viernes, 18 de enero de 2013

LAS REINAS DE ESPAÑA EN LA EDAD MODERNA: DE LA VIDA A LA IMAGEN


LAS REINAS DE ESPAÑA EN LA EDAD MODERNA:
DE LA VIDA A LA IMAGEN
                                                           
                                                                                     María de los Ángeles Pérez Samper                 


De la vida a la imagen, de la realidad a la representación. Si siempre hay una distancia más o menos larga y significativa, en el caso de las reinas el camino a recorrer es especialmente complejo. En la vida, de la mujer a la reina ya hay un largo trayecto; todavía más complicada es la transformación que lleva hasta la imagen de la reina, una imagen construida y elaborada, que parte de una realidad concreta que es la de cada una de las mujeres que encarna la realeza y que culmina en la expresión de un símbolo, a la vez individual y colectivo, que contiene conjuntamente la imagen de “una reina” y la imagen de “la reina” y en último término, mucho más abstracta y conceptual, la imagen de la realeza, la imagen de la Corona. Imágenes múltiples y diversas, que varían a lo largo del tiempo, construyéndose, pero también destruyéndose, como la tela de Penélope, como la misma historia, al compás del transcurrir de las personas y los acontecimientos.
En la edad moderna combinar el hecho de ser mujer y el hecho de ser reina no era fácil, la condición de reina ocultaba y transformaba el hecho de ser mujer, por tanto, el caso de las reinas resulta paradójico, a pesar de ocupar una posición de absoluto privilegio, como mujeres son mujeres ocultas. Detrás de la figura institucional, un icono que trata de reunir y reflejar el conjunto de cualidades y virtudes físicas y morales que se esperan de una reina ideal, existía una mujer real, con sus cualidades y sus defectos. Analizar esa doble dimensión, la personal, íntima, privada, y la institucional, pública, idealizada, proporciona interesante información, tanto para la historia de las mujeres como para la historia de la Monarquía española.[1]
Evidentemente la reina no era una mujer cualquiera, pero en la medida en que se la constituía en referente del ideal de mujer, la reina como persona, pero sobre todo como modelo, como ejemplo, resulta muy reveladora de la mentalidad de la época y del concepto de mujer que dominaba en cada momento y que se trataba de imponer a la sociedad. Así las figuras ideales de mujer que representan las reinas tienen una parte peculiar, privativa de su condición de reina, pero tienen otra parte común al ideal general de mujer. De ahí la distancia que va de la reina como mujer a la imagen de la reina.
            Por una parte, el poder que le daba su condición de reina la situaba en una condición especialmente privilegiada, por tanto, de mayor libertad, pero, por otra parte, su condición de reina al convertirla en modelo y ejemplo la obligaba a ajustarse al canon establecido y le restaba mucha libertad y mucha espontaneidad en su manera de ser y de comportarse. La reina no podía ser ella misma, debía ser como estaba fijado que fuera, como todos esperaban que fuera. La reina era parte integrante de una institución, la Corona, era la encarnación del perfil femenino de la Monarquía. Entre las funciones propias de su rango, la simbólica era una de las más importantes. La vida en la corte, dirigida por las estrictas reglas de la etiqueta, la condicionaban enormemente, tanto en las grandes ceremonias como en la vida privada y la ceñían estrechamente a las normas, lo que constituía en la práctica una verdadera servidumbre.

La reina por excelencia: Isabel la Católica




En la edad moderna la organización del poder y de la sociedad era por excelencia la monarquía. El gobierno de uno solo, como señala el origen griego de la palabra, pero que escondía un sistema muy complejo de instituciones, pactos y consensos. Uno solo que era fundamentalmente un varón, pero que en algunos casos podía ser también una mujer, como sucedía en España en los primeros siglos modernos, donde podían reinar las mujeres hasta la introducción de la ley sálica a principios del siglo XVIII, después abolida en el siglo XIX. En cualquier caso, la figura femenina debía existir de manera asociada, pero ineludible: como reina consorte, la esposa del rey. Si la característica de la monarquía era la continuidad, la reina desempeñaba un papel esencial como madre del futuro rey.
Las reinas propietarias era las reinas por excelencia. Eran reinas por derecho propio, su poder procedía de ellas mismas. Sin embargo, la figura de la reina siempre fue vista en la época moderna como un mal menor. Los valores de la sociedad patriarcal alcanzaban también al trono. Se prefería siempre al hombre por encima de la mujer, mucho más cuando se trataba de una posición de la más alta autoridad y responsabilidad como era la realeza, encargada de gobernar y dirigir la sociedad. Para ejercer el poder, como para tantas otras cosas se consideraba mejor al hombre. En las normas de sucesión se preferían los varones a las mujeres. Sólo cuando no existía un varón en la familia real para heredar el trono, los intereses dinásticos pasaban por encima del problema que suponía para la mentalidad de la época el que una mujer encarnara la Corona. En el paso de la edad media a la edad moderna existía sobre el tema una gran polémica. En los reinos españoles no existía unanimidad. En la Corona de Aragón las mujeres no podía ocupar el trono, sólo transmitir los derechos. En la Corona de Castilla podían ocuparlo, pero también se prefería a los varones.
Muy significativo fue el caso de Isabel la Católica, que reivindicó sus derechos de heredera del trono castellano tras la muerte de su hermano Alfonso. Ni la complicada situación ni su juventud -tenía sólo diecisiete años- ni su condición de mujer la hicieron vacilar ni un momento. Dejando aparte el problema de la legitimidad de Juana, también mujer, Isabel no cederá ante los derechos de Fernando de Aragón como heredero varón más próximo en la línea dinástica de sucesión al trono. Será un motivo importante para elegirlo como esposo y para compartir con él el gobierno de la monarquía, pero no para cederle la preferencia. Isabel reivindicará siempre su derecho a la Corona de Castilla.[2]
            El momento decisivo llegó al  morir Enrique IV. Isabel no dudó en proclamarse reina en ausencia de su esposo y la discusión se aplazó hasta el encuentro de la pareja. Se discutía si la reina debía asumir por sí misma el poderío real o, simplemente, transmitirlo a su marido, reconociendo la superioridad del varón; algunos antecedentes en Castilla apuntaban a la segunda solución con preferencia a la primera y más en este caso en que el marido, como miembro de la dinastía Trastámara, estaba colocado en la línea de sucesión como primer varón en ella. Era una cuestión social, que se apoyaba en argumentos religiosos. Si por Eva había entrado el pecado en el mundo, no era acertado confiar a la mujer funciones inapropiadas a su radical debilidad, todavía menos una responsabilidad tan alta como la de reinar y gobernar. Otros se inclinaban por Isabel y por los derechos femeninos al trono, avalados por el derecho y por la historia. Como explica Pulgar: “Por parte de la reina se alegó que según las leyes de España, y mayormente de los reinos de Castilla, las mujeres eran capaces de heredar, y les pertenecía la herencia de ellos, en defecto de heredero varón descendiente por derecha línea, lo cual siempre había sido guardado y usado en Castilla, según parecía por las crónicas antiguas (…) y alegaron que no se hallaría en ningún tiempo, habiendo hija legítima descendiente por derecha línea, que heredase ningún varón nacido por vía transversal (…) Acerca de la gobernación del reino se alegó por parte de la reina, que le pertenecía a ella como propietaria del reino.”[3]
Efectivamente, en Castilla, a diferencia de lo que sucedía en la Corona de Aragón, donde la mujer sólo podía transmitir los derechos al trono, se aceptaba que la Corona recayera en una mujer, siempre que no hubiera varón que ostentara iguales o mejores derechos. Una mujer podía heredar el trono y gobernar como reina propietaria, pero en la práctica esta situación se dio pocas veces. La hija de Alfonso VI, Urraca I (1109-1126), y la hija de Alfonso VIII, Berenguela, que en 1217 heredó la corona, pero la transmitió inmediatamente a su hijo Fernando III, son los dos ejemplos más significativos.
La sentencia arbitral de Segovia, también llamada “concordia”, se firmó el 15 de enero de 1475. De ella nacería un concepto nuevo de monarquía, en que la figura de la reina quedaba equiparada a la del rey. El famoso “tanto monta”, que se refería a otra cosa, la leyenda de Alejandro Magno y el nudo gordiano, pero que resulta muy expresiva de la nueva realeza dual. Ratificaba a Isabel como “legítima sucesora y propietaria” de la Corona, compartiendo sus funciones con Fernando su “legítimo marido”.
            Quedaba establecido el derecho de Isabel al trono, al menos entre la mayoría de sus partidarios, pero siguió teniendo muchos opositores, hasta el punto de que frente a ella se levantó otro bando, que le disputó duramente por más de cinco años su derecho a ceñir la corona. Eran muchas las razones de sus opositores, desde el proyecto de monarquía a simples cuestiones de intereses y ambiciones. Su rival era otra princesa, Juana, la discutida hija de Enrique IV. Por tanto, no era estrictamente por su condición de mujer por lo que se oponían a ella, pero seguramente hubiera existido menos oposición de haberse tratado de elegir entre un hombre y una mujer. La preferencia por los varones para ocupar el trono era general en la época. La guerra civil duraría hasta la paz de Alcaçovas-Toledo de 1480 y sólo entonces se convirtió Isabel en reina indiscutida de Castilla.
Los retratos más conocidos de Isabel la Católica y seguramente los que más fielmente reflejarían su fisonomía son retratos de busto, aparentemente sencillos. Son los retratos en que la reina aparece con semblante serio y mirada serena, ya de cierta edad, vestida con sobriedad y tocada con una cofia y un velo transparente, prendido en el pecho con el simbólico joyel de la cruz de Santiago, bien significativo de su identificación con la empresa de recuperación de España, finalizando la Reconquista con la incorporación de Granada a la nueva monarquía que había creado con Fernando al unir la Corona de Castilla y la Corona de Aragón. Es el retrato del palacio real, atribuido a un pintor del círculo de Juan de Borgoña, en que se la representa algo más joven, y el retrato del palacio del Pardo, con apariencia más mayor, atribuido a Juan de Flandes, que fue pintor de la reina. A este grupo pertenece también el retrato del castillo de Windsor, atribuido a Antonio Inglés, que visitó Castilla con una embajada inglesa entre 1489 y 1490. Igualmente sucede con el retrato de la Academia de la Historia, que podría ser una copia posterior.
Menos conocido y algo distinto, pero con muchas similitudes que le aproximan a los anteriores, es el retrato anónimo, de escuela flamenca, conservado en el Museo del Prado, en que Isabel, en la plenitud de la edad, aparece con un rico vestido de brocado marrón y dorado, con escote, bajo el que se deja ver una fina camisa blanca, se adorna con un joyel de piedras preciosas que le cuelga del cuello con doble cadena de oro, va peinada con raya al medio y lleva una pequeña cofia, de las llamadas “de atrás”, cubriéndole la cabeza, y un libro en las manos. “Se trata de una reina aun joven que presenta una imagen introspectiva de sí misma, con un libro de oraciones en la mano sobre el cual medita, mientras señala el punto de lectura con el pulgar. No se trata sólo de una representación de su religiosidad personal sino de una imagen ejemplarizante, tanto en el plano espiritual como en el temporal, que transmite al espectador su propia concepción de la monarquía.”[4]
Todos estos retratos no ofrecen una imagen explícitamente regia, pero transmiten poder y autoridad y tienen, en definitiva, un aire de inconfundible majestad. Signos manifiestos de realeza tienen, en cambio, otras imágenes de la reina, como sucede, por ejemplo, en la tabla denominada Virgen de los Reyes Católicos, conservada en el Museo del Prado, donde la reina, joven y hermosa, con un semblante lleno de amable serenidad, esbozando una sonrisa, va lujosamente ataviada con ricas vestimentas en marrones y dorados, luce un gran collar de oro sobre el pecho con un joyel y lleva una corona real de oro.

