parientes, más o menos lejanos. En el cuadro familiar de las reinas de España destacaba la consaguinidad existente, por la reiteración de matrimonios, especialmente con la Casa portuguesa de Avís y con la rama vienesa de la Casa de Austria, lo que daría ciertas ventajas, como fue la herencia de Portugal para Felipe II, pero también enormes desventajas por agotamiento genético, como sucedería con Carlos II.
Fue así como reinas de origen extranjero se proponían como modelo a las mujeres españolas, como sucedió con todas las reinas consortes. Las reinas propietarias habían nacido en Castilla, una en Madrigal de las Altas Torres, un pequeño pueblo cercano a Ávila, otra en Toledo, una de las grandes ciudades de Castilla. Las dos reinas eran naturales de uno de los reinos españoles, la Corona de Castilla y además de la meseta castellana. Las demás fueron extranjeras, pues al considerarse a la monarquía como un poder único, por encima de cualquier otro, también se consideraba a la familia real como una familia única, por encima de cualquier otra familia, por lo que sólo era posible enlazar con otra familia real o al menos soberana.

Gobernadoras y regentes

Las reinas consortes tuvieron poco o mucho poder, pero siempre de manera delegada o indirecta, gracias a su esposo el rey o a través de él. El poder de las reinas consortes procedía del rey, en cuanto esposas o en cuanto madres, era un poder compartido o delegado. Cuando ejercían el poder lo podían hacer de una manera formal e institucional, las reinas gobernadoras o las reinas regentes, o bien de una manera informal, no institucionalizada, que podríamos denominar influencia, pero una influencia que daba mucho poder.
Dejando aparte el caso de la reina propietaria, las dos formas institucionales de que una reina consorte ostentara oficialmente el poder eran como gobernadora o como regente. Muy significativo es el papel de reina gobernadora, que desempeñaron varias reinas consortes durante las ausencias del reino de sus maridos los reyes. Primera cronológicamente y una de las principales fue la Emperatriz Isabel, que actuó en varias ocasiones como reina gobernadora durante los viajes de Carlos V. Por disposición del Emperador, gobernó con prudencia Castilla durante las ausencias de Carlos, que fueron largas. En el siglo XVIII, por disposición de Felipe V, desempeñó ese papel María Luisa Gabriela de Saboya, mientras el rey acudía al campo de batalla durante la guerra de Sucesión. También ejerció como reina gobernadora Isabel de Farnesio, por disposición testamentaria de Fernando VI y por poderes de su hijo Carlos III, durante el tiempo en que el nuevo rey viajaba desde Nápoles a Madrid en 1759, para ocupar el trono españo.
Caso especial fue el de la reina regente, viuda del rey, madre del rey. Además de esposa del rey, la reina era madre del rey y en algunos casos, si fallecía el monarca y el heredero no alcanzaba todavía la edad mínima para reinar personalmente, era su madre la persona destinada a hacerlo en su nombre hasta la mayoría de edad de su hijo. En la edad moderna este caso se dio a la muerte de Felipe IV, porque Carlos II era todavía un niño muy pequeño. Por tanto, la Regencia debía confiarse a su madre, Mariana de Austria, como era costumbre. Posteriormente doña Mariana ejercería como reina madre y seguiría influyendo hasta su muerte.[17]
Independientemente de que una reina ocupara los cargos de gobernadora o regente, la reina era siempre poderosa, en mayor o menor grado. El poder de la reina, propietaria o consorte, se transmitía por la sangre y el linaje, lo tenía la reina como reina o como hija de rey, esposa de rey o madre de rey. El poder estaba en la familia, en la dinastía. Pero no era sólo cuestión de sangre, sino también de ambiente. La reina no tendría sentido de manera aislada, de igual manera que no puede existir sino como eslabón de la dinastía, su entorno necesario era la sociedad cortesana. Y en la corte el poder estaba en el aire. Y en ese mundo donde el  poder circulaba constantemente, la reina desempeñaba un papel trascendental, como fuente de poder si era la reina propietaria y como medianera entre el rey y todos los demás cortesanos y vasallos si se trataba de una reina consorte. La reina recibía, reflejaba, transmitía y distribuía ese poder, en forma de influencias, cargos, mercedes y gracias de todas clases. El poder corría por las venas de la reina y flotaba en el aire que respiraba.

