viernes, 18 de enero de 2013

Isabel de Farnesio reina de España: Símbolo, imagen y ceremonia


MARÍA ÁNGELES PÉREZ SAMPER                            
Isabel de Farnesio reina de España:   Símbolo, imagen y ceremonia

                                                                                             

1. Mujer, esposa y reina
            El Diccionario de Autoridades de la Real Academia de la Lengua, publicado en 1726, en pleno reinado de Felipe e Isabel, daba varias definiciones de la palabra Reina: la esposa del rey, o la que posee con derecho de propiedad un reino. Y en estilo cortesano y festivo se llamaba así a cualquier mujer. Definía, pues, a la reina en primer lugar como reina consorte, esposa del rey, en segundo lugar como reina propietaria de un reino por derecho propio, y en tercer lugar, de manera figurada, como una palabra de cortesía aplicada a una mujer. La definición es bien significativa. En la España de la época el primer significado de la palabra reina era esposa del rey.[1]
            En el siglo XVIII la reina sólo era reina junto al rey. La ley sálica, introducida en España desde 1713, así lo establecía. La ley sálica era una ley de origen franco, que se había establecido en Francia a partir de 1316, por la cual se anteponía el derecho de todos los varones del linaje real a heredar el trono con preferencia a las mujeres. El 10 de mayo de 1713 se promulgó el nuevo orden sucesorio, el “Nuevo reglamento sobre la sucesión en estos Reinos”, que imponía la sucesión masculina al trono, por orden de nacimiento.[2] Y así fue a lo largo de la centuria. Las mujeres quedaban excluidas. No fueron reinas por sí mismas, sólo reinas consortes, reinas como esposas del rey, y ocasionalmente como madres del rey, en cuanto reina gobernadora, tal como sucederá con Isabel Farnesio, entre la muerte de Fernando VI y la llegada a España de su hijo Carlos III. La reina era la esposa del rey, su sombra, aunque a veces llegara alcanzar enorme poder y más bien fuera el rey el que quedara en ocasiones a la sombra de la reina, como sucedió con Felipe V.
            En la oración fúnebre que el obispo Adeodato Turchi pronunció en honor de la reina Isabel Farnesio, la recordaba como una esposa devota, que no había hecho otra cosa desde su boda que estudiar la naturaleza, el carácter, las tendencias de su esposo para complacerle en todo, «hasta el extremo de ser parecida a él y cumplir así el gran objetivo que fue establecido por Dios en el principio del mundo, cuando dio la primera mujer al primer hombre como compañera».[3]
            En el siglo XVIII se veía a la esposa como compañera de su esposo. Esta idea procedía de la Biblia, del Libro del Génesis, donde se explicaba que el hombre se hallaba muy solo en el Paraíso y entonces Dios creó a la mujer, Eva, para ser compañera del varón, Adán. En el mundo cristiano se pensaba, por tanto, que desde el origen de los tiempos la mujer había sido creada como compañera del hombre. Si una esposa debía, pues, acompañar a su marido, mucha mayor obligación tenía una reina, para hacer compañía al hombre más solo que existía en aquella sociedad, el monarca absoluto, situado él solo, por encima de todos los demás seres humanos, solo ante la responsabilidad del poder, solo ante Dios. Isabel cumplió este deber a la perfección. Fue la más fiel compañera que hubiera podido soñar Felipe V, un hombre que no podía estar solo, que no tenía la fuerza de carácter para asumir la soledad del trono.[4]
El duque de Saint-Simon nos ha dejado un testimonio muy interesante y detallado de la vida cotidiana de los reyes, tal como era durante su estancia en la corte de los años 1721 y 1722.[5] Una vida en común la de Isabel y Felipe que era absoluta, no se separaban para nada, lo que hacía el Rey lo hacía la Reina, sin diferencia alguna. Compartían espacios y tiempos, unidos siempre. Como explicaba Saint-Simon, a diferencia de lo que sucedía en la corte de los Austrias, que tenían espacios separados y actividades diferenciadas, organizados en la Casa del Rey y la Casa de la Reina, Felipe e Isabel
no tienen nunca para ellos dos más que un apartamento, las mismas piezas para el mismo uso, la misma mesa para todo lo que ellos quieran hacer, y hacen siempre juntos las mismas cosas; no se separan jamás más que para funciones cortas, raras, indispensables; sus audiencias son casi siempre conjuntas, y, si hay que decirlo, sus sillas agujereadas están en el mismo sitio. No salen nunca el uno sin el otro, van a los mismos lugares y sea viaje o paseo es tête-à-tête, en una gran carroza.
            Esta unión, que no se deshacía de día, mucho menos de noche. A diferencia de lo que era costumbre en otras cortes, Isabel y Felipe compartían la cama. «Duermen en el mismo lecho [...] Es allí donde yo les he visto». Efectivamente los reyes, siguiendo la costumbre de la corte de Versalles, muy extendida en el siglo XVIII, recibían a ministros y embajadores de su confianza en el lecho, un lecho que compartían muy estrechamente, pues era relativamente pequeño: «No tiene cuatro pies de ancho; es de columnas y muy bajo». Esta intimidad no se rompía nunca. Los reyes no se separaban tampoco en caso de estar enfermos:
Ha llegado a suceder que han tenido los dos fiebre al mismo tiempo sin que hayan podido ser persuadidos de dejar de dormir juntos, incluso haciendo poner otro lecho cerca del suyo [...] El Rey estuvo gravemente enfermo hace cinco años y lo estuvo varios meses y la Reina durmió siempre en su lecho; el Rey dormía con ella incluso durante sus partos, en cualquier tiempo que fuera.[6]
            Esta asiduidad absoluta en el caso de Isabel llegaría a resultar casi heroica. Pasar la vida, toda la vida, a todas horas, junto a un enfermo de depresión grave como era Felipe V, había ser un desgaste terrible para ella. Debía luchar constantemente para no ser arrastrada por su energía negativa. Había de mantenerlo a él y mantenerse ella misma a flote, contra toda tentación de tristeza y abandono, sin permitirse ni el más mínimo desfallecimiento. Isabel era una mujer de ánimo esforzado, valiente, segura de sí misma, positiva, optimista. Lo demostró siempre y no fue empresa fácil, porque fue puesta a prueba todos los días de su vida. Lo que ella hizo por su esposo, convirtiéndose en su roca y su escudo, fue realmente extraordinario. Peleó duramente día tras día, para salvarlo de los abismos en que le sumía su terrible depresión, y si no consiguió arrancarlo de su triste estado fue porque era algo imposible para cualquiera, en una época en que los recursos médicos para curar la enfermedad que padecía el rey no existían. Bastante hizo con aliviarle con su compañía, siempre alegre y comprensiva, y con lograr mantenerse ella a salvo del contagio.
            La reina compartía la realeza con el rey y entre sus responsabilidades peculiares una de las principales era encarnar la cara amable del poder de la Corona. Si como mujer debía ser, y era, afectuosa y respetuosa con su marido, como reina debía desempeñar también un papel muy importante, debía ser mediadora entre el soberano y sus súbditos, acercar al monarca a su pueblo, hacerlo amable y amado por sus vasallos. El obispo de Parma destacaría en su oración fúnebre esa misión de una reina y se la atribuiría a Isabel:
El buen éxito de los asuntos, en boca de la Reina, todo se debía al Rey; los fallos a sí misma. De la clemencia del Rey obtenía para los culpables gracia, para los miserables beneficencia, pero a quien intentaba darle las gracias, solía decirle amablemente: A mí no deben darme las gracias: id y dadle las gracias al Rey, porque él solo puede conceder gracias.[7]
Sin embargo, no fue precisamente Isabel la mujer ideal para desempeñar ese papel. Era demasiado fuerte, demasiado enérgica y más que encarnar el rostro amable del poder real, su figura encarnó en numerosas ocasiones, muy a su pesar, el lado oscuro y negativo.
