MARÍA ÁNGELES PÉREZ SAMPER
Isabel de Farnesio reina de España: Símbolo, imagen y ceremonia
1. Mujer,
esposa y reina
El Diccionario de
Autoridades de la Real
Academia de la
Lengua , publicado en 1726, en pleno reinado de Felipe e
Isabel, daba varias definiciones de la palabra Reina: la esposa del rey, o la
que posee con derecho de propiedad un reino. Y en estilo cortesano y festivo se
llamaba así a cualquier mujer. Definía, pues, a la reina en primer lugar como
reina consorte, esposa del rey, en segundo lugar como reina propietaria de un
reino por derecho propio, y en tercer lugar, de manera figurada, como una
palabra de cortesía aplicada a una mujer. La definición es bien significativa.
En la España
de la época el primer significado de la palabra reina era esposa del rey.[1]
En el siglo XVIII la reina
sólo era reina junto al rey. La ley sálica, introducida en España desde 1713,
así lo establecía. La ley sálica era una ley de origen franco, que se había
establecido en Francia a partir de 1316, por la cual se anteponía el derecho de
todos los varones del linaje real a heredar el trono con preferencia a las
mujeres. El 10 de mayo de 1713 se promulgó el nuevo orden sucesorio, el “Nuevo
reglamento sobre la sucesión en estos Reinos”, que imponía la sucesión
masculina al trono, por orden de nacimiento.[2] Y así
fue a lo largo de la centuria. Las mujeres quedaban excluidas. No fueron reinas
por sí mismas, sólo reinas consortes, reinas como esposas del rey, y
ocasionalmente como madres del rey, en cuanto reina gobernadora, tal como
sucederá con Isabel Farnesio, entre la muerte de Fernando VI y la llegada a
España de su hijo Carlos III. La reina era la esposa del rey, su sombra, aunque
a veces llegara alcanzar enorme poder y más bien fuera el rey el que quedara en
ocasiones a la sombra de la reina, como sucedió con Felipe V.
En la oración fúnebre que
el obispo Adeodato Turchi pronunció en honor de la reina Isabel Farnesio, la
recordaba como una esposa devota, que no había hecho otra cosa desde su boda
que estudiar la naturaleza, el carácter, las tendencias de su esposo para
complacerle en todo, «hasta el extremo de ser parecida a él y cumplir así el
gran objetivo que fue establecido por Dios en el principio del mundo, cuando
dio la primera mujer al primer hombre como compañera».[3]
En
el siglo XVIII se veía a la esposa como compañera de su esposo. Esta idea
procedía de la Biblia ,
del Libro del Génesis, donde se explicaba que el hombre se hallaba muy solo en
el Paraíso y entonces Dios creó a la mujer, Eva, para ser compañera del varón,
Adán. En el mundo cristiano se pensaba, por tanto, que desde el origen de los
tiempos la mujer había sido creada como compañera del hombre. Si una esposa
debía, pues, acompañar a su marido, mucha mayor obligación tenía una reina,
para hacer compañía al hombre más solo que existía en aquella sociedad, el
monarca absoluto, situado él solo, por encima de todos los demás seres humanos,
solo ante la responsabilidad del poder, solo ante Dios. Isabel cumplió este
deber a la perfección. Fue la más fiel compañera que hubiera podido soñar
Felipe V, un hombre que no podía estar solo, que no tenía la fuerza de carácter
para asumir la soledad del trono.[4]
El duque de Saint-Simon nos ha dejado un
testimonio muy interesante y detallado de la vida cotidiana de los reyes, tal
como era durante su estancia en la corte de los años 1721 y 1722.[5]
Una vida en común la de Isabel y Felipe que era absoluta, no se separaban para
nada, lo que hacía el Rey lo hacía la
Reina , sin diferencia alguna. Compartían espacios y tiempos,
unidos siempre. Como explicaba Saint-Simon, a diferencia de lo que sucedía en
la corte de los Austrias, que tenían espacios separados y actividades
diferenciadas, organizados en la
Casa del Rey y la
Casa de la
Reina , Felipe e Isabel
no tienen nunca para ellos dos
más que un apartamento, las mismas piezas para el mismo uso, la misma mesa para
todo lo que ellos quieran hacer, y hacen siempre juntos las mismas cosas; no se
separan jamás más que para funciones cortas, raras, indispensables; sus audiencias
son casi siempre conjuntas, y, si hay que decirlo, sus sillas agujereadas están
en el mismo sitio. No salen nunca el uno sin el otro, van a los mismos lugares
y sea viaje o paseo es tête-à-tête, en una gran carroza.
Esta
unión, que no se deshacía de día, mucho menos de noche. A diferencia de lo que
era costumbre en otras cortes, Isabel y Felipe compartían la cama. «Duermen en
el mismo lecho [...] Es allí donde yo les he visto». Efectivamente los reyes,
siguiendo la costumbre de la corte de Versalles, muy extendida en el siglo
XVIII, recibían a ministros y embajadores de su confianza en el lecho, un lecho
que compartían muy estrechamente, pues era relativamente pequeño: «No tiene
cuatro pies de ancho; es de columnas y muy bajo». Esta intimidad no se rompía
nunca. Los reyes no se separaban tampoco en caso de estar enfermos:
Ha llegado a suceder que
han tenido los dos fiebre al mismo tiempo sin que hayan podido ser persuadidos
de dejar de dormir juntos, incluso haciendo poner otro lecho cerca del suyo [...]
El Rey estuvo gravemente enfermo hace cinco años y lo estuvo varios meses y la Reina durmió siempre en su
lecho; el Rey dormía con ella incluso durante sus partos, en cualquier tiempo
que fuera.[6]
Esta
asiduidad absoluta en el caso de Isabel llegaría a resultar casi heroica. Pasar
la vida, toda la vida, a todas horas, junto a un enfermo de depresión grave
como era Felipe V, había ser un desgaste terrible para ella. Debía luchar
constantemente para no ser arrastrada por su energía negativa. Había de mantenerlo
a él y mantenerse ella misma a flote, contra toda tentación de tristeza y
abandono, sin permitirse ni el más mínimo desfallecimiento. Isabel era una
mujer de ánimo esforzado, valiente, segura de sí misma, positiva, optimista. Lo
demostró siempre y no fue empresa fácil, porque fue puesta a prueba todos los
días de su vida. Lo que ella hizo por su esposo, convirtiéndose en su roca y su
escudo, fue realmente extraordinario. Peleó duramente día tras día, para
salvarlo de los abismos en que le sumía su terrible depresión, y si no
consiguió arrancarlo de su triste estado fue porque era algo imposible para
cualquiera, en una época en que los recursos médicos para curar la enfermedad
que padecía el rey no existían. Bastante hizo con aliviarle con su compañía,
siempre alegre y comprensiva, y con lograr mantenerse ella a salvo del
contagio.
La reina compartía la
realeza con el rey y entre sus responsabilidades peculiares una de las
principales era encarnar la cara amable del poder de la Corona. Si como mujer debía
ser, y era, afectuosa y respetuosa con su marido, como reina debía desempeñar
también un papel muy importante, debía ser mediadora entre el soberano y sus
súbditos, acercar al monarca a su pueblo, hacerlo amable y amado por sus
vasallos. El obispo de Parma destacaría en su oración fúnebre esa misión de una
reina y se la atribuiría a Isabel:
El buen éxito de los asuntos,
en boca de la Reina ,
todo se debía al Rey; los fallos a sí misma. De la clemencia del Rey obtenía
para los culpables gracia, para los miserables beneficencia, pero a quien
intentaba darle las gracias, solía decirle amablemente: A mí no deben darme las
gracias: id y dadle las gracias al Rey, porque él solo puede conceder gracias.[7]
Sin embargo, no fue precisamente Isabel la mujer ideal para desempeñar ese
papel. Era demasiado fuerte, demasiado enérgica y más que encarnar el rostro
amable del poder real, su figura encarnó en numerosas ocasiones, muy a su
pesar, el lado oscuro y negativo.