La reina viuda, sin rey y sin reino

Un caso especial de reina consorte sin poder ni influencia es el de la reina viuda. La reina viuda era varias veces viuda, era la mujer sin esposo y era la reina sin rey y sin reino. Sobrevivía como persona a su condición de reina. Si la reina lo era en cuanto esposa, al perder al esposo la reina dejaba de ser reina. La reina viuda era una figura excepcional, pues sólo era reina en cuanto lo había sido, pero ya no lo era. De acuerdo con el planteamiento conceptual de la época, “los reyes dos veces mueren porque dos veces viven. Viven una vez para el reino y viven otra vez para sí. Y al contrario, mueren cuando dejan de reinar y mueren cuando dejan de vivir.” Era la vieja teoría medieval de los dos cuerpos del rey. Normalmente las dos muertes del rey coincidían, salvo cuando se producía una abdicación o un destronamiento. Pero en las reinas la doble muerte no coincidía. Muchas veces morían antes que el rey, pero a veces le sobrevivían y entonces morían como reinas en el momento en que moría el rey y morían como personas cierto tiempo después. Este intervalo solía ser muy penoso. Todas las reinas sentían gran preocupación y a veces auténtico temor a esa situación en que quedaban. Pasaban de ser el centro de todo a quedar más o menos marginadas y olvidadas.
            En general las reinas morían antes que el rey, pero algunas sobrevivían más o menos años. En el siglo XVI la reina viuda por antonomasia fue doña Juana, cuyo marido murió prematuramente dejando a su mujer desconsolada y agravando seriamente su situación mental. No hubo en la monarquía española más reinas viudas hasta que en el siglo XVII Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV, sobrevivió a su esposo muchos años, debiendo actuar como regente y como reina madre durante casi todo el reinado de Carlos II.
La reina viuda fue reina, pero dejaba de serlo. Quedaba marginada del poder y de la influencia, especialmente cuando no era madre del rey. Tenía que retirarse de la corte y pasaba incluso estrecheces económicas. Un interesante ejemplo fue el de Mariana de Neoburgo, reina doblemente fracasada, no tuvo hijos y no logró mantener la herencia dentro de la dinastía Habsburgo. Su situación empeoró por oponerse a Felipe V. Tras tener que retirarse a Toledo, acabó exiliada en Bayona durante años y sólo pudo regresar a España en 1738, poco antes de morir en 1740, cuarenta años después que su esposo Carlos II. También resultó patético el caso de Luisa Isabel de Orleans, esposa de Luis I, que tras quedar viuda en 1724, después de un reinado cortísimo de ocho meses, vivió retirada en Madrid y en 1725, al fracasar el proyecto de boda de Luis XV con la infanta española Maria Ana Victoria, fue devuelta a Francia, donde vivió sola, enferma y empobecida hasta su muerte en 1742.[18]