            Isabel se convirtió en reina desde el primer momento; antes incluso de llegar a España, ya estaba decidida a asumir la realeza y a empuñar el timón del gobierno. Todos los que la rodeaban, Alberoni en primer término, esperaban de ella que lo hiciera, para bien propio de cada uno de ellos, pero también convencidos de que era lo mejor para Felipe V y para España. Como escribía el abate a su amigo y confidente el conde Rocca el 1 de octubre de 1714:
¡Dios quiera que ella se aplique a gobernar! No es trabajo lo que le faltará: necesitará mucha aplicación. Siempre he dicho que España, bien gobernada, puede hacer un buen papel en el mundo. Lo que todavía es después no de años, sino de siglos de abusos, es la prueba de lo que yo anuncio.[8]
            Una vez que la princesa de los Ursinos había sido radicalmente apartada y la unión de los regios esposos quedó inmediatamente consolidada, el triunfo de Isabel Farnesio resultó total. Su poder fue desde el primer momento inmenso. Este éxito, tan rápido y absoluto, era tan grande que sorprendió a todos, incluso al propio Alberoni, que decía en una de sus cartas: «Es astuta como una gitana y no sé dónde ha aprendido todo esto que va diciendo y haciendo, cuando considero que sólo tiene veintidós años, y ha sido criada entre cuatro paredes, sin tratar con nadie».[9]
            Eran muchos los que esperaban que Isabel influiría en el indeciso monarca, pero más difícil era saber quién lograría influir en ella. Como escribía Pachan: «La reina gobernará despóticamente al rey. Falta saber si ella se dejará gobernar y por quién».[10] Los franceses estaban dispuestos a intentar mantener el ascendiente que tiempo atrás habían disfrutado en la corte española, pero la hora de los franceses había pasado. Había llegado la hora de los italianos. El puesto de consejero de la reina estaba desde hacía tiempo reservado para un parmesano al que Isabel debía mucho, el abate Alberoni. Desde 1715 el poder del abate ya resultaba indiscutible. Un diplomático inglés en la corte madrileña, Doddington, informaba a su gobierno sobre las claves del poder en la monarquía española: «He visto al abate, que es un señor absoluto, porque ejerce una influencia ilimitada cerca de la Reina, y de este modo con el Rey, que gusta poco de los negocios y que sólo hace la voluntad de su mujer. Debo añadir que no veo aquí partido alguno que pueda resistirle».[11] En otra de sus misivas Doddington afirmaba: «La Reina es quien gobierna esta nación».[12]

2. Reinar y gobernar
            Aunque en las monarquías absolutas reinar y gobernar eran dos conceptos y dos prácticas que iban unidos, dos vertientes indisolubles de una misma realidad, existían matices que distinguían ambos términos. Reinar y gobernar eran dos facetas de la monarquía que se ejercían con estilos distintos. Podría decirse que en la monarquía española de la edad moderna primordialmente las reinas reinaban, pero no gobernaban. Sólo de modo secundario y relativo se esperaba que la reina asumiera el deber de reinar en el sentido de gobernar.
            En el siglo XVIII seguía vigente la imagen bíblica y clásica de “la heroína”, una mujer fuerte, una reina valerosa, capaz de grandes proezas, que rige a su pueblo con voluntad firme y le conduce a la victoria. Isabel de Farnesio fue el pilar de fortaleza que sostuvo a su esposo durante toda su vida, sobre todo en aquellos momentos en que su depresión le hundía en abismos de tristeza y debilidad. Un pilar de fortaleza que sostuvo no sólo al rey, sino también al reino, empuñando el cetro con total decisión y firmeza, con ánimo heroico, soportando todo el peso de la Corona y asumiendo todas las responsabilidades del gobierno. La fortaleza de Isabel era una de sus cualidades más regias. No en vano la fortaleza es una de las virtudes clásicas del buen gobernante. En la oración fúnebre dicha en su honor en la catedral de Barcelona, el predicador la comparaba con la reina Esther: «pero nuestra grande heroína estaba de pié firme, y con constancia más que varonil cuando lloraba y gemía una nación la más amante y amada de sus monarcas».[13]
            En las monarquías absolutas el rey reinaba y gobernaba, y en cuanto la reina era como el otro yo del rey, también podía y en ciertos momentos debía reinar y también gobernar. En ese sentido otras cualidades cobraban especial importancia, como la sabiduría, la inteligencia, la experiencia, la prudencia, la justicia, la templanza. Isabel poseía varias de ellas en grado elevado, especialmente la inteligencia. Era una mujer inteligente, de ideas muy claras, con objetivos muy exactamente definidos, sabía muy bien lo que quería y cómo conseguirlo. Lo cual no quiere decir que esa inteligencia fuera siempre dirigida al bien común de sus súbditos. Obedecía a la lógica del poder, conservarlo, aumentarlo, y respondía a la perspectiva de una reina del absolutismo, la gloria de la monarquía, el encumbramiento de la familia real y de la dinastía, en su caso Borbones y Farnesios, por encima de todo el establecimiento de sus propios hijos. La suya era una inteligencia natural, cultivada desde la niñez, que la experiencia de gobierno, a partir del momento mismo de su boda con Felipe V, fue educando y desarrollando. No tuvo éxito en todo y pagó e hizo pagar a su país y a sus súbditos precios altísimos, pero el resultado final de su acción política resultaría positivo, arrojaría, siempre desde la perspectiva de una soberana del absolutismo, un balance triunfal.
            Isabel, que fue una perfecta esposa, pues amaba mucho a su marido y estaba muy pendiente de agradarle, y fue una madre igualmente perfecta, fue, sobre todo, una reina excepcional. Enérgica, voluntariosa, ambiciosa, su figura presidió medio siglo de la historia de la monarquía española. Federico II de Prusia, Federico el Grande, el rey “filósofo”, el rey guerrero, un rey que sabía lo que era el poder y lo amaba con todas sus fuerzas, dedicó a Isabel Farnesio grandes elogios. Destacaba su ambición: «hubiera querido gobernar el mundo entero; no podía vivir más que en el trono». La definía como una reina dotada de «una fiereza espartana, de una obstinación inglesa, de una fineza italiana y de una vivacidad francesa». La consideraba una mujer singular, que «caminaba audazmente hacia la culminación de sus planes, a la que nada sorprendía y a la que nada podía detener».[14]
            Jean Rousset, un refugiado francés residente en Holanda, célebre publicista, redactor del Mercure historique et politique y autor de una interesante obra sobre los intereses y las pretensiones de las potencias europeas, publicada entre 1733 y 1741, consideraba la política desarrollada por Isabel Farnesio como una política regida todavía por la razón de Estado renacentista:
Hay razones muy sólidas – escribía – que impulsan al gobierno español a mantener a la nación en movimiento constante, haciendo seguir proyecto tras proyecto y empresa tras empresa. Es preciso distraer al rey, ocupar a los grandes, es preciso ganar tiempo, a fin de evitar un acontecimiento y, de esta manera, ver acercarse quizá otro que procure una libertad de movimientos total.[15]
Según explica Rousset, la ambición de Isabel Farnesio, siguiendo la tradición de la razón de Estado maquiavélica, hará brotar en Italia, el escenario clásico para la fundación de “nuevos principados” al estilo de Maquiavelo, una serie de nuevos estados dinásticos, creados para sus hijos. El resultado de su política, calculadora y aventurera, será la disminución de la presencia del Imperio en Italia y el regreso español, que paradójicamente no hará a Italia volver al pasado sino avanzar hacia el futuro, pues no la hará simplemente de nuevo más española, sino que acrecentará su carácter más independiente, más nacional, la hará más italiana.