 

La otra cara de la moneda

Pero la reina, especialmente la reina propietaria, era una figura compleja y podía ser hasta contradictoria, tenía su cara y su cruz. Incluso aunque las reinas lograran ocupar el trono y hacerse con el poder que les correspondía legalmente, podían ejercerlo o no ejercerlo. En los inicios de la España moderna se dieron los dos ejemplos extremos, Isabel y Juana. Isabel lo ejerció en plenitud y de manera ejemplar, con decisión, con energía, será el modelo de reina por excelencia en la historia de España. Juana apenas lo ejerció y su caso constituirá un modelo negativo. Si la hija ya hubiera tenido muy difícil resistir la comparación con la madre, grande en vida y mucho más después de muerta, pues se convirtió inmediatamente en un mito, fueran cuales fueran las cualidades de Juana para reinar, tanto para encarnar la realeza como para ejercer el gobierno, sus problemas mentales y la dura competencia, a veces verdaderamente cruel, que le hicieron los varones de su propia familia hicieron muy difícil su vida e imposible su reinado.
            Varios fueron los rivales de Juana en el seno de su propia familia. En primer lugar su propio padre, Fernando el Católico, que por encargo de Isabel y resistiéndose a abandonar el poder que había tenido en la Corona de Castilla en vida de su esposa, ejerció sobre su hija, por necesidad o sin necesidad, una tutela asfixiante. Después su marido, el Archiduque Felipe, quien deseoso de poder, pretendió usurpar, invocando su condición de consorte, el poder que pertenecía a Juana, y solo a ella, como reina propietaria de Castilla que era. Muerto prematuramente Felipe, Juana, al  convertirse en viuda, empeoró su situación. Sola, gravemente afectada por la pérdida de su esposo, cayó más que nunca bajo la tutela de su padre, quien más que apoyarla para ayudarla a asumir sus responsabilidades, simplemente se convirtió en regente y la apartó radicalmente del poder y del gobierno. Comenzó entonces su larguísimo encierro en Tordesillas. Finalmente su hijo Carlos no hizo más que continuar en la misma línea, dar a su madre por incapacitada y amparándose en la ficción legal de compartir con ella la realeza, asumir el gobierno en solitario. Juana fue sacrificada a los intereses de la dinastía y del trono. Pero ella, aunque víctima, colaboró en la medida que le permitía su nublado entendimiento, con los hombres de su familia, especialmente con su hijo, como demuestra su actitud ante la rebelión comunera, evitando enfrentarse a Carlos y contribuir a la división del reino.[5]
            En el caso de Juana, más allá del gravísimo problema que representaba para cualquier monarquía la locura del soberano, mucho peor en una monarquía donde el poder se hallaba tan personalizado como ocurría en la Monarquía Española del Renacimiento, su condición de mujer influyó con toda seguridad negativamente en sus posibilidades de encarnar las realeza y ejercerla. En una sociedad acostumbrada a situar a las mujeres en una posición secundaria, subordinada y dependiente, las reinas no lo tenían fácil, mucho menos una reina que padecía trastornos mentales y carecía de la suficiente fuerza para imponer su autoridad.
Los retratos de Juana pertenecen la mayor parte a su juventud. Existen algunos retratos encantadores de niña, como el retrato de una infanta, existente en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, del círculo de Juan de Flandes, y otros de jovencita. Desde que contrajo matrimonio con Felipe de Habsburgo, se caracterizan por su acusada influencia flamenca lo que dio a la reina una imagen peculiar. Muy hermoso es el retrato que hace pareja con otro de su esposo, en que, sobre un fondo de paisaje idealizado, la reina aparece de cuerpo entero, por lo que se advierte claramente que se halla embarazada, elegantemente vestida a la última moda borgoñona, con un cuerpo blanco rematado en oro y una larga falda de color rojo intenso, con una toca negra igualmente rematada en oro y una amplia y larga capa adornada con motivos heráldicos, toda la vestimenta muy rica y lujosa, adornada sólo con una joya, un medallón que le cuelga del cuello con una cadena.
Un autor anónimo del siglo XVI proporciona otra de las imágenes más sugestivas de la reina en el retrato existente en el Instituto Valencia de Don Juan. La reina, joven y hermosa, con sus típicos ojos achinados y expresión seria, aparece vestida casi de negro, aunque se deja ver algo de una falda roja, las mangas rematas en piel de pelo blanco, con una toca negra rematada por un bordado que repite el símbolo de la granada –tan querido por su madre-; lleva importantes joyas de oro, piedras preciosas y perlas, en el cuello y en la cintura y sobre el pecho un hermoso joyel y una gruesa cadena; en la mano derecha sostiene unos guantes de piel.
El retiro en que transcurrió su larga y desgraciada vida impedirá que su imagen evolucione, pues no existen retratos de madurez. Su triste historia atraerá el interés de los siglos venideros y alguna de las imágenes más conocidas de la reina Juana proceden de la pintura de historia del siglo XIX, como sucede por ejemplo con el famoso cuadro de Francisco Pradilla, de 1877, que la representó ya viuda, vestida de negro, junto al féretro de su esposo Felipe, durante el triste cortejo fúnebre por tierras castellanas, conservado en el Casón del Buen Retiro del Museo del Prado.
            Siglos después, la otra reina propietaria de la monarquía española, Isabel II, fue igualmente un modelo negativo, que dividió a la nación y perdió el trono. Su reinado, comenzado cuando todavía era una niña, abrió grandes perspectivas y esperanzas de modernización social y política para la monarquía y para la nación, pues ella encarnaba la causa del liberalismo. Sin embargo, pronto se desvanecieron las esperanzas. El reinado de Isabel II transcurrió bajo el signo de la división y el enfrentamiento, primero las luchas entre liberales -isabelinos- y absolutistas -carlistas-, después entre liberales moderados y liberales progresistas, finalmente entre monárquicos y republicanos. Sin ser responsable absoluta de todo lo malo que sucedió en su tiempo, pues su figura ha sido criticada mucho más allá de lo justo, su conducta como reina no estuvo a la altura necesaria. No logró superar las divisiones y discordias, incluso en muchas ocasiones contribuyó a ellas, y acabó perdiendo el trono en 1868. Tanto la causa de la monarquía como la causa de la nación padecieron un grave deterioro por su falta de acierto. Moriría exiliada en París en 1904, después de largos años de destierro. Si no estuvo a la altura como reina propietaria, cumpliría su papel asegurando la sucesión. Superando muchas dificultades, su hijo Alfonso XII recuperó el trono y contribuyó a pacificar la nación y a darle estabilidad y futuro con el sistema de la Restauración.[6]
            De la reina Isabel II nos han quedado numerosos e interesantes retratos, obra de diferentes artistas, correspondientes a diversas etapas de su larga y complicada vida. Existen retratos de la reina niña, de la reina adulta y también de la reina exiliada. En la mayor parte de los cuadros se subraya su condición de reina por derecho propio, acompañándola de los símbolos propios de su realeza, la corona, el cetro, el trono. También podemos encontrar su imagen en numerosas esculturas y en las monedas y medallas. Con el factor añadido de que en su caso a la pintura se añadió la fotografía, que nos transmitido una imagen muy exacta e insobornable.
De niña la retrataron varios pintores, como Vicente López, a los tres años, sentadita en el trono, vestida de blanco, con collar y pendientes de perlas y con una pequeña coronita en la cabeza y otra corona simbolizando su condición regia, en un almohadón rojo situado a su lado y sobre la que coloca su pequeña manita derecha, en señal de posesión como reina propietaria que era, y Mariano Quintanilla, discípulo del anterior, de pie, vestida en tonos dorados, junto a una simbólica corona real, también Antonio María de Esquivel, que la representó muy inocente y encantadora, toda vestida de blanco, de pie ante el trono y con los símbolos de la realeza, la corona y el cetro, junto a ella, como figura en el cuadro de la colección del Banco de España.
De la reina joven podemos recordar como ejemplo los diversos retratos que le hizo Federico de Madrazo, como el existente en el palacio de Navarra, en Pamplona, de 1746, muy hermosa, vestida de blanco, adornada con encajes y joyas, coronada. El retrato del Museo del Prado es muy similar, Isabel II aparece igualmente vestida de blanco, adornada con encajes, con un ramito de rosas de color de rosa en el pecho, y ricas joyas en que destacan un collar de brillantes y la corona real, también de diamantes. Algo más mayor la retrató también Madrazo, vestida de azul, como reina, tal como indican los símbolos de la realeza que la acompañan, en un cuadro conservado en el Museo del Ejército de Madrid.
Muy espectacular es el retrato que le realizó uno de los retratistas de moda en la época, Franz Xaver Winterhalter, que la representó en la plenitud de su edad y de su realeza, en 1865, muy hermosa y favorecida, con un precioso vestido blanco adornado con encajes y rosas de color rosa, coronada como reina y acompañada por su hijo y heredero, el pequeño príncipe Alfonso.
Entre las fotografías cabe recordar las realizadas por el infante Sebastián Gabriel en 1865 y la posterior, de la reina ya en el exilio, de Paul Nadar en 1876, vestida de negro y prematuramente envejecida por los disgustos.