El rey y la reina en el ceremonial   

            El poder no se expresaba sólo a través del mando, muy importante es también el mundo de los rituales. El papel de la reina en las ceremonias es otra perspectiva muy reveladora para entender su significado dentro de la familia real y su imagen pública en relación con el pueblo. El simbolismo tendía a destacar no a la persona individual sino a la reina como miembro de la familia real, enfatizando la importancia de la dinastía y del factor de continuidad de la monarquía.
            Ya desde tiempos de los Reyes Católicos, pero sobre todo en tiempos de los Austrias con la introducción del ceremonial borgoñón la corte estaba organizada en dos ámbitos diferenciados, la Casa del Rey y la Casa de la Reina. Espacios distintos, servidumbre asignada a cada una de las personas reales.[19] En gran medida la vida del rey y de la reina transcurría de manera separada, quedando bien establecidos por la estricta etiqueta cortesana los momentos y ocasiones de encuentro, las ceremonias celebradas con la presencia conjunta del rey y de la reina y aquellas otras protagonizadas sólo por el rey o sólo por la reina.[20]
El ritual presentaba a la reina como parte esencial e imprescindible de la monarquía, como esposa del rey, como madre del futuro rey. Pero también le reservaba papeles protagonistas, como sucedía en las entradas solemnes.[21] Entradas reales las habían protagonizado con fuerte carga política las reinas propietarias, Isabel la Católica y Juana. También la emperatriz Isabel fue figura principal en los viajes realizados en ausencia del emperador. Pero el ceremonial cobró mayor importancia en el reinado de Felipe II, donde la llegada de la Reina a su nuevo reino, aunque sin compromiso político, se convirtió en momento propicio para la aproximación de la Corona a la sociedad.[22]
Con la introducción de la dinastía borbónica cambió el ceremonial borgoñón de los Austrias, en que el rey y la reina vivían gran parte del tiempo separados. Desde el reinado de Felipe V, el rey y la reina estarán siempre juntos, en la vida cotidiana, en el lecho, en la mesa, en los paseos y cacerías y también en las ceremonias, incluidas las de carácter político, como las entradas reales, los juramentos en las Cortes y las más diversas fiestas cortesanas. Las reinas tuvieron mayor papel en el ceremonial. El simbolismo tendía a subrayar no sólo a la persona del rey, sino la familia real, destacando la importancia de la dinastía y del factor de continuidad de la monarquía. La pareja real, muchas veces acompañada de sus hijos, el Príncipe heredero y los infantes, participaba conjuntamente en casi todos los actos del ritual cortesano y de las ceremonias realizadas en público.[23]

                                          Isabel de Borbón (foto tomada de bne.es)