Isabel
se convirtió en reina desde el primer momento; antes incluso de llegar a
España, ya estaba decidida a asumir la realeza y a empuñar el timón del
gobierno. Todos los que la rodeaban, Alberoni en primer término, esperaban de
ella que lo hiciera, para bien propio de cada uno de ellos, pero también convencidos
de que era lo mejor para Felipe V y para España. Como escribía el abate a su
amigo y confidente el conde Rocca el 1 de octubre de 1714:
¡Dios quiera que ella se
aplique a gobernar! No es trabajo lo que le faltará: necesitará mucha
aplicación. Siempre he dicho que España, bien gobernada, puede hacer un buen
papel en el mundo. Lo que todavía es después no de años, sino de siglos de
abusos, es la prueba de lo que yo anuncio.[8]
Una vez que la princesa de
los Ursinos había sido radicalmente apartada y la unión de los regios esposos
quedó inmediatamente consolidada, el triunfo de Isabel Farnesio resultó total.
Su poder fue desde el primer momento inmenso. Este éxito, tan rápido y
absoluto, era tan grande que sorprendió a todos, incluso al propio Alberoni,
que decía en una de sus cartas: «Es astuta como una gitana y no sé dónde ha
aprendido todo esto que va diciendo y haciendo, cuando considero que sólo tiene
veintidós años, y ha sido criada entre cuatro paredes, sin tratar con nadie».[9]
Eran muchos los que
esperaban que Isabel influiría en el indeciso monarca, pero más difícil era
saber quién lograría influir en ella. Como escribía Pachan: «La reina gobernará
despóticamente al rey. Falta saber si ella se dejará gobernar y por quién».[10]
Los franceses estaban dispuestos a intentar mantener el ascendiente que tiempo
atrás habían disfrutado en la corte española, pero la hora de los franceses
había pasado. Había llegado la hora de los italianos. El puesto de consejero de
la reina estaba desde hacía tiempo reservado para un parmesano al que Isabel
debía mucho, el abate Alberoni. Desde 1715 el poder del abate ya resultaba
indiscutible. Un diplomático inglés en la corte madrileña, Doddington,
informaba a su gobierno sobre las claves del poder en la monarquía española: «He
visto al abate, que es un señor absoluto, porque ejerce una influencia
ilimitada cerca de la Reina ,
y de este modo con el Rey, que gusta poco de los negocios y que sólo hace la
voluntad de su mujer. Debo añadir que no veo aquí partido alguno que pueda
resistirle».[11]
En otra de sus misivas Doddington afirmaba: «La Reina es quien gobierna esta
nación».[12]
2.
Reinar y gobernar
Aunque en las monarquías
absolutas reinar y gobernar eran dos conceptos y dos prácticas que iban unidos,
dos vertientes indisolubles de una misma realidad, existían matices que
distinguían ambos términos. Reinar y gobernar eran dos facetas de la monarquía
que se ejercían con estilos distintos. Podría decirse que en la monarquía
española de la edad moderna primordialmente las reinas reinaban, pero no
gobernaban. Sólo de modo secundario y relativo se esperaba que la reina
asumiera el deber de reinar en el sentido de gobernar.
En el siglo XVIII seguía
vigente la imagen bíblica y clásica de “la heroína”, una mujer fuerte, una
reina valerosa, capaz de grandes proezas, que rige a su pueblo con voluntad
firme y le conduce a la victoria. Isabel de Farnesio fue el pilar de fortaleza
que sostuvo a su esposo durante toda su vida, sobre todo en aquellos momentos
en que su depresión le hundía en abismos de tristeza y debilidad. Un pilar de
fortaleza que sostuvo no sólo al rey, sino también al reino, empuñando el cetro
con total decisión y firmeza, con ánimo heroico, soportando todo el peso de la Corona y asumiendo todas
las responsabilidades del gobierno. La fortaleza de Isabel era una de sus
cualidades más regias. No en vano la fortaleza es una de las virtudes clásicas
del buen gobernante. En la oración fúnebre dicha en su honor en la catedral de
Barcelona, el predicador la comparaba con la reina Esther: «pero nuestra grande
heroína estaba de pié firme, y con constancia más que varonil cuando lloraba y
gemía una nación la más amante y amada de sus monarcas».[13]
En las monarquías
absolutas el rey reinaba y gobernaba, y en cuanto la reina era como el otro yo
del rey, también podía y en ciertos momentos debía reinar y también gobernar.
En ese sentido otras cualidades cobraban especial importancia, como la
sabiduría, la inteligencia, la experiencia, la prudencia, la justicia, la
templanza. Isabel poseía varias de ellas en grado elevado, especialmente la
inteligencia. Era una mujer inteligente, de ideas muy claras, con objetivos muy
exactamente definidos, sabía muy bien lo que quería y cómo conseguirlo. Lo cual
no quiere decir que esa inteligencia fuera siempre dirigida al bien común de
sus súbditos. Obedecía a la lógica del poder, conservarlo, aumentarlo, y
respondía a la perspectiva de una reina del absolutismo, la gloria de la
monarquía, el encumbramiento de la familia real y de la dinastía, en su caso Borbones
y Farnesios, por encima de todo el establecimiento de sus propios hijos. La
suya era una inteligencia natural, cultivada desde la niñez, que la experiencia
de gobierno, a partir del momento mismo de su boda con Felipe V, fue educando y
desarrollando. No tuvo éxito en todo y pagó e hizo pagar a su país y a sus
súbditos precios altísimos, pero el resultado final de su acción política
resultaría positivo, arrojaría, siempre desde la perspectiva de una soberana
del absolutismo, un balance triunfal.
Isabel,
que fue una perfecta esposa, pues amaba mucho a su marido y estaba muy
pendiente de agradarle, y fue una madre igualmente perfecta, fue, sobre todo,
una reina excepcional. Enérgica, voluntariosa, ambiciosa, su figura presidió
medio siglo de la historia de la monarquía española. Federico II de Prusia,
Federico el Grande, el rey “filósofo”, el rey guerrero, un rey que sabía lo que
era el poder y lo amaba con todas sus fuerzas, dedicó a Isabel Farnesio grandes
elogios. Destacaba su ambición: «hubiera querido gobernar el mundo entero; no podía
vivir más que en el trono». La definía como una reina dotada de «una fiereza
espartana, de una obstinación inglesa, de una fineza italiana y de una
vivacidad francesa». La consideraba una mujer singular, que «caminaba
audazmente hacia la culminación de sus planes, a la que nada sorprendía y a la
que nada podía detener».[14]
Jean Rousset, un refugiado
francés residente en Holanda, célebre publicista, redactor del Mercure historique et politique y autor
de una interesante obra sobre los intereses y las pretensiones de las potencias
europeas, publicada entre 1733 y 1741, consideraba la política desarrollada por
Isabel Farnesio como una política regida todavía por la razón de Estado
renacentista:
Hay razones muy sólidas – escribía
– que impulsan al gobierno español a mantener a la nación en movimiento
constante, haciendo seguir proyecto tras proyecto y empresa tras empresa. Es
preciso distraer al rey, ocupar a los grandes, es preciso ganar tiempo, a fin
de evitar un acontecimiento y, de esta manera, ver acercarse quizá otro que
procure una libertad de movimientos total.[15]
Según explica Rousset, la ambición de Isabel Farnesio, siguiendo la
tradición de la razón de Estado maquiavélica, hará brotar en Italia, el
escenario clásico para la fundación de “nuevos principados” al estilo de
Maquiavelo, una serie de nuevos estados dinásticos, creados para sus hijos. El
resultado de su política, calculadora y aventurera, será la disminución de la
presencia del Imperio en Italia y el regreso español, que paradójicamente no
hará a Italia volver al pasado sino avanzar hacia el futuro, pues no la hará
simplemente de nuevo más española, sino que acrecentará su carácter más
independiente, más nacional, la hará más italiana.