Esposa y madre




            Reinas propietarias fueron muy pocas, la mayoría lo fueron consortes. Aunque en España sólo existió ley sálica en el siglo XVIII, por influencia de la dinastía francesa de los Borbones, se prefirió siempre la sucesión masculina, por lo que la figura habitual era la de las reinas consortes, como sucedió en Francia.[7] Las reinas consortes eran reinas en cuanto esposas del rey. La reina será ante todo, como la inmensa mayoría de las mujeres de la época moderna, esposa y madre. Pero la reina no será una esposa o una madre cualquiera, será esposa del rey y madre del futuro rey.
Ser esposa amante y casta era deber primordial de una reina. De una reina se daba por supuesto una conducta intachable en temas sexuales, absolutamente fiel a su esposo el rey. Si esto era esencial en toda mujer cristiana, mucho más en el caso de una reina, por la importancia que tenía para la dinastía garantizar estrictamente que el rey sería el padre de sus hijos y también por razones de ejemplaridad moral. No hubo reproche alguno en ese sentido para las reinas de la España moderna, salvo para María Luisa de Parma, que fue acusada de infidelidad, atribuyéndole amores con el favorito Godoy. Ya en la época contemporánea, también sería gravemente censurada por su comportamiento irregular Isabel II. Aunque las razones fueron múltiples, seguramente no fue fruto de la casualidad que ambas soberanas perdieran el trono y acabaran en el éxilio.
La reina debía amar mucho al rey, su marido, y sólo a él. Amor y fidelidad eran exigidos a toda esposa, muchísimo más a una reina que debía dar ejemplo a todas las mujeres de su reino. Pero los matrimonios reales no siempre eran acertados ni felices. Las reinas, como los reyes, debían casarse por razón de estado, no por amor. Sin embargo, en algunos casos los matrimonios acabaron por convertirse en matrimonios de amor, como fue el de Carlos V y la emperatriz Isabel. Según destacaban sus contemporáneos, desde el mismo momento de conocerse en Sevilla se amaron mucho. Como escribía el embajador de Portugal, Azevedo Continho: “Entre los novios hay mucho contentamiento... En cuanto están juntos, aunque todo el mundo esté presente no ven a nadie, ambos hablan y ríen, que nunca hacen otra cosa...”[8] Y así seguirían durante toda su vida. Igualmente sucedió con los dos matrimonios de Felipe V, primero con María Luisa Gabriela de Saboya y después con Isabel Farnesio, el de Fernando VI con Bárbara de Braganza o el de Carlos III con María Amalia de Sajonia, concertados por motivos políticos y diplomáticos acabaron convirtiéndose en matrimonios muy felices y unidos.
A pesar de que la Reina era fundamentalmente esposa del rey, no es muy frecuente un cuadro en que ambos figuren juntos. Lo normal es pintar parejas de cuadros, uno del rey y otro de la reina. Tal vez como reflejo del gran amor que se profesaban, Carlos V y su esposa, la emperatriz Isabel de Portugal, aparecen juntos en diversas obras. En un bello bajorrelieve de Jean Mone, en el castillo de Gaesbeck la pareja se manifiesta claramente su cariño. El emperador abraza a la emperatriz mientras con la mano derecha le toma afectuosamente la mano. Un cuadro en que ambos también aparecen juntos, aunque fue pintado tras la muerte de la reina, fue el retrato que Tiziano hizo de Carlos V y la Emperatriz Isabel. La apariencia de don Carlos es muy similar a la que tiene en el cuadro de Tiziano, de 1558, ya retirado en Yuste. En la copia que hizo Rubens del cuadro de la pareja real por Tiziano, hoy en la colección de la Casa de Alba (Madrid), aparecen los emperadores, casi de frente, uno al lado del otro, sentados a una mesa vacía en la que sólo aparece un objeto, seguramente un reloj de los que Carlos V gustaba coleccionar y los dos pares de guantes de la pareja, sosteniendo el emperador en la mano derecha los suyos, mientras la emperatriz lleva un pañuelo blanco entre sus manos. Ambos visten elegantemente de negro, sólo pequeños detalles blancos, más abundantes en ella que en él, alivian la severidad del conjunto, alegrado por el vivo color rojo del tapete de la mesa y de los cortinajes del fondo. El Emperador luce el Toisón de Oro y entre las joyas con que se adorna la Emperatriz destaca el joyel del pecho. La pareja no se mira ni tampoco mira al espectador, muestran una actitud serena, pero como introspectiva, un halo de grandeza y majestuosidad los envuelve.
Aunque debía cumplir con el papel de compañera fiel de su marido, en su calidad de esposa del rey su deber principal era dar continuidad a la Corona, dar un hijo a su esposo, un heredero al trono, cuestión esencial porque la continuidad era característica esencial de la Monarquía. Cumplir ese deber primordial estaba por encima de cualquier otra consideración, incluso del riesgo de su salud y de su vida. Fueron varias las reinasque murieron como consecuencia de malos embarazos o malos partos, como sucedió con la emperatriz Isabel, Isabel de Valois y Margarita de Austria. Si la reina no conseguía tener un hijo se consideraba que había incumplido su principal deber y generalmente se la culpaba a ella, independientemente de la responsabilidad verdadera del problema. María Luisa de Orleans y Mariana de Neoburgo fueron duramente criticadas por no haber tenido hijos. La falta de sucesor directo podía llegar a generar un problema gravísimo, como sucedió en 1700 a la muerte de Carlos II sin hijos. En el tema de la sucesión, la servidumbre de la reina respecto a la Corona -la institución- y a la dinastía -la familia-, será máxima.
La reina en este aspecto no era diferente de las demás mujeres, tenía como obligación esencial como reina la obligación esencial de una mujer en aquella época, tener hijos. Pero la obligación de la reina era infinitamente mayor que la de cualquier mujer corriente. Su maternidad estaba transcendida, iba mucho más allá del ámbito personal y familiar, afectaba no a una familia cualquiera, sino a una dinastía de siglos, no a un grupo de personas, sino a un pueblo entero. Una reina debía garantizar la sucesión, para el rey, para la dinastía y para la Monarquía española.
Contra lo que cabría imaginar por la enorme importancia que la maternidad tenía para las reinas, no hay demasiados retratos de la reina como madre, junto a sus hijos. A principios del siglo XVIII, Miguel Jacinto Meléndez, que tuvo un lugar destacado como retratista de los reyes Felipe V e Isabel de Farnesio, nos dejó una preciosa imagen maternal de la reina. Muy bellos y elegantes son una pareja de retratos, en que el rey viste una lujosa casaca roja y la reina, vestida con gran sencillez, sostiene, orgullosa y feliz, a su hijo primogénito, el futuro Carlos III.
El deber de la reina era fundamentalmente biológico, dar a luz un hijo. Pero se esperaba más de su maternidad, no sólo debía poner al hijo en el mundo, sino también criarlo, convertirlo en un hombre y en un rey. De la crianza biológica se ocupaban las nodrizas, las damas y las criadas de palacio, pero era misión de la reina educarlo. Y la responsabilidad no se limitaba al heredero, debía también ocuparse del resto de sus hijos e hijas, como madre y como reina, para hacer de ellos hombres y mujeres de provecho, dignos príncipes de la dinastía, futuros reyes y reinas. La reina había de ser, pues, educadora de sus hijos y educadora de reyes. La responsabilidad que toda mujer tenía de educar a sus hijos, también se transcendía en el caso de la Reina, educadora de sus hijos, unos hijos destinados a reinar, el primogénito como heredero del trono, pero también los menores, en caso de faltar el mayor, o en caso de ocupar otros tronos.