Santas, heroínas, seductoras

Además de una figura institucional, la reina era un símbolo. La imagen de la reina no era sólo trasunto de la realidad concreta, sino expresión de un modelo, que se traducía en imágenes literarias y artísticas. En el simbolismo real de la época, junto al mito solar aplicado al rey, el mito lunar se aplicaba a la reina. Mientras el sol brilla con luz propia, la luna, que no tiene luz por ella misma, sólo refleja la luz del sol. El símbolo responde al ideal, por el cual la reina era sólo un pálido reflejo del esplendor del soberano; sin embargo, en la realidad hubo reinas que brillaron con luz propia, otras llegaron incluso en algunos momentos a hacer sombra al astro rey.[24]
Los retratos de las reinas, a la vez manifestación de su personalidad individual y de su figura institucional, ofrecen a veces una imagen discreta, otras presentan la imagen oficial, pero siempre son imágenes majestuosas, bien por su misma sencillez, bien por su espectacularidad.[25]
            La reina era presentada como modelo y ejemplo para sus súbditos. La ejemplaridad de la Monarquía era su capital más importante. Era algo inmaterial, pero tenía una enorme influencia. En ella radicaba su prestigio y en ella residía gran parte de su poder. Una monarquía que no fuera ejemplar, no sería respetada, ni obedecida, perdería una parte fundamental de su esencia. La imagen ideal era un referente. En ocasiones podía responder a la verdad, en otras era puro tópico. Pero se esperaba y deseaba que la Reina fuera un modelo para su familia y para todos sus súbditos.[26]
            En una sociedad profundamente religiosa como era la de la España moderna, la reina debía ser necesariamente modelo de buena cristiana, mucho más tratándose de la reina de la Monarquía Católica. La religiosidad y la devoción se consideraban imprescindibles. Una vez más  la reina Isabel constituye el ejemplo perfecto.
Isabel ha pasado a la historia como “la Católica” y el sobrenombre le hace justicia. Fue una mujer de fe y lo fue en su vida personal y en su actuación como reina. Era además muy piadosa. Todos coincidían en alabar su religiosidad. Mostró desde comienzos de su reinado un gran celo por la  defensa de la fe, por la pureza de la doctrina y un estilo de vida en coherencia. De ahí se derivaría una constante aplicación a la reforma religiosa. La imagen de la reina era con frecuencia, significativamente, una imagen religiosa. La reina con su esposo y sus hijos, todos postrados a los pies de la Virgen constituye un mensaje de fe y devoción, propuesto a los ojos del público. Un buen ejemplo puede ser la tabla denominada “Virgen de los Reyes Católicos”.
La imagen de la reina era como un trasunto menor de la imagen de la Virgen María, madre de Dios, coronada reina de los cielos. Si la figura de María tiene una de sus manifestaciones en la imagen real, la figura de la Reina se comparaba con la de María. Una de las imágenes preferidas de la reina ideal era la imagen de la reina misericordiosa. La reina presentada como amparo de sus súbditos, respondía a una imagen femenina, maternal, acogedora, consoladora, protectora. Con frecuencia aplicada a la Virgen María, la madre de Misericordia, esta imagen también se trasladaba a la reina. La Reina, protectora sobre todo de la fe y la religión, era la protectora de sus vasallos y la protectora del reino.
            La imagen de la reina tenía muchas vertientes, complementarias y hasta contradictorias En la época moderna seguía plenamente vigente la imagen bíblica y clásica de “la heroína”, una mujer fuerte, una reina valerosa, capaz de grandes proezas, que rige a su pueblo con voluntad firme y le conduce a la victoria. Esa sería la imagen apropiada para la reina propietaria y su mejor exponente fue sin duda Isabel la Católica, especialmente como reina victoriosa en Granada. También algunas reinas consortes encarnaron ese simbolismo, como podría ser el caso de María Luisa Gabriela de Saboya, que no sólo apoyó a Felipe V en los difíciles momentos de la guerra de sucesión, sino que ella misma hizo frente sola con gran valentía a las vicisitudes de la guerra.[27]
Pero la reina heroína era una mujer excepcional para una ocasión excepcional, se recurría con mayor frecuencia a un simbolismo más amable y suave. Reinar para una reina equivalía en la época a encarnar la institución monárquica y prestarle una imagen digna de ser amada y obedecida. Ganar el amor y la fidelidad de sus súbditos para la Corona se consideraba deber fundamental de la reina. Esta seducción de su pueblo se esperaba que la llevase a cabo de una manera “femenina”, presentando una imagen atractiva, que atrajera a todos sus súbditos a través de su belleza y su afabilidad. La reina debía ser el rostro hermoso y amable de la monarquía, que completara y compensara el rostro duro y terrible del poder. Mientras el rey ejercía un reinado material, el de la reina era inmaterial, espiritual, el rey reinaba sobre los cuerpos, la reina debería reinar sobre las almas.[28]
            Para ello a la belleza interior se debía añadir la hermosura exterior, ambas como dos de las cualidades personales más importantes que debían adornar a la primera mujer del reino. En cuanto a la imagen exterior la belleza era fundamental. Cualidad femenina por excelencia según los criterios de la época, la Reina como modelo de mujer debía ser bella y también como Reina ideal, partiendo de la idea de que la belleza física servía para atraer los corazones de los vasallos. Era la belleza una de las cualidades más apreciadas y alabadas en una reina. Al margen de los cánones de la época, todas las soberanas eran consideradas hermosas. Era como si la realeza las rodeara de un aura especial de hermosura. La majestad daba belleza, la belleza daba majestad.[29]