            La reina que gobierna, la reina heroína era una mujer excepcional para una ocasión excepcional. En las monarquías del absolutismo ilustrado se recurría con mayor frecuencia a un simbolismo más amable y suave. Reinar, para una reina, equivalía en la época, más que a gobernar, a encarnar la institución monárquica prestándole una imagen digna de ser amada y obedecida. Ganar el amor y la fidelidad de su marido, su primera y principal tarea, debía completarse con ganar el amor y la fidelidad de los súbditos para la Corona. Se consideraba deber fundamental de la reina una relación afectiva, que ligara más fuertemente que las leyes a la Corona con el pueblo, al pueblo con la Corona. Esta seducción de su pueblo se esperaba que la llevase a cabo la reina de una manera “femenina”, presentando una imagen atractiva, que atrajera a todos sus súbditos a través de su belleza y su afabilidad. La reina debía ser el rostro hermoso y amable de la monarquía, que completara y compensara el rostro duro y temible del poder. Mientras el rey ejercía un reinado material, el de la reina debía ser preferentemente inmaterial, espiritual. El rey reinaba sobre los cuerpos, la reina debería reinar sobre las almas.
            Isabel fue más eficaz gobernando que encarnando un símbolo de amor y devoción. Precisamente porque ejerció el gobierno y se metió a fondo en política, perdió su carisma como reina amada y respetada. Ni siquiera el prestigio de la realeza la salvaguardaría de las luchas políticas, de los errores y fracasos de su actuación. En la medida en que se implicó en la acción política se convirtió en objeto de críticas y de oposición. Fue el escudo protector del rey y eso hizo que hubiera de recibir muchos de los ataques que el monarca hubiera recibido de haber actuado más solo, más personalmente. Pero Isabel amaba a su esposo y amaba el poder lo suficiente para asumir ese riesgo de no ser amada y no tuvo ningún problema en dar protección al rey y a su propio poder, a cualquier precio.
            Cuando Felipe V caía en sus estados de postración, sobre todo en la última etapa del reinado, la casi totalidad del peso del gobierno reposaba sobre los hombros de Isabel y ella lo asumía con la ayuda de algunos ministros de su confianza. Pero el papel de la reina no era fácil de interpretar. Isabel sabía que no podía descuidarse ni un momento, debía estar pendiente siempre del rey, de su carácter complicado, de sus frecuentes cambios de humor, que le llevaban de la euforia al desánimo, y debía también mantenerse siempre vigilante frente al mundo de la corte y sus intrigas y engaños, frente a los ministros, frente a los generales, frente a los embajadores. Isabel era verdaderamente una encarnación de la mujer fuerte de la Biblia, sostenía al rey y sostenía al gobierno. El conde de Rottembourg, embajador de Luis XV ante la corte española, que la conocía bien, porque hubo de tratar con ella varios años, escribía en uno de sus informes a Versalles: «La Reina es la única capaz de tomar determinaciones viriles. Pero tiene que ser muy diestra para vencer las terquedades del monarca. Con su habilidad siempre obtiene éxito».[16] Efectivamente, Isabel era muy poderosa, pero siempre debía mostrarse sumisa al rey, pues Felipe V era muy celoso de sus prerrogativas reales y, aunque con frecuencia hacía dejación de ellas durante los eclipses que padecía su personalidad en las crisis de depresión, no toleraba que nadie, ni siquiera su mujer, se apropiara de ellas. De ahí, la delicada posición de Isabel.
            En ocasiones la reina, a pesar de su fortaleza, mostraba pasajeramente algún resquicio de vulnerabilidad. El mariscal de Noailles, que la trató asiduamente durante su estancia en la corte de Madrid, no tenía una idea clara sobre su talento político, creía que se había sobrevalorado su figura, estaba convencido de su ambición y detectaba en ella un exceso de desconfianza. En 1746 Noailles escribía a Luis XV:
Todavía no he tratado con ella lo bastante para haber podido indagar profundamente en su carácter, pero en general creo que pueden haberse excedido en los retratos que han hecho de ella. Es mujer, tiene ambición, teme ser engañada y, en efecto, lo ha sido, lo que le da desconfianza, que quizá lleva hasta el extremo.[17]
Pero era la opinión de un embajador francés y después de las veces en que efectivamente Francia había engañado a la reina era natural que ella mostrara desconfianza. Mujer fuerte, de una voluntad de hierro, era más temida y admirada, que querida y respetada. Era una rival formidable y una enemiga muy temible.
            A la reina se la acusaba con frecuencia de aislar al rey, pero la cuestión era compleja. Al aislamiento que siempre provoca el poder, y más el poder absoluto, Felipe V sumaba su carácter reservado y melancólico, que le inclinaba a un aislamiento todavía mayor. Si Isabel contribuyó a este aislamiento no fue, desde luego, por propia afición, pues a ella le gustaba la gente, disfrutaba brillando en el centro de la sociedad cortesana y hubo de sacrificar sus propios gustos para encerrarse con el rey en su círculo de soledad. Tal vez lo hizo por amor, para satisfacer el deseo de su esposo por la privacidad, tal vez lo hizo por ambición política, para lograr un mayor control sobre el monarca, apartándole de cualquier otra influencia. En cualquier caso pagó un alto precio, el precio de la soledad, de la incomprensión, de la crítica.
            Ya fuese para aislar al rey de determinados círculos madrileños, ya fuese para distraerlo de su insoportable melancolía, Isabel trató de controlar su entorno mediante el recurso a los frecuentes traslados de la corte por los diversos Sitios Reales. Del Alcázar al Buen Retiro, de Aranjuez al Pardo, del Escorial al nuevo palacio de La Granja. Era un cambio agradable, representaba un mayor contacto con la naturaleza y una variación de los escenarios cinegéticos, quizá era también una táctica política, para seleccionar las personas que les rodeaban, eligiendo a las más fieles y serviciales, y para decidir en cada momento la posibilidad de acceso al rey de unos y otros, según las circunstancias y las conveniencias. El monarca era la fuente del poder, la proximidad significaba poder, la lejanía equivalía a marginación.
            La reina Isabel, ayudada por Alberoni, fue maestra en el arte de monopolizar a Felipe V, manteniendo totalmente al rey para ellos y haciendo que resultara casi inaccesible para todos los demás. Como observaba Saint-Simon:
Unida al principio con Alberoni para gobernar, la Reina le sirvió al ministro para anular los consejos y encerrar al rey hasta el punto en que se halla, para no darle a nadie acceso […] Como la corte corrió la misma suerte que los consejos, y las largas ausencias de Madrid, para estar más solos, han sido obra de la reina y del cardenal por su común interés, la reina se ha ganado el odio del público.[18]
            Tras el fracaso del intento de reconquistar Cerdeña y Sicilia, Alberoni desapareció del panorama político. Pero Isabel continuó en el trono y siguió adelante con sus planes. Alberoni había sido decisivo en el encumbramiento de la joven reina, pero no era imprescindible. Isabel había sido una buena discípula y tenía la ventaja de que su posición como reina era mucho más firme que la de un simple ministro. El sistema de Isabel Farnesio sería duradero. Pasaron los ministros, Alberoni, Ripperdá, Patiño, pero la reina continuaba junto al rey.