Retratos de familia
A la reina no le bastaba con tener un hijo, el ideal era tener una familia numerosa, para asegurar la continuidad de la monarquía contra cualquier azar. La alta mortalidad infantil acosaba a todas las familias, también a las de la realeza. El resto de los hijos, especialmente las infantas, cumplían la importante misión de contribuir a extender y reforzar las redes dinásticas y diplomáticas, por lo que muchos de ellos acabaron ocupando tronos en otros países. Gracias a todos estos matrimonios de estado existían estrechos vínculos -cuyas líneas femeninas no se tienen demasiado en cuenta, a pesar de ser muy relevantes- y que unían a las diferentes familias reales europeas, hasta crear un selecto y privilegiado núcleo dirigente, como una gran familia que reinaba en Europa y gobernaba no sólo Europa sino gran parte del mundo. No existen muchos cuadros de familia en la amplia colección de retratos reales, pero los que existen son verdaderamente excepcionales.
            Varios de los retratos de los Reyes Católicos son retratos de familia, donde Isabel y Fernando aparecen acompañados de algunos de sus hijos, especialmente el heredero, el príncipe don Juan y las infantas mayores, Isabel y Juana. Un buen ejemplo puede ser la “Virgen de los Reyes Católicos”. Pintada hacia 1492, para el convento dominico de santo Tomás de Ávila, actualmente en el Museo del Prado. En el centro del cuadro se halla María, sentada en un trono, con el Niño en los brazos; a ambos lados los reyes, arrodillados en oración, acompañados de sus hijos y colaboradores y de varios santos. A la izquierda se halla el rey Fernando y su hijo y heredero del trono, el príncipe don Juan, a la derecha, la reina Isabel con su hija Juana, que fue finalmente la heredera de la corona. El sentido dinástico es esencial en el cuadro.
De época posterior, aunque no se trate estrictamente de la familia real española, por su especial vinculación merece la pena recordar el cuadro de la familia de Maximiliano I, pintado por Bernhardt Strigel, actualmente en la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, donde el sentido dinástico domina igualmente la obra. El Emperador Maximiliano aparece acompañado de su esposa María de Borgoña, de su hijo Felipe y de sus nietos, hijo de Felipe y Juana, Carlos, el futuro Emperador Carlos V, y Fernando, que también será después Emperador, y Luis, rey de Hungría, que resultará nieto de Maximiliano como esposo de su nieta María, hermana de los anteriores. También es digno de recordar el díptico en que aparecen los hijos de Juana y Felipe, los dos varones, Carlos y Fernando, y las cuatro mujeres, Leonor, Isabel, María y Catalina, representados en la niñez, señalando sus fechas de nacimiento.[9]
            En el siglo XVI podemos encontrar un ejemplo muy curioso, el banquete ideal de la familia real española, actualmente en el Muzeum Narodowe de Poznan (Polonia). Es un retrato colectivo que reúne a los Habsburgo de la Monarquía española, -la familia de Carlos V y la de Felipe II-, sentados a la mesa. El cuadro se atribuye a Sánchez Coello o a su escuela y fue pintado a fines de siglo, seguramente con motivo de las bodas de la infanta Isabel Clara Eugenia y del Archiduque Alberto, destinados a convertirse en Señores de los Países Bajos. Presidiendo la mesa, centrando la composición, mirando al espectador, se hallan Felipe II y su cuarta esposa Ana de Austria, a la derecha del cuadro se hallan Carlos V y la emperatriz Isabel, a la izquierda la infanta Isabel Clara Eugenia y su esposo el Archiduque Alberto, de espaldas se halla otra pareja, tal vez la infanta Catalina Micaela y su marido el duque de Saboya. De pie al fondo varios caballeros observan la escena y sirven a los comensales. La reunión, que es simbólica, pues reúne a personajes de diversas épocas, es una evocación de la continuidad de la monarquía y un elogio de la gloria de la dinastía Habsburgo. El esplendor cortesano se halla evocado por la espléndida mesa, que se halla ricamente dispuesta con vajilla y cubiertos de oro y plata y servida con suculentos manjares y por el lujo de las vestimentas de los comensales regios..
            Un cuadro de familia, en que la familia se halla oculta, aunque resulta evidente, y sobre todo, un cuadro familiar, son Las Meninas de Velázquez, cuadro genial que ha sugerido infinidad de interpretaciones. Pintado probablemente en 1656, evoca a la familia de Felipe IV y su segunda esposa Mariana de Austria. En primer término y en el centro se halla la infanta Margarita María, una preciosa niña de unos cinco años de edad –había nacido en 1651-. En torno a la infanta se hallan las meninas María Agustín Sarmiento e Isabel de Velasco, los enanos Maribárbola y Pertusato, detrás una dueña, Marcela Ulloa, junto a un guardadamas, en la puerta el aposentador José Nieto. A la izquierda del cuadro, aparece el propio Velázquez, pintando, lo que representa la máxima reivindicación de sus méritos artísticos que le legitiman para aparecer en esa escena cortesana, de ambiente privado y familiar. El conjunto se completa con la imagen de los reyes reflejada en un espejo, al fondo, lo que acaba de darle al cuadro su sentido de retrato familiar, aunque sólo sea sugerido.
El destino que se le dio acabaría de confirmar esta interpretación. En un inventario de 1666, el año siguiente a la muerte de Felipe IV, Las Meninas aparecen en la “pieza del despacho de verano” en el Alcázar madrileño. Como señala Jonathan Brown, “del emplazamiento del cuadro en ese lugar concreto podemos deducir una importante información, pues la tal pieza era una habitación destinada al uso personal del monarca. Pese a sus dimensiones (3,21 x 2,81 m.), por consiguiente, Las Meninas se consideró en la época de su creación como un cuadro privado, dirigido a un público compuesto por una única persona: Felipe IV. También podían verlo las personas que entraban en ella, por supuesto, pero sólo el rey tenía un papel que desempeñar en la composición. Si esta conclusión es correcta, entonces se sigue de ella que el punto focal del cuadro era el rey, que “interrumpía” a las figuras de Las Meninas cada vez que entraba en su despacho de verano. La implícita suposición de su presencia se plasma, por un lado, en las posturas y expresiones de los personajes del cuadro, y por otro en la imagen reflejada en el espejo.”[10]
En todo caso, se trataría, desde este punto de vista, de un diálogo entre padre e hija, dentro del cuadro y sobre todo fuera del cuadro, pues estaba colocado en un despacho del rey, y lo que llamaría la atención sería el pálido reflejo a que quedaría condenada la reina Mariana, siempre al lado del rey, siempre observando a su preciosa hijita, al menos desde el mismo cuadro, pero siempre una presencia como distante y desvaída.
El modelo de retratos familiares de la realeza se fue consolidando en toda Europa. En la tradición española “Las Meninas” de Velázquez marcaron un hito, en la tradición de la pintura francesa también existían interesantes ejemplos, como “Luis XIV y su familia” de Largillière y “La familia del Gran Delfín” de Mignard, igualmente sucedió en otros países, como son los cuadros de la familia del rey Carlos I de Inglaterra, obra de Van Dyck. Los Borbones españoles contarán a lo largo del siglo XVIII con una serie magnífica de retratos familiares, comenzando por la familia de Felipe V, en la doble versión, la de Ranc y la de Van Loo, y terminando por la genial familia de Carlos IV o la imagen más íntima de la familia del Infante Don Luis, obras las dos de Goya.
Jean Ranc, alumno aventajado de Rigaud, pintor de éxito en Francia, se instaló en Madrid en 1722 y siguió a la familia real a La Granja y a Andalucía, como pintor de cámara y primer pintor de la corte. Realizó numerosos retratos de los reyes y de los infantes, a él se deben las deliciosas imágenes de Don Fernando y Don Carlos, los futuros reyes, cuando eran niños, y dedicó mucho tiempo a la preparación de la que debía ser su gran obra, la familia de Felipe V y de la que sólo ha quedado el pequeño estudio preparatorio. En ella Isabel Farnesio, todavía joven, muy gentil, aparece como única mujer real de la escena, rodeada de su esposo, de los hijos de éste, Luis y Fernando, y de sus propios hijos, Carlos y Felipe. Por azares de la historia en el cuadro están representados cuatro reyes de España, Felipe V, Luis I, Fernando VI y Carlos III. Completando el conjunto familiar, en un retrato se halla la imagen de una princesa, acaso Luisa Isabel de Orleans, entonces prometida al Príncipe de Asturias. Al fondo aparece una dama con una bandeja en que porta un servicio de chocolate, que da a la imagen, esencialmente protocolaria, una pincelada de cotidianeidad. Este retrato de familia señala la importancia que en la monarquía tiene no sólo la imagen individual del soberano, sino la imagen del conjunto familiar, que al representar a los diferentes miembros de la familia y a las diversas generaciones, recoge todavía mejor que la figura aislada del rey el concepto dinástico y el elemento de continuidad específico y característico de la monarquía como sistema de gobierno.