Inocentes o culpables

Si compleja era la responsabilidad regia en el caso de un hombre, acaso más podía serlo en el caso de una mujer. La imagen ideal tenía a veces poco que ver con la realidad de unas reinas más o menos buenas y hermosas. Algunas tenían gran protagonismo en la corte y en el gobierno. No todas ni siempre se resignaban a desempeñar un papel discreto y humilde. Al ideal de una reina bella y buena cristiana, que era también el ideal de mujer, se unían algunas cualidades más propias de reinas en cuanto ostentadoras de poder. Una virtud como la prudencia, que es característica de la soberanía y del gobierno, aparecía en ocasiones en el conjunto de virtudes y cualidades de la reina, pero generalmente en tono menor. Las virtudes de la realeza, las cualidades de la mujer fuerte de la Biblia y de las heroínas del mundo clásico, no marcaban la pauta en la imagen ideal de las reinas, en contra de la actuación de algunas soberanas en la práctica como sucedió con varias de las reinas borbónicas del siglo XVIII. Existía, como siempre, enorme distancia entre ideal y realidad.
Saber ser reina era un saber, que en función de su condición femenina, iba indisolublemente unido a la discreción. La reina como mujer debía ser discreta, mucho más como reina. Su conducta personal debía ser discreta, como discreto debía ser, en teoría, el papel institucional que desempeñara en la Monarquía, aunque no fue así en todos los casos. A la discreción se sumaban en la imagen ideal de una reina cualidades como la modestia, la humildad, vinculadas en la época a la feminidad. Un aspecto especialmente significativo de la discreción de la reina era su comportamiento en la corte, que debía ser siempre disciplinado, rigurosamente ceñido a la etiqueta y al protocolo. Apartarse de esa disciplina la descalificaba como mujer y como reina.
            Como contrapunto a la imagen ideal, no faltaron críticas contra las reinas. Las Regentes, en cuanto se implicaban en el gobierno, solían verse envueltas en la polémica.[30] Las reinas a las que les tocó vivir épocas de conflicto se vieron salpicadas por los enfrentamientos, como sucedió en el paso del siglo XVII al XVIII.[31] Muy graves fueron las críticas que se hicieron contra Isabel Farnesio, tachándola de intrigante y ambiciosa, acusándola de haber manejado a Felipe V a su antojo y había perjudicado a España y a los españoles. Especialmente discutida fue su ambición maternal, que la llevó a la intervención en las guerras italianas para dar tronos a sus hijos. La reina debía pagar el precio de ir más allá de reinar y atreverse a gobernar, tomando decisiones políticas muy polémicas.
Todavía más graves fueron las censuras contra María Luisa de Parma, acusada de mantener relaciones impropias con Godoy y de ser excesivamente caprichosa y derrrochadora en una época de crisis.[32] Aunque para valorar las críticas que se le hicieron hay que tener en cuenta el contexto histórico en que le tocó vivir, en plena crecida revolucionaria contra la monarquía, así como en pleno auge de las ambiciones de Napoleón, es cierto que su conducta poco adecuada contribuyó al desprestigio de la Corona y a la pérdida del trono. Ideal y realidad no siempre coincidían, pero tanto uno como otra contribuyeron decisivamente a forjar la imagen personal e institucional de las reinas de España en la edad moderna. Muy grave fue también la responsabilidad de Isabel II, cuyo comportamiento no estuvo de acuerdo con el modelo ejemplar esperado y que no logró situar al trono por encima de las querellas, por lo que acabó perdiendo el trono y marchando al exilio.[33]

Reinar después de morir

La reina debía ser ejemplo en vida y también en la hora de la muerte. El valor ante la muerte se le demandaba como cristiana y como reina, igualmente para ejemplo de su familia y de sus súbditos. Así sucedió por ejemplo con Isabel la Católica, que murió en la madurez, tras una larga y penosa enfermedad, “tan cristianmente como había vivido”, según dijo su esposo Fernando. La muerte y el enterramiento de las reinas también resultan significativos. El ceremonial variaba en función de las circunstancias de su fallecimiento, pero generalmente era muy solemne.
Las dos reinas propietarias murieron en Castilla, Isabel en Medina del Campo, Juana en Tordesillas, y acabaron ambas enterradas en la capilla real de Granada. Muy reveladoras fueron las instrucciones dejadas por Isabel en su testamento para ser enterrada de manera muy pobre y humilde, amortajada con un hábito franciscano, en una sepultura en el suelo, con una simple lápida con su nombre, en el convento de San Francisco de Granada. Sin embargo, su condición de reina la siguió también en la muerte. Su esposo Fernando se encargó de construir para ambos una esplándida tumba renacentista en la capilla real de Granada. A partir de la Emperatriz Isabel, la mayoría de las Reinas reposan en el Monasterio de El Escorial, en el Panteón real las madres de reyes. Otras descansan en lugares distintos, como Isabel de Farnesio junto a Felipe V en el Real Sitio de la Granja de San Ildefonso y Bárbara de Braganza junto a Fernando VI en las Salesas Reales de Madrid. Reposando en sus majestuosos mausoleos, las reinas siguen reinando después de muertas.