La reina que gobierna, la
reina heroína era una mujer excepcional para una ocasión excepcional. En las
monarquías del absolutismo ilustrado se recurría con mayor frecuencia a un
simbolismo más amable y suave. Reinar, para una reina, equivalía en la época,
más que a gobernar, a encarnar la institución monárquica prestándole una imagen
digna de ser amada y obedecida. Ganar el amor y la fidelidad de su marido, su
primera y principal tarea, debía completarse con ganar el amor y la fidelidad
de los súbditos para la
Corona. Se consideraba deber fundamental de la reina una
relación afectiva, que ligara más fuertemente que las leyes a la Corona con el pueblo, al
pueblo con la Corona.
Esta seducción de su pueblo se esperaba que la llevase a cabo
la reina de una manera “femenina”, presentando una imagen atractiva, que
atrajera a todos sus súbditos a través de su belleza y su afabilidad. La reina
debía ser el rostro hermoso y amable de la monarquía, que completara y
compensara el rostro duro y temible del poder. Mientras el rey ejercía un reinado
material, el de la reina debía ser preferentemente inmaterial, espiritual. El
rey reinaba sobre los cuerpos, la reina debería reinar sobre las almas.
Isabel
fue más eficaz gobernando que encarnando un símbolo de amor y devoción.
Precisamente porque ejerció el gobierno y se metió a fondo en política, perdió
su carisma como reina amada y respetada. Ni siquiera el prestigio de la realeza
la salvaguardaría de las luchas políticas, de los errores y fracasos de su
actuación. En la medida en que se implicó en la acción política se convirtió en
objeto de críticas y de oposición. Fue el escudo protector del rey y eso hizo
que hubiera de recibir muchos de los ataques que el monarca hubiera recibido de
haber actuado más solo, más personalmente. Pero Isabel amaba a su esposo y
amaba el poder lo suficiente para asumir ese riesgo de no ser amada y no tuvo
ningún problema en dar protección al rey y a su propio poder, a cualquier
precio.
Cuando
Felipe V caía en sus estados de postración, sobre todo en la última etapa del
reinado, la casi totalidad del peso del gobierno reposaba sobre los hombros de
Isabel y ella lo asumía con la ayuda de algunos ministros de su confianza. Pero
el papel de la reina no era fácil de interpretar. Isabel sabía que no podía
descuidarse ni un momento, debía estar pendiente siempre del rey, de su
carácter complicado, de sus frecuentes cambios de humor, que le llevaban de la
euforia al desánimo, y debía también mantenerse siempre vigilante frente al
mundo de la corte y sus intrigas y engaños, frente a los ministros, frente a
los generales, frente a los embajadores. Isabel era verdaderamente una
encarnación de la mujer fuerte de la
Biblia , sostenía al rey y sostenía al gobierno. El conde de
Rottembourg, embajador de Luis XV ante la corte española, que la conocía bien,
porque hubo de tratar con ella varios años, escribía en uno de sus informes a
Versalles: «La Reina
es la única capaz de tomar determinaciones viriles. Pero tiene que ser muy
diestra para vencer las terquedades del monarca. Con su habilidad siempre
obtiene éxito».[16]
Efectivamente, Isabel era muy poderosa, pero siempre debía mostrarse sumisa al
rey, pues Felipe V era muy celoso de sus prerrogativas reales y, aunque con
frecuencia hacía dejación de ellas durante los eclipses que padecía su
personalidad en las crisis de depresión, no toleraba que nadie, ni siquiera su
mujer, se apropiara de ellas. De ahí, la delicada posición de Isabel.
En
ocasiones la reina, a pesar de su fortaleza, mostraba pasajeramente algún
resquicio de vulnerabilidad. El mariscal de Noailles, que la trató asiduamente
durante su estancia en la corte de Madrid, no tenía una idea clara sobre su
talento político, creía que se había sobrevalorado su figura, estaba convencido
de su ambición y detectaba en ella un exceso de desconfianza. En 1746 Noailles
escribía a Luis XV:
Todavía no he tratado
con ella lo bastante para haber podido indagar profundamente en su carácter,
pero en general creo que pueden haberse excedido en los retratos que han hecho
de ella. Es mujer, tiene ambición, teme ser engañada y, en efecto, lo ha sido,
lo que le da desconfianza, que quizá lleva hasta el extremo.[17]
Pero era la opinión de un embajador
francés y después de las veces en que efectivamente Francia había engañado a la
reina era natural que ella mostrara desconfianza. Mujer fuerte, de una voluntad
de hierro, era más temida y admirada, que querida y respetada. Era una rival
formidable y una enemiga muy temible.
A
la reina se la acusaba con frecuencia de aislar al rey, pero la cuestión era compleja.
Al aislamiento que siempre provoca el poder, y más el poder absoluto, Felipe V
sumaba su carácter reservado y melancólico, que le inclinaba a un aislamiento
todavía mayor. Si Isabel contribuyó a este aislamiento no fue, desde luego, por
propia afición, pues a ella le gustaba la gente, disfrutaba brillando en el
centro de la sociedad cortesana y hubo de sacrificar sus propios gustos para
encerrarse con el rey en su círculo de soledad. Tal vez lo hizo por amor, para
satisfacer el deseo de su esposo por la privacidad, tal vez lo hizo por
ambición política, para lograr un mayor control sobre el monarca, apartándole
de cualquier otra influencia. En cualquier caso pagó un alto precio, el precio
de la soledad, de la incomprensión, de la crítica.
Ya
fuese para aislar al rey de determinados círculos madrileños, ya fuese para
distraerlo de su insoportable melancolía, Isabel trató de controlar su entorno
mediante el recurso a los frecuentes traslados de la corte por los diversos
Sitios Reales. Del Alcázar al Buen Retiro, de Aranjuez al Pardo, del Escorial
al nuevo palacio de La
Granja. Era un cambio agradable, representaba un mayor
contacto con la naturaleza y una variación de los escenarios cinegéticos, quizá
era también una táctica política, para seleccionar las personas que les
rodeaban, eligiendo a las más fieles y serviciales, y para decidir en cada
momento la posibilidad de acceso al rey de unos y otros, según las
circunstancias y las conveniencias. El monarca era la fuente del poder, la
proximidad significaba poder, la lejanía equivalía a marginación.
La reina Isabel, ayudada
por Alberoni, fue maestra en el arte de monopolizar a Felipe V, manteniendo
totalmente al rey para ellos y haciendo que resultara casi inaccesible para
todos los demás. Como observaba Saint-Simon:
Unida al principio con Alberoni
para gobernar, la Reina
le sirvió al ministro para anular los consejos y encerrar al rey hasta el punto
en que se halla, para no darle a nadie acceso […] Como la corte corrió la misma
suerte que los consejos, y las largas ausencias de Madrid, para estar más
solos, han sido obra de la reina y del cardenal por su común interés, la reina
se ha ganado el odio del público.[18]
Tras el fracaso del
intento de reconquistar Cerdeña y Sicilia, Alberoni desapareció del panorama
político. Pero Isabel continuó en el trono y siguió adelante con sus planes.