            Al morir Ranc en 1735 se buscó a un nuevo pintor de corte, siempre dentro de la tradición versallesca. El elegido fue Louis-Michel Van Loo, pintor de talento amplio y variado, que no sólo dominaba el arte del retrato cortesano francés, sino que su pintura manifestaba también un vasto horizonte internacional. Se incorporó a la corte española en enero de 1737. En Madrid desarrolló una actividad doble, por una parte el trabajo en palacio y por otra la enseñanza. Pintó cuadros de diversos tipos, varios de tema mitológico, pero su obra principal fueron los retratos reales, de factura elegante y aristocrática, composiciones cortesanas, en las que destacan los rostros plenos de humanidad.
Las mejores facultades del artista se manifiestan en su obra maestra, el gran cuadro de “La familia de Felipe V”.  El magnífico conjunto familiar data de 1743. El marco es un imaginario interior de palacio, al fondo unos músicos están interpretando un concierto, testimonio de la pasión real por la música, en el centro se hallan sentados los reyes, Felipe V e Isabel de Farnesio, y junto a ellos se hallan sus hijos y nietos, todos vestidos elegantemente de corte. El grupo es simbólico, ya que en aquella fecha no se hallaban reunidos en Madrid, pues varios se hallaban en sus respectivos reinos. El cuadro trasciende la estricta realidad de las personas, pues pretende la glorificación de la familia real, símbolo de la continuidad de la dinastía borbónica española, representada a través de las sucesivas generaciones de príncipes, pero es también un buen estudio psicológico de los diversos personajes. Felipe V, que aparece con un semblante sonriente, es ya un hombre envejecido, pero en posesión de sus facultades mentales, como confirma el testimonio del mariscal de Noailles por las mismas fechas: “En cuanto al entendimiento, me ha parecido el mismo: mucho juicio, respondiendo con exactitud y precisión a lo que se le dice cuando se le habla de asuntos y quiere darse el cuidado.”[11]  A su lado, siempre inseparable, como protagonista principal del conjunto, la Reina Isabel Farnesio, que acerca significativamente la mano hacia la corona depositada en una mesa, en un claro gesto de dominio. En segundo término, detrás de sus padres, don Luis, el infante cardenal, a la derecha, don Felipe y su esposa Madame Infante, las infantas María Teresa y María Antonia, a continuación María Amalia y su esposo, don Carlos, reyes de las Dos Sicilias, él en pie cerrando el grupo por ese lado. Al lado izquierdo, los príncipes de Asturias, Fernando y Bárbara de Braganza, y la infanta María Ana, princesa del Brasil. Delante dos infantitas juegan con un perrito, una es Isabel, hija de don Felipe, la otra es María Isabel, hija de don Carlos, ambas llevan el nombre de su abuela. Suntuosos cortinajes y adornos completan la majestuosidad del conjunto. En el cuadro nada se dejaba a la espontaneidad, todo estaba perfectamente ordenado y dispuesto. Era la imagen de una familia, un matrimonio, Isabel y Felipe, con sus hijos, pero era también la imagen de una de una dinastía, los Borbones españoles, y de una institución, la monarquía española en el siglo del absolutismo ilustrado.[12] Al final, entre todas las imágenes de Isabel de Farnesio, joven princesa, esposa adorada, madre amantísima, reina poderosa, queda la imagen que recogió Van Loo en su gran cuadro de La familia de Felipe V. Como comenta Carlos Seco: “La Reina, convertida en una matrona llena de majestad, suntuosamente ataviada, conservando intactas en la mirada la energía y la inteligencia que no la abandonaron nunca.”[13]
            Los retratos de familia continúan en España con otra obra maestra, la familia de Carlos IV de Goya, el retrato “de todos juntos” como lo denominaba la reina María Luisa. Obra de muchos personajes, requirió bocetos previos que el pintor realizó de mayo a junio de 1800 en Aranjuez, la versión definitiva se ejecutó de julio de 1800 a junio de 1801. Figuran diversos miembros de la familia real. En el centro los soberanos, María Luisa de Parma y Carlos IV, dando la reina la mano izquierda a su hijo más pequeño, Francisco de Paula, y cogiendo con su mano derecha por el hombro a su hija menor, María Isabel. Al lado izquierdo del cuadro, adelantado al resto de personajes, el príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, junto a una figura femenina que vuelve el rostro, seguramente en representación de su futura esposa, detrás de Fernando el infante don Carlos María Isidro, el futuro pretendiente al trono en las guerras carlistas. Detrás, la infanta María Josefa, hermana del rey. Al lado derecho de la composición, justo detrás de Carlos IV, su hermano el infante don Antonio Pascual, con su esposa y sobrina, la infanta María Amalia, hija de los reyes. Más a la derecha otra hija de los reyes, María Luisa, convertida en Princesa de Parma por su matrimonio con Luis de Borbón, que aparece junto a ella –que serán después Reyes de Etruria por los manejos italianos de Napoleón-. La infanta lleva en brazos a su hijo Luis.
Todos visten en traje de corte. El rey va de oscuro, el príncipe de Asturias en azul y los otros tres personajes masculinos que se aprecia su vestimenta en rojo. Las damas en tonos claros, con ricos vestidos de estilo imperio, siguiendo la moda del momento. Entre otras condecoraciones, las mujeres llevan la banda de la Orden de María Luisa y los hombres la Orden de Carlos III. La reina, que centra la composición, destaca por el lujo de su vestimenta y sus joyas. Aunque resulta evidente que domina al conjunto de la familia, su actitud cariñosa hacia sus hijos menores le da un aire muy maternal. De acuerdo con las costumbres cortesanas y sociales del siglo XVIII se ha perdido una parte de la rigidez del siglo anterior, pero, aunque se ha hablado de aburguesamiento, queda todavía mucho de realeza en esta nueva versión de una familia regia.
            Cuadro de gran complejidad, indudablemente la influencia de Las Meninas de Velázquez pesó en el ánimo de Goya al pintar su propia versión de instantánea colectiva regia, aunque no pretendiera un juego tan sofisticado como el propuesto por su antecesor. Según el precedente, las figuras están dispuestas como en un friso. Y especial significado tiene, como hizo Velázquez, que también Goya se incluya en el conjunto, a la izquierda, en segundo término y como de espaldas a la familia real, sobre un fondo oscuro, igualmente ante un bastidor, en actitud de pintar, como ratificando y culminando la reivindicación de ambos artistas, para ser reconocidos socialmente por su talento.[14]
            Menos conocido y de un valor artístico no tan genial, pero muy interesante desde el punto de vista histórico, es el cuadro de la familia de Carlos IV, pintado por Vicente López, con motivo de la visita a Valencia realizada en 1802, en conmemoración de su estancia en la Universidad de la capital valenciana, hoy en el Museo del Prado. La reina, vestida de blanco, sentada, abrazando a su hijo menor, Francisco de Paula, que se apoya en ella, centra la composición; a su derecha, en pie, se halla el rey Carlos IV, apoyado en un bastón, junto a él, hacia el extremo izquierdo del cuadro el resto de la familia real, dos parejas, los Príncipes de Asturias recién casados, Fernando y María Antonia de Nápoles, y los reyes de Etruria, la infanta María Luisa y su esposo Luis de Parma, detrás de don Fernando el infante don Carlos María Isidro y justo detrás de Carlos IV su hermano el infante don Antonio Pascual. A la derecha figuras simbólicas y coronando el conjunto otras figuras que glorifican a la Monarquía y ensalzan las bodas reales.