[1] Padre Enrique Flórez: Memorias de las Reynas Catholicas, Madrid, 1761, 3 vols. M.V. López-Cordón y G. Franco Rubio (coords.): La reina Isabel y las reinas de España: realidad, modelos e imagen historiográfica, Madrid, Fundación Española de Historia Moderna, 2005. David González Cruz (coord.): Vírgenes, reinas y santas: modelos de mujer en el mundo hispano, Huelva, Universidad de Huelva, Servicio de Publicaciones, 2007.

[2] M. A. Pérez Samper: “La figura de la Reina en la monarquía española de la edad moderna: poder, símbolo y ceremonia” en M.V. López-Cordón y G. Franco Rubio (coords.): La reina Isabel y las reinas de España: realidad, modelos e imagen historiográfica, Madrid, Fundación Española de Historia Moderna, 2005, ps. 275-307. Y “Las Reinas” en Morant, I. (Dir.): Historia de las mujeres en España y América Latina, vol. II, Ortega, M., Lavrin, A., Pérez Cantó, P. (Coords.): El mundo moderno, Madrid, Cátedra, 2005, ps. 399-435.
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[11] Gabriel Maura y Gamazo, duque de Maura: María Luisa de Orléans, reina de España: leyenda e historia, Madrid, Saturnino Calleja, s.a. Príncipe Adalberto de Baviera: Mariana de Neoburgo, Reina de España, Espasa  Calpe, Madrid, 1938.
[12] M.A Pérez Samper: Isabel de Farnesio, Barcelona, Plaza y Janés, 2003. Y también “Isabel de Farnesio y el Lustro Real” en Nicolás Morales y Fernando Quiles García (eds.): Sevilla y corte. Las Artes y el Lustro Real (1729-1733), Madrid, Casa de Velázquez, 2010, ps.
[13] María Teresa Oliveros de Castro: María Amalia de Sajonia, esposa de Carlos III, Madrid, CSIC, 1953.
[14] Antonio Juan Calvo Maturana: María Luisa de Parma, reina de España, Granada, Universidad de Granada, 2007.
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[16] David González Cruz: “Nacidos para reinar: el ceremonial de la procreación en España y América durante el siglo XVIII” en Ritos y ceremonias en el mundo hispano durante la Edad Moderna, Universidad de Huelva, Servicio de Publicaciones, 2002, ps. 91-120.
[17] María Victoria López-Cordón: “Mujer, poder y apariencia o las vicisitudes de una Regencia” en Stvdia Historica, Historia Moderna, nº 19, Informe: Público/ Privado, Femenino/ Masculino, Salamanca, 1998, ps. 49-66. Laura Oliván Santaliestra: Mariana de Austria en la encrucijada política del siglo XVII, Tesis doctoral dirigida per María Victoria López-Cordón.Universidad Complutense de Madrid, 2006. De la misma autora “La correspondencia de Mariana de Austria: aspectos de cultura escrita de una regencia femenina” en Mujer y cultura escrita : del mito al siglo XXI / coord. per María del Val González de la Peña, 2005, ps. 213-220.
[18] José Calvo Poyato: Reinas viudas de España, Barcelona, Península, 2002.
[19] M.A. Pérez Samper: “La alimentación de las reinas en la España Moderna” en José Martínez Millán, Mª Paula Marçal Lourenço (Coords.) Las Relaciones discretas entre las Monarquías Hispana y Portuguesa: Las Casas de las Reinas (siglos XV-XIX), Madrid, Ediciones Polifemo, 2008, Colección La Corte en Europa, Vol. III, ps. 1997-2042.