Alberoni había sido decisivo en el encumbramiento de la joven reina, pero no
era imprescindible. Isabel había sido una buena discípula y tenía la ventaja de
que su posición como reina era mucho más firme que la de un simple ministro. El
sistema de Isabel Farnesio sería duradero. Pasaron los ministros, Alberoni,
Ripperdá, Patiño, pero la reina continuaba junto al rey.
Isabel jugó el juego del
poder con todos los recursos de que disponía. Aunque con su esposo utilizó
siempre que le convino armas de mujer, actuó generalmente en política como un
hombre. Entró en la esfera del poder, que era esencialmente masculina, y siguió
el juego de acuerdo con las reglas establecidas en ese mundo. Como observaba
Saint-Simon, Isabel prefería el trato con hombres, mejor que con mujeres. Nunca
tuvo una favorita entre sus damas, al estilo de la amistad que la reina difunta
había mantenido con la princesa de los Ursinos. La excepción era su nodriza,
Laura Piscatori, que la había criado de niña y que la acompañó a España. A
Isabel no le gustaba rodearse de mujeres, vivir en un mundo femenino. Su mundo
era el mundo masculino, el mundo del poder. Y para ejercer el poder no bastará
su relación con el rey, será también fundamental su relación con los ministros,
una relación diferente, pero también muy estrecha, simbiótica. Alberoni,
Ripperdá, Patiño la utilizarán para llegar al rey y ella los utilizará para
obtener sus fines, bien fuese respecto al rey, como sobre todo respecto al
gobierno. Para los ministros el consentimiento de Isabel será importante, su
oposición será prácticamente insalvable.
Con el paso de los años
perdió muchas de sus armas femeninas, perdió la belleza de su juventud y la
esbeltez de su figura, por la edad, los numerosos embarazos y su afición a
comer mucho y bien. Pero nunca perdió su encanto, su energía y su ambición.
Isabel de Farnesio tenía personalidad, una personalidad a veces seductora, a
veces avasalladora. Amaba a su marido y amaba el poder. Su verdadero temor era
perderlos al quedarse viuda. Pero mientras el rey viviera, sería esposa y sería
reina. Y ella se ocupó de aprovechar la oportunidad al máximo.
3. El ceremonial de las audiencias
La figura de la reina no
se expresaba sólo a través del poder y del mando efectivo, muy importante era
también el mundo de los símbolos y de los rituales. El papel de la reina en las
ceremonias es otra perspectiva muy reveladora para entender su significado
dentro de la familia real y su imagen pública en relación con el pueblo. En el
siglo XVIII, con la
Monarquía borbónica, las reinas tuvieron mayor papel en el
ceremonial que en siglos anteriores. Muchas ceremonias reales las
protagonizaban juntos el rey y la reina. El simbolismo tendía a subrayar no la
persona individual como encarnación de la soberanía, sino la familia real,
destacando la importancia de la dinastía y del factor de continuidad de la
monarquía. El ritual presentaba a la reina como parte esencial e imprescindible
de la monarquía, como esposa del rey, como madre del futuro rey. Así, la pareja
real, muchas veces acompañada de sus hijos, el Príncipe heredero y los
infantes, participaba conjuntamente en casi todos los actos del ritual
cortesano y de las ceremonias realizadas en público. Entre las ceremonias más habituales de la corte destacaban las
audiencias. Manifestación concreta de poder y también símbolo expresivo de ese
poder, eran ocasiones para estrechar lazos entre los reyes y sus súbditos,
fórmulas de encuentro para aproximar la realeza al pueblo, el pueblo a la
realeza, medios de representación ante los enviados diplomáticos de los países
extranjeros. En ellas funcionaba tanto el contenido concreto de lo tratado como
la simbología y el ritual. En las audiencias, la Monarquía , encarnada en
los reyes, se mostraba ante la corte, ante la sociedad, ante el mundo.
En ocasiones estas
audiencias eran conjuntas, pero existían también otras audiencias en que la reina
era la única protagonista. Los motivos, como explica el duque de Saint-Simon,
eran muy variados y el ceremonial era también muy diverso, según fuesen
ordinarias o solemnes:
Son de muchas clases. Las públicas y las particulares de
ministros extranjeros; las particulares de personalidades, los besamanos de
Consejos, de Damas, de Grandes, de todo el mundo; la audiencia del Consejo de
Castilla, la del Presidente del Consejo, la que se da al público, y la de la
cobertura de los Grandes. Esta última y la audiencia pública de ministros
extranjeros son las mejores entre las ceremonias, así como los besamanos. La
hora de las audiencias de todas clases es casi únicamente por la mañana,
después de que el confesor haya salido del gabinete del Rey. Los que desean
audiencia particular, ministros extranjeros o personalidades, se dirigen al
Señor de la Roche
para solicitarla, y resulta mal visto si no se pide también para la Reina. Nadie , ni
siquiera si es por causa de fuerza mayor, aunque se sospeche, no gana nada con
su ausencia, y puede perder al indisponerse por ello y con el Rey todavía más.
En el transcurso de la audiencia todo
tenía importancia, cada gesto, cada palabra:
Durante la audiencia al duque
de Saint-Simon le llamaba particularmente la atención la naturalidad y encanto
del comportamiento de Isabel, siempre pendiente del Rey, pero también de la
persona a la que recibían:
No se puede explicar la mesura y discreción con la que la Reina se introduce en lo que
se dice y, después, insensiblemente comienza a llevar la palabra como si no la
llevara, a amenizar las cosas serias sin falta de decoro y sin salir de los
límites del justo medio en todo, lo que no puede ser más que el fruto de un
gran sentido de la justicia, de una continua aplicación y de un íntimo
conocimiento del Rey. Atenta a elogiarlo, a comunicarle todo, a anonadarse ante
él, sin embargo con dignidad, y a aliviarlo de todo, y ayudar también con
bondad al que se le concede la audiencia. Todas las audiencias que yo he tenido
han transcurrido sin moverse del mismo sitio, tanto si se trataba de materias
de audiencia, como cuando la conversación había tomado ventaja, algunas veces
iban de un lado a otro, para tener ocasión de mirar o de mostrar alguna cosa,
de tenerla, de llevarla o de cambiar de situación. Se está siempre como tercero
con ellos. Con sus súbditos o con los ministros extranjeros, todo transcurre
igual.[19]
Según el testimonio de los
políticos y diplomáticos de la época que habían tratado al regio matrimonio,
salvo en las etapas de mayor gravedad en la enfermedad del monarca, Felipe e
Isabel se hallaban siempre juntos en el despecho de los asuntos de Estado y en
las audiencias, y la reina se mostraba absolutamente dócil y sumisa hacia el
rey, no discrepando nunca directamente de sus opiniones y decisiones, haciendo
continuas manifestaciones de adhesión a su esposo, rechazando todo elogio hacia
ella y proclamando que su único interés y su único deseo era la gloria de su
esposo el rey y la gloria de España.