            Isabel jugó el juego del poder con todos los recursos de que disponía. Aunque con su esposo utilizó siempre que le convino armas de mujer, actuó generalmente en política como un hombre. Entró en la esfera del poder, que era esencialmente masculina, y siguió el juego de acuerdo con las reglas establecidas en ese mundo. Como observaba Saint-Simon, Isabel prefería el trato con hombres, mejor que con mujeres. Nunca tuvo una favorita entre sus damas, al estilo de la amistad que la reina difunta había mantenido con la princesa de los Ursinos. La excepción era su nodriza, Laura Piscatori, que la había criado de niña y que la acompañó a España. A Isabel no le gustaba rodearse de mujeres, vivir en un mundo femenino. Su mundo era el mundo masculino, el mundo del poder. Y para ejercer el poder no bastará su relación con el rey, será también fundamental su relación con los ministros, una relación diferente, pero también muy estrecha, simbiótica. Alberoni, Ripperdá, Patiño la utilizarán para llegar al rey y ella los utilizará para obtener sus fines, bien fuese respecto al rey, como sobre todo respecto al gobierno. Para los ministros el consentimiento de Isabel será importante, su oposición será prácticamente insalvable.
            Con el paso de los años perdió muchas de sus armas femeninas, perdió la belleza de su juventud y la esbeltez de su figura, por la edad, los numerosos embarazos y su afición a comer mucho y bien. Pero nunca perdió su encanto, su energía y su ambición. Isabel de Farnesio tenía personalidad, una personalidad a veces seductora, a veces avasalladora. Amaba a su marido y amaba el poder. Su verdadero temor era perderlos al quedarse viuda. Pero mientras el rey viviera, sería esposa y sería reina. Y ella se ocupó de aprovechar la oportunidad al máximo.

3. El ceremonial de las audiencias
            La figura de la reina no se expresaba sólo a través del poder y del mando efectivo, muy importante era también el mundo de los símbolos y de los rituales. El papel de la reina en las ceremonias es otra perspectiva muy reveladora para entender su significado dentro de la familia real y su imagen pública en relación con el pueblo. En el siglo XVIII, con la Monarquía borbónica, las reinas tuvieron mayor papel en el ceremonial que en siglos anteriores. Muchas ceremonias reales las protagonizaban juntos el rey y la reina. El simbolismo tendía a subrayar no la persona individual como encarnación de la soberanía, sino la familia real, destacando la importancia de la dinastía y del factor de continuidad de la monarquía. El ritual presentaba a la reina como parte esencial e imprescindible de la monarquía, como esposa del rey, como madre del futuro rey. Así, la pareja real, muchas veces acompañada de sus hijos, el Príncipe heredero y los infantes, participaba conjuntamente en casi todos los actos del ritual cortesano y de las ceremonias realizadas en público. Entre las ceremonias más habituales de la corte destacaban las audiencias. Manifestación concreta de poder y también símbolo expresivo de ese poder, eran ocasiones para estrechar lazos entre los reyes y sus súbditos, fórmulas de encuentro para aproximar la realeza al pueblo, el pueblo a la realeza, medios de representación ante los enviados diplomáticos de los países extranjeros. En ellas funcionaba tanto el contenido concreto de lo tratado como la simbología y el ritual. En las audiencias, la Monarquía, encarnada en los reyes, se mostraba ante la corte, ante la sociedad, ante el mundo.
            En ocasiones estas audiencias eran conjuntas, pero existían también otras audiencias en que la reina era la única protagonista. Los motivos, como explica el duque de Saint-Simon, eran muy variados y el ceremonial era también muy diverso, según fuesen ordinarias o solemnes:
Son de muchas clases. Las públicas y las particulares de ministros extranjeros; las particulares de personalidades, los besamanos de Consejos, de Damas, de Grandes, de todo el mundo; la audiencia del Consejo de Castilla, la del Presidente del Consejo, la que se da al público, y la de la cobertura de los Grandes. Esta última y la audiencia pública de ministros extranjeros son las mejores entre las ceremonias, así como los besamanos. La hora de las audiencias de todas clases es casi únicamente por la mañana, después de que el confesor haya salido del gabinete del Rey. Los que desean audiencia particular, ministros extranjeros o personalidades, se dirigen al Señor de la Roche para solicitarla, y resulta mal visto si no se pide también para la Reina. Nadie, ni siquiera si es por causa de fuerza mayor, aunque se sospeche, no gana nada con su ausencia, y puede perder al indisponerse por ello y con el Rey todavía más.
En el transcurso de la audiencia todo tenía importancia, cada gesto, cada palabra:
La Roche advierte al que ha de tener la audiencia, el día y la hora. Uno de los tres criados interiores va a llamarle abajo, al salón público; entra y poco después La Roche va a la puerta y llama en voz alta al que debe entrar. Cuando está dentro, La Roche sale y cierra la puerta. El gabinete es suficientemente grande para dar un baile, un largo cuadrado, trabajado y torneado con perfección, muy luminoso y magnífico. Al entrar, se tiene al Rey y a la Reina enfrente. Están en el otro extremo, juntos, y nada delante ni detrás de ellos. Se les hacen tres reverencias muy profundas, al verlos, a media distancia y cerca de ellos. Los Reyes no se mueven, el Rey se halla descubierto y no se cubre. Se tiene el gusto de decir todo lo que se quiera. Es raro que el Rey se comprometa en sus respuestas. Con frecuencia solicita más información sobre lo que se le dice y hace intervenir a la Reina. Entonces es cuando se está más cómodo. Todas mis audiencias se volvían, después, una conversación con la Reina, en la que el Rey participaba. El inicio era siempre glacial, muy grave y todavía más embarazoso, sin que hubiera otra causa que la natural. El Rey cambia con frecuencia de pie para apoyarse, se afirma sobre los dos, tose a medias, sin necesidad; vuelve solamente la cabeza hacia la Reina, y cuando quiere despedirse, sus movimientos aumentan y acaban de ordinario por tirarle dulcemente de la falda. Entonces ella termina la audiencia. Uno se retira con las mismas reverencias, pero de la primera a la segunda se va hacia atrás. Abre uno mismo la puerta, sale y la cierra, y el Rey y la Reina están mientras tanto en el mismo lugar.
            Durante la audiencia al duque de Saint-Simon le llamaba particularmente la atención la naturalidad y encanto del comportamiento de Isabel, siempre pendiente del Rey, pero también de la persona a la que recibían:
No se puede explicar la mesura y discreción con la que la Reina se introduce en lo que se dice y, después, insensiblemente comienza a llevar la palabra como si no la llevara, a amenizar las cosas serias sin falta de decoro y sin salir de los límites del justo medio en todo, lo que no puede ser más que el fruto de un gran sentido de la justicia, de una continua aplicación y de un íntimo conocimiento del Rey. Atenta a elogiarlo, a comunicarle todo, a anonadarse ante él, sin embargo con dignidad, y a aliviarlo de todo, y ayudar también con bondad al que se le concede la audiencia. Todas las audiencias que yo he tenido han transcurrido sin moverse del mismo sitio, tanto si se trataba de materias de audiencia, como cuando la conversación había tomado ventaja, algunas veces iban de un lado a otro, para tener ocasión de mirar o de mostrar alguna cosa, de tenerla, de llevarla o de cambiar de situación. Se está siempre como tercero con ellos. Con sus súbditos o con los ministros extranjeros, todo transcurre igual.[19]
            Según el testimonio de los políticos y diplomáticos de la época que habían tratado al regio matrimonio, salvo en las etapas de mayor gravedad en la enfermedad del monarca, Felipe e Isabel se hallaban siempre juntos en el despecho de los asuntos de Estado y en las audiencias, y la reina se mostraba absolutamente dócil y sumisa hacia el rey, no discrepando nunca directamente de sus opiniones y decisiones, haciendo continuas manifestaciones de adhesión a su esposo, rechazando todo elogio hacia ella y proclamando que su único interés y su único deseo era la gloria de su esposo el rey y la gloria de España.