Reina viuda, Reina madre, Reina regente

Un caso especial de reina consorte sin poder ni influencia es el de la reina viuda. La reina viuda es varias veces viuda, es la mujer sin esposo y es la reina sin rey y sin reino. Sobrevive como persona a su condición de reina. Si la reina lo era en cuanto esposa, al perder al esposo la reina dejaba de ser reina. La reina viuda era una figura excepcional, pues sólo era reina en cuanto lo había sido, pero ya no lo era. De acuerdo con el planteamiento conceptual de la época, “los reyes dos veces mueren porque dos veces viven. Viven una vez para el reino y viven otra vez para sí. Y al contrario, mueren cuando dejan de reinar y mueren cuando dejan de vivir.” Era la vieja teoría medieval de los dos cuerpos del rey. Normalmente las dos muertes del rey coinciden, salvo cuando se produce una abdicación o un destronamiento. Pero en las reinas la doble muerte no coincide. A veces mueren antes que el rey, pero muchas veces le sobreviven y entonces mueren como reinas en el momento en que muere el rey y mueren como personas cierto tiempo después. Este intervalo podía ser muy penoso.
Todas las reinas sentían gran preocupación y a veces auténtico temor a esa situación en que quedaban. Pasaban de ser el centro de todo a quedar más o menos marginadas. Reinas viudas que sufrieron esa dura experiencia, durante más o menos tiempo, son por ejemplo Mariana de Neoburgo, viuda de Carlos II, Luisa Isabel de Orleans, viuda de Luis I, Isabel de Farnesio, viuda de Felipe V. Otras, en cambio, serían recuperadas para la vida política y cortesana, como sucedió con Germana de Foix, viuda de Fernando el Católico, a la que Carlos V volvería a casar y le confiaría importantes cargos, así el virreinato de Valencia.[15] 
            Caso especial era el de la reina viuda que se convertía en reina madre, lo que le permitía conservar parte de su posición. Todavía más significativo sería el papel de reina regente. Además de esposa del rey, la reina era madre del rey y en algunos casos, si fallecía el monarca y el heredero no alcanzaba todavía la edad mínima para reinar personalmente, era su madre la persona destinada a hacerlo en su nombre hasta la mayoría de edad de su hijo. En la edad moderna este caso se dio a la muerte de Felipe IV, porque Carlos II era todavía un niño muy pequeño. Por tanto, la Regencia debía confiarse a su madre. Mariana de Austria es un interesante caso de una reina que se ve obligada a asumir el gobierno sin tener dotes para ello. Mientras otras reinas desearon y persiguieron el poder, doña Mariana carecía de toda ambición en ese sentido, pero por paradojas de la historia fue la que tuvo la mayor oportunidad de ejercerlo.[16]
Doña Mariana, mujer de escasa inteligencia política, poco hábil y flexible, no acabaría de adaptarse a su nueva situación, aunque la asumiría por sentido del deber. Su relación con los miembros de la Junta de Gobierno, designada por Felipe IV para asesorarla, nunca fue fluida, y a Don Juan de Austria, el hijo bastardo del rey difunto, figura de gran relieve militar y político, le tenía una profunda y notoria antipatía, considerándolo su más peligroso rival. Sin embargo, la regente no era una mujer fuerte, que pudiese afrontar sola sus altas responsabilidades, y encontró la solución a sus problemas apoyándose en hombres de su confianza particular. Fue así como a pesar de todas las precauciones tomadas por Felipe IV, el gobierno de la Monarquía española volvió a quedar en manos de validos, aunque por la escasa categoría política de los personajes elegidos por doña Mariana habría que hablar mejor de favoritos, su confesor el padre Nithard y Valenzuela, “el duende de palacio”.
Llegada la mayoría de edad del rey, acabó la Regencia de Doña Mariana. Ella intentaría seguir influyendo sobre su hijo, pero acabaría perdiendo la partida frente a don Juan. Doña Mariana fue apartada de su hijo y como destierro eligió Toledo. A la muerte de don Juan regresó a la corte, donde en competencia con sus nueras ejercería como reina madre y seguiría influyendo sobre Carlos II casi hasta el final del reinado, pues murió en 1698.
            El cambio de condición, de reina como esposa del rey, a reina viuda, madre y regente, se puede apreciar muy bien en la colección de retratos de Mariana de Austria. Como esposa de Felipe IV tuvo la inmensa suerte de ser pintada por Velázquez, que dotó a su figura de una prestancia y majestuosidad que Doña Mariana apenas poseía como mujer, pero que debía irradiar como reina. Especialmente impactante es el retrato que se conserva en el Museo del Prado, pintado hacia 1652, cuando la reina tenía unos diecisiete años, un retrato de cuerpo entero, formal e imponente, en el que Doña Mariana en traje gris oscuro, guarnecido con bordados de plata, con ancho guardainfante horizontal, siguiendo la moda de la época, gran collar de oro con colgante sobre el pecho, complicado peinado apaisado de tirabuzones, que hace juego con la horizontalidad del guardainfante, profusamente adornado con lazos rojos y una gran pluma en blanco y rojo, sostiene elegantemente con una mano, en signo de femenidad, un gran pañuelo blanco, mientras descansa su otra mano sobre el respaldo de una una silla. Su figura enmarcada por un cortinaje y al fondo un reloj, uno de los numerosos relojes a que tan aficionados eran los monarcas españoles, ejemplo de maquinaria científica y artística obra de orfebrería, claro signo también del paso del tiempo.[17] Como señala Jonathan Brown, el retrato de la reina “presenta un contraste entre la rigidez de postura y expresión impasible de la modelo y el alarde de virtuosismo técnico con que está pintada. (...) La parte superior de la figura, especialmente la peluca y el cuerpo del vestido, tiene la vida que le proporciona la pincelada, aparentemente casual pero perfectamente controlada, del artista en su madurez. Con una economía de medios que no superó ningún artista de su tiempo, Velázquez hace que cada toque de pigmento desempeñe un papel preciso en la ilusión de un brillante traje que reluce bajo los efectos de una radiante luz.”[18] Gracias al arte del pintor, la modelo quedó transfigurada de una mujer sin especiales cualidades en una reina esplendorosa, digna de la gran monrquía que todavía era la Monarquía Española, a pesar de su decadencia.
            Gran contraste existe entre esta evocación de la reina joven, casada con Felipe IV, y la imagen posterior de reina viuda y regente, como madre del pequeño Carlos II. Pintada hacia 1669 por Juan Carreño de Miranda (Museo del Prado), Mariana de Austria, triste y como ensimismada, con las severas tocas de viuda, blancas con manto negro, que la asemejan más a una monja que a una reina, se halla sentada a una mesa, con recado de escribir, la mano sobre un documento, en actitud de hallarse dedicada a la misión de gobernar. Otros retratos similares fijaron esa imagen triste y austera con que se identifica a doña Mariana en la segunda etapa de su vida, pues las tocas de viuda las siguió utilizando tanto en privado como en las ceremonias públicas, incluso después de la mayoría de edad de su hijo, como puede verse por ejemplo en el cuadro de Francisco Ricci, Auto de fe en la plaza Mayor de Madrid, de 1683, conservado en el Museo del Prado, en que aparece Carlos II con su primera esposa María Luisa de Orleans y su madre doña Mariana de Austria.