Esta actitud de sumisión y
de desinterés se veía contrarrestada, de manera muy sutil, por su influencia, a
través de sugerencias, comentarios o indicaciones muy leves, que sabía manejar
con gran habilidad, destreza y perseverancia, de manera que el rey no se diera
cuenta del efecto que ella perseguía. Renunciando al dominio directo y
evidente, Isabel era una consumada maestra en el arte de seducir y convencer a
su marido sin que pudiera ni siquiera percibir sus propósitos. Eran su claridad
de ideas y su tenacidad sin límites los dos instrumentos que, a pesar de
contrariedades y fracasos, le permitían a la larga conseguir el éxito. Sólo
cuando el rey caía en los estados de absoluta postración, era Isabel plenamente
reina y entonces ella, ella sola, podía gobernar abiertamente, sin trabas ni
cortapisas, siendo ella misma ante los ministros, ante los embajadores, ante
los cortesanos y ante todo el mundo.
4. Reina y madre
Si esencial era la imagen
de la reina como esposa del rey, igualmente esencial era la imagen de la reina
como madre del futuro rey. Ser madre era el destino de la gran mayoría de las
mujeres de la época. Como mujeres y como esposas su finalidad esencial era
formar una familia, tener hijos, dar hijos a su esposo. Si era así para
cualquier mujer casada, todavía mayor era el deber de ser madre para una reina.
Las reinas estaban al servicio de la
Corona , de la
Monarquía como institución, y de la Dinastía , la familia
real, el linaje regio. Su principal deber como mujeres, como esposas y como
reinas era, pues, ser madres, dar un heredero al trono, asegurar la continuidad
de la Monarquía ,
que era el carácter fundamental del sistema monárquico. Es lo que esperaba el
rey su esposo y era lo que esperaba el reino, lo que esperaban sus súbditos. La
reina, privada de la sucesión al trono por su condición de mujer a partir de la
ley sálica, precisamente por su condición de mujer era la que podía ser madre y
dar continuidad a la
Corona. Aunque la reina en este aspecto no era diferente de
las demás mujeres, la obligación de la reina era infinitamente mayor que la de
cualquier mujer corriente. Su maternidad estaba trascendida, iba mucho más allá
del ámbito personal y familiar, afectaba no a una familia cualquiera, sino a
una dinastía de siglos, no a un grupo de personas, sino a pueblos enteros.
Isabel de Farnesio debía garantizar la sucesión, para el rey, Felipe V, para la
dinastía, la borbónica, y para la
Monarquía española.
Como ser madre era
obligación esencial de una reina, su fecundidad era un dato fundamental ya a la
hora de ser elegida. El tema era objeto de averiguaciones y comentarios en
todas las cortes antes y después del matrimonio. La Princesa Palatina ,
cuñada de Luis XIV, resaltaba en una de sus cartas las buenas perspectivas de
la joven princesa parmesana que iba a convertirse en reina de España:
No es posible que la princesa
de Parma sea infecunda, pues no lo son las mujeres italianas, pero sí las de
Portugal, que cesan de tener hijos muy pronto; éstas son todas núbiles a los
nueve años, pero no las damas italianas y además Madame su madre es una condesa
palatina, las cuales raramente dejan de quedarse embarazadas.[20]
Como la misión esencial de una reina era dar un heredero a la Corona , incluso a riesgo de
su salud y de su vida, si la reina no conseguía tener un hijo se consideraba
que había incumplido su principal deber y generalmente se la culpaba a
ella. Para muchas mujeres de la época y
también para las reinas las largas series de embarazos y partos representaban
un grave peligro. Isabel Farnesio tuvo suerte en ese aspecto, pues tuvo en
general buenos embarazos y dio a luz con relativa facilidad.
María Luisa Gabriela de
Saboya, la primera esposa de Felipe V, había cumplido como reina teniendo
varios hijos. Isabel Farnesio cumplió también con su deber de dar descendencia
a la Corona. Ella
era perfectamente consciente de ese deber primordial, como mujer cristiana y
como reina. Según escribía a su madre en una carta del 3 de febrero de 1715, al
poco de llegar a España, su obligación era: «fare un figlio in capo a nove mesi».[21]
Y así lo haría inmediatamente, pues se quedaría embarazada aquella misma
primavera. Aunque la sucesión estaba, en principio, asegurada por los hijos del
primer matrimonio del rey, Isabel tuvo una familia numerosa de siete hijos, a los
que se esforzó en colocar en buenos puestos, consiguiendo el triunfo de ver
finalmente a su hijo primogénito en el trono español. Momento culminante de la
vida de Isabel fue el nacimiento de su primogénito, Carlos, el 20 de enero de
1716, en el viejo Alcázar de Madrid. Sus cuatro hijos y tres hijas nacieron en
el siguiente orden: después de Carlos en 1716, Francisco en 1717, el único que
no llegó a la edad adulta, porque sólo vivió treinta y seis días, María Ana
Victoria en 1718, Felipe en 1720, María Teresa en 1726, Luis Antonio en 1727 y
María Antonia en 1729.
Madre prolífica y
protectora era la imagen primordial de una soberana. Isabel será una gran
madre, que se desvelará por sus hijos, tratando de conseguir para ellos el más
alto destino. Para ello no reparará en medios. Presionará sin cesar al rey y a
los ministros para orientar la política española en la dirección conveniente a
sus intereses. No importaba el coste ni los riesgos. Por su causa España
entrará en sucesivas guerras y combinaciones diplomáticas de la época, siempre
en busca de un trono para los hijos de la reina. Y múltiples negociaciones
internacionales tratarán de conseguir las mejores alianzas matrimoniales para
los infantes. Como destacaba Saint Simon, «sentía pasión por sus hijos, por
cariño y por razón, y estaba dispuesta a intervenir en todo lo que fuera
menester para facilitarles grandes establecimientos».[22]
5. Sin rey y sin reino
Isabel de Farnesio disfrutó de un largo
reinado de más de treinta años, desde 1714 a 1746, salvo el breve paréntesis de la
abdicación de Felipe V en su hijo Luis I, en 1724. Si duro fue para ella perder
el trono durante aquellos pocos meses, más duro resultaría perderlo
definitivamente. El 9 de julio de 1746 Isabel perdió a su rey y a su reino.
Felipe V murió en los brazos de su esposa, en el palacio de Buen Retiro de
Madrid, a los sesenta y dos años de edad, tras un largo reinado de casi medio
siglo. El momento tan temido había llegado. Isabel se había quedado viuda, sin
esposo, y había dejado de ser reina, se había quedado sin su rey y sin su
reino. Estaba sola. Isabel había experimentado una doble pérdida. No tenía
esposo, no tenía reino. Desde el comienzo de su matrimonio este temor había
planeado sobre ella. Sabía perfectamente que a su pérdida personal se uniría la
pérdida política. Como escribía un jurista italiano de la época:
Si Felipe aborrece el reinar,
Isabel Farnesio su consorte y princesa de alto y sublime espíritu, ambiciona el
reino, tanto como el rey Felipe lo esquiva y lo detesta. Incluso más, no sólo la Reina de España ama, como
todos los hombres aman, el reinar, pero teme hasta el espanto quedarse sin
reino, en el caso que quedase viuda.[23]
Tras el episodio de la abdicación, la vida le había concedido a Isabel una
segunda oportunidad de ser reina; tras la muerte de su esposo, no le quedaban
esperanzas, una tercera oportunidad resultaba casi impensable.