            Esta actitud de sumisión y de desinterés se veía contrarrestada, de manera muy sutil, por su influencia, a través de sugerencias, comentarios o indicaciones muy leves, que sabía manejar con gran habilidad, destreza y perseverancia, de manera que el rey no se diera cuenta del efecto que ella perseguía. Renunciando al dominio directo y evidente, Isabel era una consumada maestra en el arte de seducir y convencer a su marido sin que pudiera ni siquiera percibir sus propósitos. Eran su claridad de ideas y su tenacidad sin límites los dos instrumentos que, a pesar de contrariedades y fracasos, le permitían a la larga conseguir el éxito. Sólo cuando el rey caía en los estados de absoluta postración, era Isabel plenamente reina y entonces ella, ella sola, podía gobernar abiertamente, sin trabas ni cortapisas, siendo ella misma ante los ministros, ante los embajadores, ante los cortesanos y ante todo el mundo.

4. Reina y madre
            Si esencial era la imagen de la reina como esposa del rey, igualmente esencial era la imagen de la reina como madre del futuro rey. Ser madre era el destino de la gran mayoría de las mujeres de la época. Como mujeres y como esposas su finalidad esencial era formar una familia, tener hijos, dar hijos a su esposo. Si era así para cualquier mujer casada, todavía mayor era el deber de ser madre para una reina. Las reinas estaban al servicio de la Corona, de la Monarquía como institución, y de la Dinastía, la familia real, el linaje regio. Su principal deber como mujeres, como esposas y como reinas era, pues, ser madres, dar un heredero al trono, asegurar la continuidad de la Monarquía, que era el carácter fundamental del sistema monárquico. Es lo que esperaba el rey su esposo y era lo que esperaba el reino, lo que esperaban sus súbditos. La reina, privada de la sucesión al trono por su condición de mujer a partir de la ley sálica, precisamente por su condición de mujer era la que podía ser madre y dar continuidad a la Corona. Aunque la reina en este aspecto no era diferente de las demás mujeres, la obligación de la reina era infinitamente mayor que la de cualquier mujer corriente. Su maternidad estaba trascendida, iba mucho más allá del ámbito personal y familiar, afectaba no a una familia cualquiera, sino a una dinastía de siglos, no a un grupo de personas, sino a pueblos enteros. Isabel de Farnesio debía garantizar la sucesión, para el rey, Felipe V, para la dinastía, la borbónica, y para la Monarquía española.
            Como ser madre era obligación esencial de una reina, su fecundidad era un dato fundamental ya a la hora de ser elegida. El tema era objeto de averiguaciones y comentarios en todas las cortes antes y después del matrimonio. La Princesa Palatina, cuñada de Luis XIV, resaltaba en una de sus cartas las buenas perspectivas de la joven princesa parmesana que iba a convertirse en reina de España:
No es posible que la princesa de Parma sea infecunda, pues no lo son las mujeres italianas, pero sí las de Portugal, que cesan de tener hijos muy pronto; éstas son todas núbiles a los nueve años, pero no las damas italianas y además Madame su madre es una condesa palatina, las cuales raramente dejan de quedarse embarazadas.[20]
Como la misión esencial de una reina era dar un heredero a la Corona, incluso a riesgo de su salud y de su vida, si la reina no conseguía tener un hijo se consideraba que había incumplido su principal deber y generalmente se la culpaba a ella.  Para muchas mujeres de la época y también para las reinas las largas series de embarazos y partos representaban un grave peligro. Isabel Farnesio tuvo suerte en ese aspecto, pues tuvo en general buenos embarazos y dio a luz con relativa facilidad.
            María Luisa Gabriela de Saboya, la primera esposa de Felipe V, había cumplido como reina teniendo varios hijos. Isabel Farnesio cumplió también con su deber de dar descendencia a la Corona. Ella era perfectamente consciente de ese deber primordial, como mujer cristiana y como reina. Según escribía a su madre en una carta del 3 de febrero de 1715, al poco de llegar a España, su obligación era: «fare un figlio in capo a nove mesi».[21] Y así lo haría inmediatamente, pues se quedaría embarazada aquella misma primavera. Aunque la sucesión estaba, en principio, asegurada por los hijos del primer matrimonio del rey, Isabel tuvo una familia numerosa de siete hijos, a los que se esforzó en colocar en buenos puestos, consiguiendo el triunfo de ver finalmente a su hijo primogénito en el trono español. Momento culminante de la vida de Isabel fue el nacimiento de su primogénito, Carlos, el 20 de enero de 1716, en el viejo Alcázar de Madrid. Sus cuatro hijos y tres hijas nacieron en el siguiente orden: después de Carlos en 1716, Francisco en 1717, el único que no llegó a la edad adulta, porque sólo vivió treinta y seis días, María Ana Victoria en 1718, Felipe en 1720, María Teresa en 1726, Luis Antonio en 1727 y María Antonia  en 1729.
            Madre prolífica y protectora era la imagen primordial de una soberana. Isabel será una gran madre, que se desvelará por sus hijos, tratando de conseguir para ellos el más alto destino. Para ello no reparará en medios. Presionará sin cesar al rey y a los ministros para orientar la política española en la dirección conveniente a sus intereses. No importaba el coste ni los riesgos. Por su causa España entrará en sucesivas guerras y combinaciones diplomáticas de la época, siempre en busca de un trono para los hijos de la reina. Y múltiples negociaciones internacionales tratarán de conseguir las mejores alianzas matrimoniales para los infantes. Como destacaba Saint Simon, «sentía pasión por sus hijos, por cariño y por razón, y estaba dispuesta a intervenir en todo lo que fuera menester para facilitarles grandes establecimientos».[22]

5. Sin rey y sin reino
Isabel de Farnesio disfrutó de un largo reinado de más de treinta años, desde 1714 a 1746, salvo el breve paréntesis de la abdicación de Felipe V en su hijo Luis I, en 1724. Si duro fue para ella perder el trono durante aquellos pocos meses, más duro resultaría perderlo definitivamente. El 9 de julio de 1746 Isabel perdió a su rey y a su reino. Felipe V murió en los brazos de su esposa, en el palacio de Buen Retiro de Madrid, a los sesenta y dos años de edad, tras un largo reinado de casi medio siglo. El momento tan temido había llegado. Isabel se había quedado viuda, sin esposo, y había dejado de ser reina, se había quedado sin su rey y sin su reino. Estaba sola. Isabel había experimentado una doble pérdida. No tenía esposo, no tenía reino. Desde el comienzo de su matrimonio este temor había planeado sobre ella. Sabía perfectamente que a su pérdida personal se uniría la pérdida política. Como escribía un jurista italiano de la época:
Si Felipe aborrece el reinar, Isabel Farnesio su consorte y princesa de alto y sublime espíritu, ambiciona el reino, tanto como el rey Felipe lo esquiva y lo detesta. Incluso más, no sólo la Reina de España ama, como todos los hombres aman, el reinar, pero teme hasta el espanto quedarse sin reino, en el caso que quedase viuda.[23]
Tras el episodio de la abdicación, la vida le había concedido a Isabel una segunda oportunidad de ser reina; tras la muerte de su esposo, no le quedaban esperanzas, una tercera oportunidad resultaba casi impensable.
La reina, cuando moría el rey, dejaba de ser reina. Seguía viva como mujer, pero como reina moría junto al rey. La reina viuda era una figura excepcional, pues sólo era reina en cuanto lo había sido, pero ya no lo era. Podría decirse que sobrevivía como persona a su condición de reina. De acuerdo con el planteamiento conceptual de la época, «los reyes dos veces mueren porque dos veces viven. Viven una vez para el reino y viven otra vez para sí. Y al contrario, mueren cuando dejan de reinar y mueren cuando dejan de vivir». Era la vieja teoría medieval de los dos cuerpos del rey. Normalmente las dos muertes del rey coincidían, salvo cuando se producía una abdicación o un destronamiento. Pero en las reinas la doble muerte no coincidía. A veces morían antes que el rey y entonces el problema no se planteaba, pero otras veces le sobrevivían y entonces morían como reinas en el momento en que moría el rey y morían como personas cierto tiempo después. Este intervalo solía ser muy penoso.