[20] Dalmiro de la Válgoma y Díaz de Varela: Norma y ceremonia de las Reinas de la Casa de Austria, Madrid, Real Academia de la Historia, 1958.
[21] M. A. Pérez Samper: “Las entradas reales: ceremonia y espectáculo” en Rosa E. Rios y Susana Vilaplana Sanchís (eds.) Germana de Foix i la societat cortesana del seu temps, Valencia, Generalitat Valenciana, Biblioteca valenciana, 2006, ps. 145-159.
[22] María José del Río Barredo: Madrid, Urbs Regia. La capital ceremonial de la Monarquía Católica, Madrid, Marcial Pons, 2000.
[23] M.V. López-Cordón, M.A. Pérez Samper y M.T. Martínez de Sas: La Casa de Borbón. Familia, corte y política, Madrid, Alianza Editorial, 2000, 2 vols.
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[25] M. A. Pérez Samper: “Isabel de Farnesio, reina de España: Símbolo, imagen y ceremonia” en Gigliola Fragnito (ed.): Elisabetta Farnese principesca di Parma e regina di Spagna, Roma, Viella, 2009, ps. 115-138.
[26] Laura Oliván Santaliestra: “Nuevas imágenes y perspectivas de dos mitos femeninos en la historiografía de los siglos XX y XXI: Isabel I de Castilla frente a la Regente de la monarquía hispánica Mariana de Austria” en  María Victoria López-Cordón Cortezo, Gloria Angeles Franco Rubio (coords.) La reina Isabel y las reinas de España: realidad, modelos e imagen historiográfica, Actas de la VIII Reunión Científica de la Fundación Española de Historia Moderna : (Madrid, 2-4 de junio de 2004), Vol. 1, 2005, ps. 537-554.
[27] M.A. Pérez Samper: “La figura de la Reina en la nueva Monarquía Borbónica” en Felipe V de Borbón, 1701-1746. Estudios de Historia Moderna, Colección “Maior”, nº 19, Córdoba, Universidad de Córdoba, 2002, ps. 273-317.
[28] M. A. Pérez Samper: Poder y seducción. Grandes damas de 1700, Madrid, Temas de Hoy, 2003.
[29] M. A. Pérez Samper: “Las reinas de España en la Edad Moderna: de la vida a la imagen” en David González Cruz (coord.): Vírgenes, reinas y santas: modelos de mujer en el mundo hispano, Huelva, Universidad de Huelva, Servicio de Publicaciones, 2007, ps. 13-58.
[30] Laura Oliván Santaliestra: “Ángeles o demonios: la leyenda negra de las reinas regentes en la historiografía del siglo XIX” en  Arenal: Revista de historia de mujeres, Vol. 11, nº 1, 2004, La historia en la ficción literaria, pàg. 153-173. Y de la misma autora “Discurso jurídico, histórico, político: apología de las reinas regentes y defensa del sistema polisinodial, una manifestación de la conflictividad política en los inicios de la regencia de Mariana de Austria”, en Cuadernos de historia moderna, nº 28, 2003, ps. 7-34.
[31] David González Cruz: “Actitudes e imagen de las reinas en tiempos de crisis: la transición de los Austrias a los Borbones” en D. González Cruz: Vírgenes, reinas y santas : modelos de mujer en el mundo hispano, Huelva, Universidad de Huelva, Servicio de Publicaciones, 2007, ps. 73-104.
[32] Carlos Pereyra Gómez: Cartas confidenciales de la Reina María Luisa y de don Manuel Godoy, Madrid, Aguilar, 1935. Wenceslao Ramírez de Villa-Urrutia, Marqués de Villa-Urrutia: La Reina María Luisa, esposa de Carlos lV. Madrid, Beltrán, 1927.
[33] Isabel Burdiel: Isabel II: no se puede reinar inocentemente, Madrid, Espasa Calpe, 2004.