La reina, cuando moría el rey, dejaba de
ser reina. Seguía viva como mujer, pero como reina moría junto al rey. La reina
viuda era una figura excepcional, pues sólo era reina en cuanto lo había sido,
pero ya no lo era. Podría decirse que sobrevivía como persona a su condición de
reina. De acuerdo con el planteamiento conceptual de la época, «los reyes dos
veces mueren porque dos veces viven. Viven una vez para el reino y viven otra
vez para sí. Y al contrario, mueren cuando dejan de reinar y mueren cuando
dejan de vivir». Era la vieja teoría medieval de los dos cuerpos del rey.
Normalmente las dos muertes del rey coincidían, salvo cuando se producía una
abdicación o un destronamiento. Pero en las reinas la doble muerte no
coincidía. A veces morían antes que el rey y entonces el problema no se
planteaba, pero otras veces le sobrevivían y entonces morían como reinas en el
momento en que moría el rey y morían como personas cierto tiempo después. Este
intervalo solía ser muy penoso.
Todas las reinas sentían
gran preocupación ante su viudedad. Pasaban de ser el centro de todo a quedar
más o menos marginadas. Este alejamiento del poder y el relativo estado de
precariedad económica en que muchas reinas viudas debían sobrevivir al perder
al marido, sobre todo cuando no habían tenido un hijo que sucediera a su padre
en el trono, generaba gran inquietud en la mayoría de las soberanas. A
diferencia de los reyes, que podían volver a casarse en caso de enviudar, era
muy raro en el siglo XVIII que una reina viuda volviera a contraer matrimonio.
Dejaba de ser reina, dejaba de ser esposa, y no siempre se convertía en reina
madre. Perdía su poder y su posición y quedaba relegada a una situación
secundaria, casi marginal en la corte, sobre todo en un caso como el de Isabel
Farnesio, que no era un hijo suyo el heredero del trono, sino otro hijo del
primer matrimonio del rey, con el que no se llevaba bien.
Isabel tuvo que dejar la corte. De
acuerdo con las órdenes reales, eligió como residencia el palacio de La Granja , la residencia
favorita de su difunto esposo, donde se hallaba enterrado. El viaje de Madrid a
San Ildefonso nada tendría que ver con las alegres jornadas reales de años
atrás, más bien recordaría al último viaje de Felipe V, ya muerto, camino de su
tumba. El embajador Vaureal, testigo de la marcha de Isabel hacia La Granja de San Ildefonso,
escribía: «He visto muchas pompas fúnebres, pero no he visto nada que me haya
hecho tan fuerte impresión. Me ha parecido que era un vivo yendo a su
enterramiento».[24]
El cambio en la vida de
Isabel había sido absoluto. Isabel lo había sido todo y ahora no era apenas
nada. Tras tantos años intensos de disfrutar del poder, unos años en que
dominaba la acción, le había llegado el tiempo del retiro y de la reflexión.
Isabel pensaba, recordaba, planeaba, soñaba. El Conde de Fernán-Núñez recordaba
en su biografía de Carlos III la triste vida de Isabel Farnesio en aquellos años,
«lo que necesariamente había sufrido en los doce años que pasó en San
Ildefonso, donde la adulación a los nuevos soberanos hacía que poco a poco se
fueran olvidando de ella y que pocos o nadie la visitasen».[25]
Pero aparte de la realidad
concreta de su vida, Isabel seguía siendo un símbolo. Le tocaba encarnar ahora
el ejemplo de la reina viuda. Resulta muy significativa la interpretación que
el padre Flórez hace de la viudedad de Isabel, muy interesante para comprender
la imagen ideal de la reina viuda, una reina retirada del mundo cortesano,
consagrada a honrar la memoria de su esposo, dedicada a hacer el bien:
Mantuvo Dios a la Reina N.S. después de aquel ultimo pesar (la
muerte de Felipe V), para dar al mundo un nuevo asombroso ejemplo en su viudez,
observándola en el retiro de San Ildefonso al lado de su amado monarca, con tan
rara constancia, desprendimiento, y abstracción aun de los jardines de aquel
Real Sitio, que con dificultad podrá hallarse semejante en otra soberana, y la
nuestra servirá de ejemplar en los anales de la posteridad para cuantas vivan
en los siglos venideros. En aquel rígido tenor de encerramiento, superior al de
las religiosas mas austeras, vivió S.M. por espacio de mas de trece años,
haciendo tantos bienes a los habitadores de aquel Real Sitio […] surtiéndoles
S.M. de todo como madre.[26]
6. De nuevo Reina
Encerrada en La Granja , Isabel Farnesio
esperaba. Esperaba, día tras día, el fin del reinado de Fernando VI. Fernando y
Bárbara no habían tenido hijos y eso suponía que el heredero de la monarquía
española era Don Carlos. Cada día que pasaba, si nada lo impedía, su amado hijo
estaba más cerca del trono y ella deseaba más que nada en el mundo poder
contemplar ese día, «ese otro día en que reinaría otro sol». Pasó una década,
pero el ánimo de Isabel no decayó. Ella sabía que de modo inexorable el día
esperado se iba acercando, que antes o después llegaría a La Granja la noticia que
esperaba y ella quería estar allí para recibirla. Y la madrugada del día 10 de
agosto de 1759 murió Fernando VI. Isabel recibió la noticia en La Granja sin manifestar
sentimiento alguno. Su ambición estaba colmada. Isabel, como en 1724, de nuevo
resucitaba de sus cenizas. Un diplomático francés, el barón de Bourgoing,
señalaba la metamorfosis que experimentó la reina en aquel momento:
Muerta para el mundo y hasta
para la luz del día, parecía no ocuparse más que de su salud y de la salvación
de su alma; cuando en 1759 la muerte de Fernando VI y la subida al trono de su
hijo Carlos III, a la sazón rey de Nápoles, despertaron en el fondo de su
corazón las ambiciones dormidas.[27]
Doña Isabel, que tenía ya
sesenta y siete años, tuvo oportunidad de desempeñar un último papel
protagonista. Volvió a ser reina, reina gobernadora, y vio a su hijo
predilecto, Carlos, convertido en rey de España. Difícilmente podía obtener
premio mayor a los desvelos de toda su vida. Con enorme satisfacción Isabel
Farnesio recuperó el poder en 1759
a la muerte de Fernando VI, como gobernadora del reino
hasta la llegada de su hijo Carlos III. Era una nueva oportunidad, la tercera y
última, que generosamente le era concedida. Lejos quedaba en el tiempo su
llegada al trono en el momento de su boda en 1714, el regreso de 1724, pero
seguramente estaban aquellos días muy cercanos en su memoria. Como señalaba el
padre Flórez: «Por tres veces colocó Dios a V.M. en el Real Solio, como que se
complacía en verla reinar. ¿De que otra Soberana contaría la Historia , lo que solo se
ha visto en V.M?»[28]
Isabel volvía reinar y muy
pronto vería de nuevo a su hijo predilecto, convertido en rey. Tras casi tres
décadas de separación, por fin se iban a reunir madre e hijo. Era el 9 de
diciembre de 1759. El conde de Fernán Núñez, testigo presencial de la llegada
del nuevo rey, relató el momento en que bajo una lluvia torrencial vio al
monarca descender del carruaje ante el palacio de Buen Retiro. Allí le esperaba
su madre Isabel Farnesio, de la que se había despedido en Sevilla casi treinta
años antes:
De nuevo madre e hijo estaban juntos. Su
propio destino real y el destino real que doña Isabel había soñado para su hijo
Carlos se habían cumplido con creces.