            Todas las reinas sentían gran preocupación ante su viudedad. Pasaban de ser el centro de todo a quedar más o menos marginadas. Este alejamiento del poder y el relativo estado de precariedad económica en que muchas reinas viudas debían sobrevivir al perder al marido, sobre todo cuando no habían tenido un hijo que sucediera a su padre en el trono, generaba gran inquietud en la mayoría de las soberanas. A diferencia de los reyes, que podían volver a casarse en caso de enviudar, era muy raro en el siglo XVIII que una reina viuda volviera a contraer matrimonio. Dejaba de ser reina, dejaba de ser esposa, y no siempre se convertía en reina madre. Perdía su poder y su posición y quedaba relegada a una situación secundaria, casi marginal en la corte, sobre todo en un caso como el de Isabel Farnesio, que no era un hijo suyo el heredero del trono, sino otro hijo del primer matrimonio del rey, con el que no se llevaba bien.
Isabel tuvo que dejar la corte. De acuerdo con las órdenes reales, eligió como residencia el palacio de La Granja, la residencia favorita de su difunto esposo, donde se hallaba enterrado. El viaje de Madrid a San Ildefonso nada tendría que ver con las alegres jornadas reales de años atrás, más bien recordaría al último viaje de Felipe V, ya muerto, camino de su tumba. El embajador Vaureal, testigo de la marcha de Isabel hacia La Granja de San Ildefonso, escribía: «He visto muchas pompas fúnebres, pero no he visto nada que me haya hecho tan fuerte impresión. Me ha parecido que era un vivo yendo a su enterramiento».[24]
            El cambio en la vida de Isabel había sido absoluto. Isabel lo había sido todo y ahora no era apenas nada. Tras tantos años intensos de disfrutar del poder, unos años en que dominaba la acción, le había llegado el tiempo del retiro y de la reflexión. Isabel pensaba, recordaba, planeaba, soñaba. El Conde de Fernán-Núñez recordaba en su biografía de Carlos III la triste vida de Isabel Farnesio en aquellos años, «lo que necesariamente había sufrido en los doce años que pasó en San Ildefonso, donde la adulación a los nuevos soberanos hacía que poco a poco se fueran olvidando de ella y que pocos o nadie la visitasen».[25]
            Pero aparte de la realidad concreta de su vida, Isabel seguía siendo un símbolo. Le tocaba encarnar ahora el ejemplo de la reina viuda. Resulta muy significativa la interpretación que el padre Flórez hace de la viudedad de Isabel, muy interesante para comprender la imagen ideal de la reina viuda, una reina retirada del mundo cortesano, consagrada a honrar la memoria de su esposo, dedicada a hacer el bien:
Mantuvo Dios a la Reina N.S. después de aquel ultimo pesar (la muerte de Felipe V), para dar al mundo un nuevo asombroso ejemplo en su viudez, observándola en el retiro de San Ildefonso al lado de su amado monarca, con tan rara constancia, desprendimiento, y abstracción aun de los jardines de aquel Real Sitio, que con dificultad podrá hallarse semejante en otra soberana, y la nuestra servirá de ejemplar en los anales de la posteridad para cuantas vivan en los siglos venideros. En aquel rígido tenor de encerramiento, superior al de las religiosas mas austeras, vivió S.M. por espacio de mas de trece años, haciendo tantos bienes a los habitadores de aquel Real Sitio […] surtiéndoles S.M. de todo como madre.[26]

6. De nuevo Reina
            Encerrada en La Granja, Isabel Farnesio esperaba. Esperaba, día tras día, el fin del reinado de Fernando VI. Fernando y Bárbara no habían tenido hijos y eso suponía que el heredero de la monarquía española era Don Carlos. Cada día que pasaba, si nada lo impedía, su amado hijo estaba más cerca del trono y ella deseaba más que nada en el mundo poder contemplar ese día, «ese otro día en que reinaría otro sol». Pasó una década, pero el ánimo de Isabel no decayó. Ella sabía que de modo inexorable el día esperado se iba acercando, que antes o después llegaría a La Granja la noticia que esperaba y ella quería estar allí para recibirla. Y la madrugada del día 10 de agosto de 1759 murió Fernando VI. Isabel recibió la noticia en La Granja sin manifestar sentimiento alguno. Su ambición estaba colmada. Isabel, como en 1724, de nuevo resucitaba de sus cenizas. Un diplomático francés, el barón de Bourgoing, señalaba la metamorfosis que experimentó la reina en aquel momento:
Muerta para el mundo y hasta para la luz del día, parecía no ocuparse más que de su salud y de la salvación de su alma; cuando en 1759 la muerte de Fernando VI y la subida al trono de su hijo Carlos III, a la sazón rey de Nápoles, despertaron en el fondo de su corazón las ambiciones dormidas.[27]
            Doña Isabel, que tenía ya sesenta y siete años, tuvo oportunidad de desempeñar un último papel protagonista. Volvió a ser reina, reina gobernadora, y vio a su hijo predilecto, Carlos, convertido en rey de España. Difícilmente podía obtener premio mayor a los desvelos de toda su vida. Con enorme satisfacción Isabel Farnesio recuperó el poder en 1759 a la muerte de Fernando VI, como gobernadora del reino hasta la llegada de su hijo Carlos III. Era una nueva oportunidad, la tercera y última, que generosamente le era concedida. Lejos quedaba en el tiempo su llegada al trono en el momento de su boda en 1714, el regreso de 1724, pero seguramente estaban aquellos días muy cercanos en su memoria. Como señalaba el padre Flórez: «Por tres veces colocó Dios a V.M. en el Real Solio, como que se complacía en verla reinar. ¿De que otra Soberana contaría la Historia, lo que solo se ha visto en V.M?»[28]
            Isabel volvía reinar y muy pronto vería de nuevo a su hijo predilecto, convertido en rey. Tras casi tres décadas de separación, por fin se iban a reunir madre e hijo. Era el 9 de diciembre de 1759. El conde de Fernán Núñez, testigo presencial de la llegada del nuevo rey, relató el momento en que bajo una lluvia torrencial vio al monarca descender del carruaje ante el palacio de Buen Retiro. Allí le esperaba su madre Isabel Farnesio, de la que se había despedido en Sevilla casi treinta años antes:
La Reina madre vino en su silla de manos a recibir a la real familia a la segunda sala después del gran salón del Retiro, apeándose en el Casón de madera que da al jardín. (...) Sería difícil describir, sin debilitarlos, los muchos afectos que debería sentir en aquel momento de reunión una madre que, al cabo de veintiocho años de ausencia, se hallaba de nuevo unida a un hijo que había amado siempre tiernamente, y a quien no podía contar probablemente volver a ver en toda su vida; a un hijo que venía a ocupar el trono de su padre, no obstante de haber nacido el tercero y de haber reinado sus dos hermanos mayores, hijos de otro matrimonio; a un hijo que se le presentaba rodeado de una numerosa y hermosísima familia de cuatro hijos y dos hijas, dejando en manos de otro de sus nietos el hermoso reino que la política y esfuerzos de su misma madre había sabido adquirirle. Creo que es difícil, y acaso único, ver reunidas un conjunto de circunstancias semejantes a éstas, sobre todo si se considera la tranquilidad con que, en medio de una guerra casi general en la Europa, veía esta Soberana coronados sus hijos y nietos en varias partes de ella.[29]
De nuevo madre e hijo estaban juntos. Su propio destino real y el destino real que doña Isabel había soñado para su hijo Carlos se habían cumplido con creces.