Símbolo e imagen

Además de una figura institucional, la reina era una figura simbólica. La imagen de la reina no era sólo trasunto de la realidad concreta, sino expresión de un modelo. Como la reina lo era generalmente en cuanto esposa, en cuanto consorte, esa realidad se reflejaba claramente en los símbolos, imágenes y representaciones, con que la reina era evocada y aludida en la literatura y en las artes. En el simbolismo real de la época, junto al mito solar aplicado al rey, el mito lunar se aplicaba a la reina. Mientras el sol brilla con luz propia, la luna, que no tiene luz por ella misma, sólo refleja la luz del sol. Pero el símbolo responde al ideal, por el cual la reina era sólo un pálido reflejo del esplendor del soberano, en la realidad hubo reinas que brillaron con luz propia, otras llegaron incluso en algunos momentos a hacer sombra al astro rey.[19]
            Puesto que la misión esencial de una reina era dar un heredero a la Corona, también la imagen simbólica de la reina recogía y ensalzaba su misión como madre del futuro rey. Siendo el rey habitualmente representado como el sol, uno de los símbolos más utilizados para representar a la reina en las letras y las artes era la aurora. Imagen con frecuencia asociada a la reina que da a luz un nuevo sol, el heredero del trono.
            La reina era presentada como modelo y ejemplo para sus súbditos. Aparte de su poder político, la monarquía tenía un gran poder simbólico como modelo a seguir por la sociedad. La ejemplaridad de la Monarquía era su capital más importante. Era algo inmaterial, pero tenía una enorme influencia. En ella radicaba su prestigio y en ella residía gran parte de su poder. Una monarquía que no fuera ejemplar, no sería respetada, ni obedecida, perdería una parte fundamental de su esencia. La imagen ideal era un referente. En ocasiones podía responder a la verdad, en otras era puro tópico, pero lo importante y significativo es que la reina como ejemplo y guía era una de las imágenes más frecuentes de la Reina. Se esperaba y deseaba que la Reina fuera un modelo para su familia y para todos sus súbditos.
            La reina debía ser, sobre todo, modelo para todas las mujeres de su reino. La reina simplemente como mujer no era una imagen frecuente, pues la tendencia era siempre a encumbrarla y situarla por encima del común de las mujeres. Hacerla demasiado próxima, popularizarla, se hubiera considerado una vulgarización impropia, pero dotarla de algunos rasgos femeninos también idealizados, sobre todo aquellos rasgos más amables de la feminidad tal como era entendida y propagada en la época, se consideraba apropiado, incluso conveniente. De todos modos el arquetipo no fue inamovible.

 

La Emperatriz Isabel

            Un ejemplo muy interesante es el de la Emperatriz Isabel, a la que todos los testimonios de la época coinciden en atribuirle una extraordinaria belleza. El cronista Alonso de Santa Cruz escribía: “Era la Emperatriz blanca de rostro y el mirar honesto... Tenía los ojos grandes, la boca pequeña, la nariz aguileña, los pechos secos, de buenas manos, la garganta alta y hermosa...”[20] La natural elegancia de la Emperatriz Isabel queda patente en la soberbia escultura de Leon Leoni, actualmente en el Museo del Prado. La emperatriz, en pie, admira por su porte majestuoso.
Igualmente revelador es el retrato de la Emperatriz Isabel obra de Tiziano hoy en el Museo del Prado, por la imagen bellísima que da de la reina y por la propia historia del retrato, pintado tras la muerte de la soberana para que sirviera de emocionada memoria al Emperador, que lo llevó siempre consigo, hasta su muerte. En el cuadro doña Isabel, con el rostro bello y delicado, hermosos ojos de mirada triste, aparece sentada, con un magnífico y suntuoso vestido en los tonos rojizos y marrones tan regios como estimados por la escuela veneciana a la que pertenecía el artista. Enjoyada, pero sin exceso, destaca sobre su pecho un gran collar de perlas y en el centro un joyel, que se convertirá en el adorno característico de las reinas de la Casa de Austria. Figura como sorprendida en un alto de la lectura de un libro que sostiene en la mano izquierda. Es una de las pocas imágenes que han quedado de la Emperatriz y aunque no posó para Tiziano, pues se trata de un retrato póstumo, el artista supo captar la delicada y espiritual belleza de aquella gran dama que enamoró a su esposo el Emperador y a toda la corte.