El reinado de Carlos III comenzó
bajo los mejores augurios, pero pronto surgieron problemas. Su política
reformista no fue comprendida por la mayoría y suscitó fuerte oposición. En
marzo de 1766 el motín contra Esquilache pareció poner en peligro no sólo las
reformas, sino incluso el mismo trono. El motín se inició en Madrid el 23 de
marzo de 1766, domingo de Ramos. Los amotinados reclamaban la presencia del rey
y don Carlos no tuvo más remedio que ceder a lo que consideraba una
humillación. Salió al balcón del palacio real y dio su público consentimiento a
las peticiones. Carlos III, monarca absoluto e ilustrado, convencido de su
dignidad real y de su papel de padre de su pueblo, que desde su punto de vista
le debía amor, respeto y fidelidad, jamás olvidaría ese momento. Algo indefinible
se rompió en la comunicación entre el Rey y el pueblo a partir de aquel día. La
jornada del 24 terminó sin más violencias. Pero el rey no se fiaba. Aquella
misma noche Carlos III, humillado e indignado, tomó la resolución de abandonar
Madrid y retirarse a Aranjuez. La reina, siempre decidida y muy celosa de la
dignidad real, aconsejó a su hijo que no abandonara la capital, pero él no
siguió su consejo. El temor pudo más.[30]
Para Isabel de Farnesio la
vergonzosa marcha de la familia real, que abandonó Madrid en plena noche, el 24
de marzo de 1766, para refugiarse en el Real Sitio de Aranjuez, debió ser una
dura prueba, como madre y como reina. Escapar secretamente en la oscuridad de
la noche no era la solución más honrosa y a ella no debió gustarle nada que su
hijo se dejara llevar por el pánico de aquella manera. Fernán Núñez explicaba
las vicisitudes de aquella salida que más parecía una huída que otra cosa:
No creyendo S.M. conveniente a su decoro el permanecer
por más tiempo en Madrid, y deseando castigar a sus habitantes, determinó
retirarse a Aranjuez aquella misma noche, y habiendo dado todas las
providencias con el mayor secreto, salió con toda su Real familia por las
bóvedas de Palacio, y tomando los coches fuera de la Puerta de San Vicente, se dirigió
a Aranjuez, donde había hecho marchar las guardias walonas para su guardia.
Como los callejones bajos eran estrechos, fue preciso cortar las varas a la
silla de la Reina
madre, que usaba siempre de ella, para que pudiese pasar. Pero con todo, salió
e hizo su viaje como los demás, aunque dicen que nada omitió para empeñar al
Rey a que no lo ejecutase.[31]
Isabel Farnesio hubo de vivir aquella
noche incómoda y humillante. Difícil debió ser para su dignidad de reina y
también para su instinto político aceptar aquella salida vergonzante. Nunca
volvería a Madrid. Ella, que había entrado solemnemente en la capital de su
reino medio siglo antes, en medio de fiestas y aclamaciones, debió abandonarla
para siempre, de manera clandestina, en medio de un motín.
Parecía que todas las
esperanzas puestas en el reinado de Carlos III se estaban derrumbando. El
dolor, la confusión y la impotencia que estos acontecimientos debieron producir
en la anciana reina es fácil de imaginar. Se estaba destruyendo su gran obra y
ella ya no podía hacer nada. Doña Isabel moriría poco tiempo después, como si
el disgusto por lo sucedido le hubiera resultado demasiado difícil de superar,
según apuntaba el Conde de Fernán Núñez.[32] En el
mismo sentido se manifestaría Tanucci en una carta al embajador de Nápoles en
Madrid, afirmando que el fallecimiento de la reina madre fue «fruto de la
perversa y criminal sublevación de Madrid».[33]
Se hallaba la reina en
Aranjuez cuando le sobrevino su última enfermedad. En junio de aquel año 1766
su estado era muy preocupante. Falleció el 11 de julio de 1766, veinte años
después de su esposo el rey Felipe V. La Gaceta de Madrid del 15 de julio daba la
noticia oficial de su muerte, glosando su figura como esposa, madre y reina:
El día 11 de este mes, a las nueve y cuarto de la mañana,
murió en el palacio de Aranjuez la Reina Madre nuestra Señora Doña Isabel Farnesio,
a los setenta y tres años, ocho meses y dieciséis días de su edad, rodeada y
llorada de sus amados hijos y tiernos nietos, y principalmente del jefe y
cabeza de todos su reverente hijo el Rey nuestro Señor Don Carlos III, que Dios
guarde. Casó esta ilustre Reina en el año de 1714 con nuestro invicto Monarca
Don Felipe V, que tuvo de su matrimonio al Rey nuestro Señor, al difunto
Infante Don Felipe, Duque de Parma, padre de nuestra adorada Princesa, al
Infante Don Luis, a la
Infanta Doña María Ana, ahora Reina de Portugal, a la Infanta Doña María
Teresa, que murió Delfina de Francia, y a la Infanta Doña María
Antonia, actual Duquesa de Saboya. Quedará eterna memoria en los españoles de la Reina Doña Isabel
Farnesio, por su religión, piedad, discreción y agrado, y en el orbe entero por
el valor, constancia y singular talento que mostró, compañera inseparable de
nuestro gran rey su esposo en sus gloriosas empresas y heroicas acciones.[34]
7. Símbolo y ejemplo
En cuanto reina, reina
consorte, reina viuda, reina gobernadora, reina madre, Isabel de Farnesio
revistió su persona de la condición de símbolo. Perdió su condición personal y
privada para encarnar una figura institucional. Isabel era una persona, pero
era también una reina. Y ambas vertientes del personaje, a veces se
diferenciaban, pero eran una sola. En la esfera de la realeza lo privado y lo
público se fundían. Isabel, como reina, era un símbolo que encarnaba un papel
institucional, su imagen era un icono, debía representar a una reina, en todo,
desde la manera de vestir a la manera de comportarse. Su vida no era una vida cualquiera,
era la vida de una reina y estaba marcada por las reglas de la etiqueta de la
mañana a la noche, todos los días de su vida, en las ceremonias públicas y en
los momentos más íntimos. Su vida estaba perfectamente regulada y establecida,
apenas había lugar para la improvisación, la espontaneidad o el capricho. Hacía
en cada momento lo que debía hacer como reina, no lo que quería hacer como
persona particular. Sus momentos de privacidad y de libertad eran muy pocos y
se hallaban siempre dentro de unos límites. No podía desprenderse nunca de su
condición real.
Isabel de Farnesio, como
esposa y reina del primero de los Borbones, ocupando el trono español durante
más de treinta años, contribuyó decisivamente a construir con su ejemplo el
modelo de una reina borbónica. Era una persona concreta, con sus virtudes y sus
defectos, pero a través de ella, de su vida, de su manera de actuar, se fue
creando la reina como figura institucional.[35] Para
comprender a Isabel es preciso situar su vida en esa intersección entre el
ideal y la realidad, hay que saber en qué consistía ser reina en una monarquía
del absolutismo ilustrado, cuál era el modelo de reina en la Europa del siglo XVIII,
para saber verdaderamente cómo fue ella como persona y como reina. La figura de
la reina se enmarcaba en la historia del poder, en la historia política, se movía
por las vías más institucionalizadas, pero también por otras vías más
informales, era una figura política, no sólo por su poder material sino todavía
más por su poder inmaterial. Su principal papel lo desempeñaba a través de la
expresión simbólica del poder, menos tangible pero también muy eficaz. Desde
esa perspectiva la imagen de la reina tenía una enorme importancia.
La reina lo era en cuanto
esposa, en cuanto consorte y esa realidad se reflejaba claramente en los
símbolos, imágenes y representaciones, con que la reina era evocada y aludida.