            El reinado de Carlos III comenzó bajo los mejores augurios, pero pronto surgieron problemas. Su política reformista no fue comprendida por la mayoría y suscitó fuerte oposición. En marzo de 1766 el motín contra Esquilache pareció poner en peligro no sólo las reformas, sino incluso el mismo trono. El motín se inició en Madrid el 23 de marzo de 1766, domingo de Ramos. Los amotinados reclamaban la presencia del rey y don Carlos no tuvo más remedio que ceder a lo que consideraba una humillación. Salió al balcón del palacio real y dio su público consentimiento a las peticiones. Carlos III, monarca absoluto e ilustrado, convencido de su dignidad real y de su papel de padre de su pueblo, que desde su punto de vista le debía amor, respeto y fidelidad, jamás olvidaría ese momento. Algo indefinible se rompió en la comunicación entre el Rey y el pueblo a partir de aquel día. La jornada del 24 terminó sin más violencias. Pero el rey no se fiaba. Aquella misma noche Carlos III, humillado e indignado, tomó la resolución de abandonar Madrid y retirarse a Aranjuez. La reina, siempre decidida y muy celosa de la dignidad real, aconsejó a su hijo que no abandonara la capital, pero él no siguió su consejo. El temor pudo más.[30]
            Para Isabel de Farnesio la vergonzosa marcha de la familia real, que abandonó Madrid en plena noche, el 24 de marzo de 1766, para refugiarse en el Real Sitio de Aranjuez, debió ser una dura prueba, como madre y como reina. Escapar secretamente en la oscuridad de la noche no era la solución más honrosa y a ella no debió gustarle nada que su hijo se dejara llevar por el pánico de aquella manera. Fernán Núñez explicaba las vicisitudes de aquella salida que más parecía una huída que otra cosa:
No creyendo S.M. conveniente a su decoro el permanecer por más tiempo en Madrid, y deseando castigar a sus habitantes, determinó retirarse a Aranjuez aquella misma noche, y habiendo dado todas las providencias con el mayor secreto, salió con toda su Real familia por las bóvedas de Palacio, y tomando los coches fuera de la Puerta de San Vicente, se dirigió a Aranjuez, donde había hecho marchar las guardias walonas para su guardia. Como los callejones bajos eran estrechos, fue preciso cortar las varas a la silla de la Reina madre, que usaba siempre de ella, para que pudiese pasar. Pero con todo, salió e hizo su viaje como los demás, aunque dicen que nada omitió para empeñar al Rey a que no lo ejecutase.[31]
Isabel Farnesio hubo de vivir aquella noche incómoda y humillante. Difícil debió ser para su dignidad de reina y también para su instinto político aceptar aquella salida vergonzante. Nunca volvería a Madrid. Ella, que había entrado solemnemente en la capital de su reino medio siglo antes, en medio de fiestas y aclamaciones, debió abandonarla para siempre, de manera clandestina, en medio de un motín.
            Parecía que todas las esperanzas puestas en el reinado de Carlos III se estaban derrumbando. El dolor, la confusión y la impotencia que estos acontecimientos debieron producir en la anciana reina es fácil de imaginar. Se estaba destruyendo su gran obra y ella ya no podía hacer nada. Doña Isabel moriría poco tiempo después, como si el disgusto por lo sucedido le hubiera resultado demasiado difícil de superar, según apuntaba el Conde de Fernán Núñez.[32] En el mismo sentido se manifestaría Tanucci en una carta al embajador de Nápoles en Madrid, afirmando que el fallecimiento de la reina madre fue «fruto de la perversa y criminal sublevación de Madrid».[33]
            Se hallaba la reina en Aranjuez cuando le sobrevino su última enfermedad. En junio de aquel año 1766 su estado era muy preocupante. Falleció el 11 de julio de 1766, veinte años después de su esposo el rey Felipe V. La Gaceta de Madrid del 15 de julio daba la noticia oficial de su muerte, glosando su figura como esposa, madre y reina:
El día 11 de este mes, a las nueve y cuarto de la mañana, murió en el palacio de Aranjuez la Reina Madre nuestra Señora Doña Isabel Farnesio, a los setenta y tres años, ocho meses y dieciséis días de su edad, rodeada y llorada de sus amados hijos y tiernos nietos, y principalmente del jefe y cabeza de todos su reverente hijo el Rey nuestro Señor Don Carlos III, que Dios guarde. Casó esta ilustre Reina en el año de 1714 con nuestro invicto Monarca Don Felipe V, que tuvo de su matrimonio al Rey nuestro Señor, al difunto Infante Don Felipe, Duque de Parma, padre de nuestra adorada Princesa, al Infante Don Luis, a la Infanta Doña María Ana, ahora Reina de Portugal, a la Infanta Doña María Teresa, que murió Delfina de Francia, y a la Infanta Doña María Antonia, actual Duquesa de Saboya. Quedará eterna memoria en los españoles de la Reina Doña Isabel Farnesio, por su religión, piedad, discreción y agrado, y en el orbe entero por el valor, constancia y singular talento que mostró, compañera inseparable de nuestro gran rey su esposo en sus gloriosas empresas y heroicas acciones.[34]

7. Símbolo y ejemplo
            En cuanto reina, reina consorte, reina viuda, reina gobernadora, reina madre, Isabel de Farnesio revistió su persona de la condición de símbolo. Perdió su condición personal y privada para encarnar una figura institucional. Isabel era una persona, pero era también una reina. Y ambas vertientes del personaje, a veces se diferenciaban, pero eran una sola. En la esfera de la realeza lo privado y lo público se fundían. Isabel, como reina, era un símbolo que encarnaba un papel institucional, su imagen era un icono, debía representar a una reina, en todo, desde la manera de vestir a la manera de comportarse. Su vida no era una vida cualquiera, era la vida de una reina y estaba marcada por las reglas de la etiqueta de la mañana a la noche, todos los días de su vida, en las ceremonias públicas y en los momentos más íntimos. Su vida estaba perfectamente regulada y establecida, apenas había lugar para la improvisación, la espontaneidad o el capricho. Hacía en cada momento lo que debía hacer como reina, no lo que quería hacer como persona particular. Sus momentos de privacidad y de libertad eran muy pocos y se hallaban siempre dentro de unos límites. No podía desprenderse nunca de su condición real.
            Isabel de Farnesio, como esposa y reina del primero de los Borbones, ocupando el trono español durante más de treinta años, contribuyó decisivamente a construir con su ejemplo el modelo de una reina borbónica. Era una persona concreta, con sus virtudes y sus defectos, pero a través de ella, de su vida, de su manera de actuar, se fue creando la reina como figura institucional.[35] Para comprender a Isabel es preciso situar su vida en esa intersección entre el ideal y la realidad, hay que saber en qué consistía ser reina en una monarquía del absolutismo ilustrado, cuál era el modelo de reina en la Europa del siglo XVIII, para saber verdaderamente cómo fue ella como persona y como reina. La figura de la reina se enmarcaba en la historia del poder, en la historia política, se movía por las vías más institucionalizadas, pero también por otras vías más informales, era una figura política, no sólo por su poder material sino todavía más por su poder inmaterial. Su principal papel lo desempeñaba a través de la expresión simbólica del poder, menos tangible pero también muy eficaz. Desde esa perspectiva la imagen de la reina tenía una enorme importancia.
            La reina lo era en cuanto esposa, en cuanto consorte y esa realidad se reflejaba claramente en los símbolos, imágenes y representaciones, con que la reina era evocada y aludida. Tan importante como la de esposa era su imagen como madre. La imagen matriarcal que se presenta en algunos retratos de madurez, como el de la familia de Felipe V de Van Loo, es la más fiel expresión de la imagen maternal de la Reina, madre de familia, madre de sus súbditos.