Tan importante como la de esposa era su imagen como madre. La imagen matriarcal
que se presenta en algunos retratos de madurez, como el de la familia de Felipe
V de Van Loo, es la más fiel expresión de la imagen maternal de la Reina , madre de familia,
madre de sus súbditos.
La reina encarnaba también
una imagen del poder, significaba la participación de la mujer en el mundo del
poder, un mundo masculino en el que las mujeres también tuvieron una presencia
importante, mucho más importante de lo que revelaban las leyes y las simples
apariencias, tal vez porque el rey acaparaba toda la atención, mientras que la
reina quedaba en la sombra, porque se prestaba más atención a las leyes e
instituciones que a la práctica cotidiana del poder. Las ideas y las prácticas
de poder utilizadas por Isabel Farnesio ilustran sobre el modo de ejercer el
poder en la época, actuando en ocasiones según el modo masculino y en otras
aprovechando las tácticas y estrategias propias de su condición femenina. La
suya era una manera singular de encarnar la realeza y de pensar y actuar en el
gobierno. Como reflejo de su poder e influencia, la corona tenía un gran
protagonismo en los retratos de Isabel Farnesio, ya en el primero realizado en
Parma, como en los posteriores realizados por Van Loo.
La reina era presentada
como modelo y ejemplo para sus súbditos. La monarquía tenía un gran poder
simbólico como modelo a seguir por la sociedad. La ejemplaridad de la Monarquía era su
capital más importante. En ella radicaba su prestigio y en ella residía gran
parte de su poder. Una monarquía que no fuera ejemplar, no sería respetada, ni
obedecida, perdería una parte fundamental de su esencia. Se esperaba y deseaba
que la Reina
fuera un modelo para su familia y para todos sus súbditos. El retrato de Isabel
Farnesio por el duque de Saint-Simon, un verdadero experto en realeza, resulta
bien ilustrativo de lo que se consideraba adecuado para una soberana, gracia,
encanto, poder de seducción. Polémica y discutida, precisamente por querer ser
reina y ejercer su realeza, Isabel de Farnesio, pese a todo, supo encarnar
magistralmente el papel que le asignó la historia como reina de España. Fue una
gran reina, una de las reinas más poderosas e influyentes de los siglos
modernos, en la monarquía española y en toda Europa.
[2] Novísima
Recopilación de las Leyes de España, Libro III, Título I, Ley V.
[3] Adeodato Turchi, vescovo
di Parma, Orazione funebre in lode di
S.M. Elisabetta Farnese regina delle Spagne recitata il 22 dicembre 1766 in occasione dei
solenni funerali celebrati nella chiesa dei Cappucini in Parma, Parma 1767.
[4] M.A. Pérez Samper, Isabel
de Farnesio, Barcelona 2003.
[5] Duc de Saint-Simon, Papiers inédits. Lettres et Dépêches sur l´Ambassade d´Espagne. Tableau de
la Cour
d´Espagne en 1721, Introduction par É. Drumont, París 1880, pp. 363-373.
[6] Duc de Saint-Simon, Mémoires, ed. de Y. Coirault, Paris,
Bibliothéque de la Pléiade ,
1986, vol. VI, p. 1071.
[7] Turchi, Orazione funebre.
[8] É. Bourgeois, Lettres intimes du cardinal Alberoni adressées au comte I. Rocca,
París 1893, p. 341.
[9] Citado por M. Mafrici, Fascino e potere di una regina. Elisabetta Farnese sulla scena europea
(1715-1759), Cava de´ Tirreni 1999, p. 163.
[10] A. Baudrillart, Felipe V y la Corte de Francia, tomo.
I, Felipe V y Luis XIV, ed. de C.
Cremades, Murcia, 2001, p. 491.
[11] É. Bourgeois, La diplomatie secrète au XVIII siècle, vol.
II, París, 1909, p. 176. W. Coxe, L´Espagne
sous les rois de la maison de Bourbon, vol. II, París 1827, p. 252, traducción española: España bajo el reinado de la
Casa de Borbón, Madrid 1846, 4 vols.
[13] Don Fr. Joseph Gregorio de Montero y de Alós, Oración fúnebre que en las solemnes exequias
y funeral con que la fidelísima ciudad de Barcelona honró la amable y venerable
memoria de la
Augustísima Señora Doña Isabel de Farnesio, Duquesa de Parma
y Reina de las Españas (que Dios haya), madre del Augustísimo Señor Don Carlos
III nuestro muy amado monarcha (que Dios guarde), dixo en la Iglesia Cathedral
de Barcelona, estando presentes el M. Ilustre Aiuntamiento, el dia 27 de
setiembre de 1766, Barcelona 1766, pp. 9-10.
[14] Federico II de
Prusia, Histoire de mon temps, en Oeuvres de Fédèric le Grand, 2 vols,
Berlin 1846, Capítulo I, Introducción.
[15] J. Rousset, Preuves des
intérêts présents et les prétentions des puissances de l´Europe, La Haya , 1741, vol. I, pp. 627-631, citado por Friedrich Meinecke, La idea de la razón de Estado en la edad
moderna, Madrid 1983, p. 274.
[16] Citado por Coxe, L´Espagne sous les rois, vol. III, p.
60.
[17] Noailles a Luis XV,
30 de abril de 1746, citado por Baudrillart, Felipe V, vol. I, p. 410.
[18] Saint-Simon, Retrato
de la Reina de
España, 1722, Mémoires, vol. VI,
p. 1120.
[20] Lettres de la princesse Palatine 1672-1722, prefacio de P.
Gascar, ed. de O. Amiel, París, 1999, pp. 507-508. Fontainebleau 2 de
septiembre de 1714.
[21] Archivio di Stato di Parma,
Casa e corte Farnesiana, b. 41, fasc. 4. Carta de 3 de febrero de 1715.
[22] Saint-Simon, Retrato de la Reina
de España, 1722. Mémoires, vol.
VI, pp. 1120-1123.
[23] Paolo Mattia Doria, Il Politico moderno ovvero il Politico a la
moda di mente adeguato e pratico. Con alcune considerazioni intorno al
ministero del Sig. Cardinale di Fleury, Napoli, Biblioteca Nazionale, Brancacciano,VD
III, 8, f .
50v.
[24] Citado por P.
Erlanger, Philippe V d´Espagne, un roi
baroque exclave des femmes, París 1978, p. 397.
[25] Conde de
Fernán-Núñez, Vida de Carlos III,
Madrid 1988, pp. 92-93.
[26] Padre Enrique Flórez,
Memorias de las Reynas Catholicas,
Historia Genealogica de la
Casa Real de Castilla, y de Leon, Todos los Infantes: trages
de las Reynas en Estampas: y nuevo aspecto de la Historia de España,
vol. II, Madrid 1761, p. 1004.
[27] Barón de Bourgoing, Un paseo por España, en J. García
Mercadal, Viajes de extranjeros por
España y Portugal, tomo III, Madrid 1962, p. 952.
[28] Flórez, Memorias
de las Reynas Catholicas, vol. I, Dedicatoria.
[29] Fernán-Núñez, Vida de Carlos III, vol. I, pp. 148-151.
[31] Fernán-Núñez, Vida de Carlos III, pp. 201-202.
[32] Fernán-Núñez, Vida de Carlos III, p. 206.
[35] M.A. Pérez Samper, “La figura de la Reina en la nueva Monarquía Borbónica” en Felipe V de Borbón, 1701-1746. Estudios de
Historia Moderna, Colección “Maior”, nº 19, Córdoba, Universidad de
Córdoba, 2002, ps. 273-317.
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