            La reina encarnaba también una imagen del poder, significaba la participación de la mujer en el mundo del poder, un mundo masculino en el que las mujeres también tuvieron una presencia importante, mucho más importante de lo que revelaban las leyes y las simples apariencias, tal vez porque el rey acaparaba toda la atención, mientras que la reina quedaba en la sombra, porque se prestaba más atención a las leyes e instituciones que a la práctica cotidiana del poder. Las ideas y las prácticas de poder utilizadas por Isabel Farnesio ilustran sobre el modo de ejercer el poder en la época, actuando en ocasiones según el modo masculino y en otras aprovechando las tácticas y estrategias propias de su condición femenina. La suya era una manera singular de encarnar la realeza y de pensar y actuar en el gobierno. Como reflejo de su poder e influencia, la corona tenía un gran protagonismo en los retratos de Isabel Farnesio, ya en el primero realizado en Parma, como en los posteriores realizados por Van Loo.
            La reina era presentada como modelo y ejemplo para sus súbditos. La monarquía tenía un gran poder simbólico como modelo a seguir por la sociedad. La ejemplaridad de la Monarquía era su capital más importante. En ella radicaba su prestigio y en ella residía gran parte de su poder. Una monarquía que no fuera ejemplar, no sería respetada, ni obedecida, perdería una parte fundamental de su esencia. Se esperaba y deseaba que la Reina fuera un modelo para su familia y para todos sus súbditos. El retrato de Isabel Farnesio por el duque de Saint-Simon, un verdadero experto en realeza, resulta bien ilustrativo de lo que se consideraba adecuado para una soberana, gracia, encanto, poder de seducción. Polémica y discutida, precisamente por querer ser reina y ejercer su realeza, Isabel de Farnesio, pese a todo, supo encarnar magistralmente el papel que le asignó la historia como reina de España. Fue una gran reina, una de las reinas más poderosas e influyentes de los siglos modernos, en la monarquía española y en toda Europa.


[1] Diccionario de Autoridades, Madrid, Real Academia de la Lengua, tomos I-VI, 1ª ed. 1726-1739.
[2]  Novísima Recopilación de las Leyes de España, Libro III, Título I, Ley V.
[3] Adeodato Turchi, vescovo di Parma, Orazione funebre in lode di S.M. Elisabetta Farnese regina delle Spagne recitata il 22 dicembre 1766 in occasione dei solenni funerali celebrati nella chiesa dei Cappucini in Parma, Parma 1767.
[4] M.A. Pérez Samper,  Isabel de Farnesio, Barcelona  2003.
[5] Duc de Saint-Simon, Papiers inédits. Lettres et Dépêches sur l´Ambassade d´Espagne. Tableau de la Cour d´Espagne en 1721, Introduction par É. Drumont, París 1880, pp. 363-373.
[6] Duc de Saint-Simon, Mémoires, ed. de Y. Coirault, Paris, Bibliothéque de la Pléiade, 1986, vol. VI, p. 1071.
[7] Turchi, Orazione funebre.
[8]  É. Bourgeois, Lettres intimes du cardinal Alberoni adressées au comte I. Rocca, París 1893, p. 341.
[9]  Citado por M. Mafrici, Fascino e potere di una regina. Elisabetta Farnese sulla scena europea (1715-1759), Cava de´ Tirreni 1999, p. 163.
[10] A. Baudrillart, Felipe V y la Corte de Francia, tomo. I, Felipe V y Luis XIV, ed. de C. Cremades, Murcia, 2001, p. 491.
[11] É. Bourgeois, La diplomatie secrète au XVIII siècle, vol. II, París, 1909, p. 176. W. Coxe, L´Espagne sous les rois de la maison de Bourbon, vol. II, París 1827, p. 252,  traducción española: España bajo el reinado de la Casa de Borbón, Madrid 1846, 4 vols.
[12] L. de Taxonera, Isabel de Farnesio, Barcelona 1996, pp. 70-71.
[13]  Don Fr. Joseph Gregorio de Montero y de Alós, Oración fúnebre que en las solemnes exequias y funeral con que la fidelísima ciudad de Barcelona honró la amable y venerable memoria de la Augustísima Señora Doña Isabel de Farnesio, Duquesa de Parma y Reina de las Españas (que Dios haya), madre del Augustísimo Señor Don Carlos III nuestro muy amado monarcha (que Dios guarde), dixo en la Iglesia Cathedral de Barcelona, estando presentes el M. Ilustre Aiuntamiento, el dia 27 de setiembre de 1766, Barcelona 1766, pp. 9-10.
[14] Federico II de Prusia, Histoire de mon temps, en Oeuvres de Fédèric le Grand, 2 vols, Berlin 1846, Capítulo I, Introducción.
[15] J. Rousset, Preuves des  intérêts présents et les prétentions des puissances de l´Europe, La Haya, 1741, vol. I,  pp. 627-631, citado por Friedrich Meinecke, La idea de la razón de Estado en la edad moderna, Madrid 1983, p. 274.
[16] Citado por Coxe, L´Espagne sous les rois, vol. III, p. 60.
[17] Noailles a Luis XV, 30 de abril de 1746, citado por Baudrillart, Felipe V, vol. I,  p. 410.
[18]  Saint-Simon,  Retrato de la Reina de España, 1722, Mémoires, vol. VI, p. 1120.
[19] Saint-Simon, Papiers inédits, París, 1880, pp. 380-384.
[20] Lettres de la princesse Palatine 1672-1722, prefacio de P. Gascar, ed. de O. Amiel, París, 1999, pp. 507-508. Fontainebleau 2 de septiembre de 1714.
[21] Archivio di Stato di Parma, Casa e corte Farnesiana, b. 41, fasc. 4. Carta de 3 de febrero de 1715.
[22]  Saint-Simon, Retrato de la Reina de España, 1722. Mémoires, vol. VI, pp. 1120-1123.
[23] Paolo Mattia Doria, Il Politico moderno ovvero il Politico a la moda di mente adeguato e pratico. Con alcune considerazioni intorno al ministero del Sig. Cardinale di Fleury, Napoli, Biblioteca Nazionale, Brancacciano,VD III, 8, f. 50v.
[24] Citado por P. Erlanger, Philippe V d´Espagne, un roi baroque exclave des femmes, París 1978, p. 397.
[25] Conde de Fernán-Núñez, Vida de Carlos III, Madrid 1988, pp. 92-93.
[26] Padre Enrique Flórez, Memorias de las Reynas Catholicas, Historia Genealogica de la Casa Real de Castilla, y de Leon, Todos los Infantes: trages de las Reynas en Estampas: y nuevo aspecto de la Historia de España, vol. II, Madrid 1761, p. 1004.
[27] Barón de Bourgoing, Un paseo por España, en J. García Mercadal, Viajes de extranjeros por España y Portugal, tomo III, Madrid 1962, p. 952.
[28]  Flórez, Memorias de las Reynas Catholicas, vol. I, Dedicatoria.
[29]  Fernán-Núñez, Vida de Carlos III, vol. I, pp. 148-151.
[30]  M.A. Pérez Samper, La vida y la época de Carlos III, Barcelona 1998.
[31] Fernán-Núñez, Vida de Carlos III, pp. 201-202.
[32] Fernán-Núñez, Vida de Carlos III, p. 206.
[33] Citada por M. Danvila y Collado, Reinado de Carlos III, Madrid, 1890-1896, tomo II, p. 372.
[34] Gaceta de Madrid, Madrid, 15 de julio de 1766.
[35]  M.A. Pérez Samper, “La figura de la Reina en la nueva Monarquía Borbónica” en Felipe V de Borbón, 1701-1746. Estudios de Historia Moderna, Colección “Maior”, nº 19, Córdoba, Universidad de Córdoba, 2002, ps. 273-317.

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