Las cuatro esposas de Felipe II

            Las cuatro esposas de Felipe II tendrán suerte diversa en la plasmación de su imagen. A sus personales atractivos más o menos acentuados y a su mayor o menor capacidad para encarnar la realeza, habría que sumar los varios grados de talento y habilidad de los pintores cortesanos. Tras el influjo decisivo de Tiziano, fundamental fue el flamenco Antonio Moro, al que luego seguirán dos españoles, Alonso Sánchez Coello (1531-1588) y Juan Pantoja de la Cruz (1553-1608), cristalizadores del modelo del retrato áulico a la española.[21]
La primera mujer de don Felipe, María Manuela de Portugal, que no llegó a reinar, pues murió antes de su esposo heredara el trono, apenas ha dejado huella. Se considera retrato suyo la llamada dama del joyel de Antonio Moro, actualmente en el Museo del Prado, pero la mujer retratada parece muy mayor para la temprana edad en que murió la princesa, que no llegó a cumplir los veinte años. La segunda, María Tudor, fue siempre sobre todo reina de Inglaterra y esa fue fundamentalmente la imagen que prevaleció. Muy representativo es el retrato de Antonio Moro, pintado en 1554, actualmente en el Museo del Prado, en que María aparece, ya mayor, poco atractiva como mujer pero con aire de madurez y autoridad, sentada en un rico sillón, como en un trono, vestida con pesados ropajes muy majestuosos, luciendo en su pecho un joyel con una gran perla colgante, con unos guantes en la mano izquierda y con una flor roja en la mano derecha.
De la tercera, la francesa Isabel de Valois, existen diversos retratos, en todos ellos la imagen es una mujer muy joven y bella, con mucho encanto, siempre vestida muy ricamente y con gran elegancia, de manera caprichosa, a la moda, mostrando un gran poder seductor. En uno de los retratos existentes en el Museo del Prado, Isabel de Valois, en pie, con un elegante vestido de larguísimas mangas, sostiene en su mano derecha una miniatura con la efigie de su esposo. Especialmente revelador es el cuadro pintado por Juan Pantoja de la Cruz, actualmente en el Museo del Prado, que muestra a Isabel, de pie, con la mano sobre el respaldo de un sillón, extraordinariamente joven y hermosa, de pie, vestida de negro, pero con las mangas interiores rojas, muy adornada y enjoyada, destacando la perla Peregrina, que lleva en el tocado que le cubre la cabeza. Esta famosa perla, muy valiosa y apreciada por su gran tamaño y rara perfección, fue adquirida en tiempos de Felipe II y se convertiría desde el principio en uno de los signos de distinción por excelencia de la imagen de la Reina de España.[22]
La cuarta y la más importante de las reinas de Felipe II fue Ana de Austria, pues como esposa ofreció a don Felipe el ambiente doméstico que él como hombre deseaba y, sobre todo, le dio el hijo varón, el heredero del trono, que necesitaba como rey y que necesitaba la Monarquía Española. Estuvo tan entrañablemente unida a su esposo y le amaba tanto que puede decirse que murió por cuidarle cuando cayó enfermo de gripe, al ir de camino a Portugal en 1580 para ser proclamados reyes, pues se contagió de la enfermedad y murió ella, todavía joven, a los treinta años, cuando estaba de nuevo embarazada. Una de las primeras imágenes de Doña Ana es la que ofrece el retrato de Antonio Moro, de Viena. Típico retrato de corte es el que pintó Sánchez Coello, actualmente en el Museo del Prado, que nos muestra a la joven reina en pie, vestida con un rico y complicado traje en tonos claros, una alta y apretada gorguera que la enmarca el rostro, con un tocado rematado con una pluma de la que pende la perla Peregrina; -de manera similar a la de Isabel de Valois-, en la mano derecha lleva un pañuelo adornado con encajes y la mano izquierda, con anillos en los dedos anular y meñique, la apoya sobre el brazo de un sillón. Igualmente cortesano es el retrato de Bartolomé González en el Museo del Prado, vestida también de color claro, con un vestido de seda blanca, bordado en oro y adornado con lazos y otros detalles rojos; porta un riquísimo collar de oro con perlas y gemas, del que pende el águila imperial bicéfala y de ella la perla Peregrina. Siempre muy blanca y rubia, transmite siempre delicadeza y serenidad.
En otro retrato más sobrio e intimista, siguiendo la tradición de otros retratos de damas de la familia, -como las dos hermanas de Felipe II-, su tía Juana de Austria, pintada por Alonso Sánchez Coello (Convento de las Descalzas Reales de Madrid) y por Antonio Moro (Museo del Prado) y su propia madre, la Emperatriz María de Austria, pintada por Antonio Moro (Museo del Prado) la reina Ana queda en imagen como una mujer hermosa y delicada, muy serena, vestida de oscuro, con elegante severidad, plenamente regia en su calculada sencillez, que es indicio de su absoluta grandeza como esposa de Felipe II, señor del mundo, reina de la Monarquía española en plena cima de su hegemonía. Muy significativo es el retrato pintado probablemente por un discípulo de Alonso Sánchez Coello, hoy en el Museo del Prado, en que la reina Ana, joven y muy blanca y rubia, aparece vestida austeramente de negro, sólo adornada por tocado, gorguera, cuello y puños de encaje blanco y sólo con un largo collar que ella toma con su mano derecha y que más asemeja un rosario que una joya, descansando la mano izquierda sobre el respaldo de una silla.[23]

Las reinas del barroco

En el simbolismo barroco no se destacaba especialmente la feminización de la reina. La reina era la esposa del monarca, su compañera y su apoyo, la madre de sus hijos, pero no se exaltaban sus aspectos más femeninos, como pudiera ser el cuidado de los hijos; lo que importaba sobre todas las cosas era resaltar la condición regia. Existían modelos prácticamente consolidados, aunque existía con frecuencia la práctica de modificarlos y retocarlos.
Ya en el siglo XVII la esposa de Felipe III, la reina Margarita de Austria, aparece en varios retratos, de manera no muy afortunada desde el punto de vista artístico, con rostro sereno y serio, no muy agraciado, siempre muy rígida, como aprisionada por sus pesadas y complicadas vestimentas y por las duras exigencias de la etiqueta cortesana. Destaca el retrato pintado por Juan Pantoja de la Cruz en 1607, actualmente en el Museo del Prado, en que la reina Margarita, teniendo como fondo un gran cortinaje rojo, aparece en pie, con la mano derecha descansando sobre el respaldo de una silla, vestida de negro, pero con las mangas interiores rojas, con una gran gorguera y puños de encaje blanco, ricamente enjoyada, destacando una diadema en la cabeza y varias joyas de carácter religioso, una gran cruz en el pecho y un rosario enrollado en el  brazo derecho, evocación del carácter piadoso que poseía tanto en la realidad como en el ideal que encarnaba de soberana de la Monarquía Católica. [24] Obra igualmente de Pantoja de la Cruz es otro retrato, muy cortesano, de la reina Margarita (Museo del Prado), de pie y de cuerpo entero, vestida de manera similar, de acuerdo con la moda imperante, con un vestido de seda blanca y oro, con guarniciones doradas, de falda acampanada, largas mangas hasta el suelo y enorme gorguera de encaje, con una diadema rematada por un tocado de plumas, con grandes joyas en los brazos, en la cintura y sobre el pecho un precioso joyel del que pende la Peregrina; apoya su brazo derecho sobre el respaldo de un sillón y en la mano lleva un libro, en su mano izquierda sostiene un pañuelo blanco con encajes. De Bartolomé González es el retrato del convento de la Encarnación de Madrid en que se representa a la soberana en pie, ricamente vestida y con la imprescindible gorguera, luce una gran diadema, pendientes de perlas, cinturón y cadena de filigrana de oro y un medallón en el pecho; descansando su mano derecha sobre la cabeza de un gran mastín y en la mano izquierda el típico pañuelo blanco. También es interesante el retrato atribuido por William B. Jordan a Van der Hamen,  inspirado en el original creado por Bartolomé Ordoñez, siguiendo la tradición de pintar retratos reales basados en los modelos de otros pintores, pero con una gran calidad artística que le da especial mérito. La reina Margarita presenta parecida imagen rígida y protocolaria, pero va más enjoyada, con las mismas joyas anteriores, pero cambiando el medallón por el típico joyel con la perla Peregrina; la mano derecha igualmente sobre la cabeza de un mastín, pero en la mano izquierda sostiene un abanico cerrado, en lugar de un pañuelo.[25]
Mucha mejor suerte tuvo la primera esposa de Felipe IV, Isabel de Borbón, una mujer muy bella y seductora, que fue pintada con grandes artistas, como Rubens y Velázquez. Aunque los retratos oficiales ofrecen una imagen muy estricta, majestuosa y protocolaria, respetuosa con las exigentes etiquetas cortesanas, la hermosura de la reina y el talento de los pintores han producido una sugestiva imagen. Existe un retrato de jovencita, antes de viajar a España, vestida a la francesa, actualmente en el palacio de Versalles. Ya como reina, en la plenitud de su feminidad, la pintó Petrus Paulus Rubens, hacia 1628, con una mirada y una sonrisa muy atractivas, que rompen la tiranía de la enorme gorguera, los pesados ropajes, en ricos colores marrones y dorados, y la profusión de joyas, sobre todo perlas, que la cubren y la aprisionan. Muy atractivo es también el retrato existente en el Museo del Prado, obra acaso de Juan Bautista Maino, en que Isabel, joven, aparece hermosísima, siempre ricamente vestida y enjoyada, en una pose más femenina, más elegante y menos rígida de la habitual, con la mano derecha sosteniendo un abanico cerrado que no pende verticalmente sino que se apoya con gracia en la falda y con la mano izquierda apoyada con igual gracia en la cadera. De autor anónimo, atribuido por algunos a Rodrigo de Villandrando, es un retrato de Doña Isabel, aproximadamente a comienzos del reinado, pareja de otro de Felipe IV algo posterior, que forma parte de la colección del marqués Giulio Sacchetti, en el palazzo Sacchetti de Roma, en que se representa a la reina de pie, vestida de oscuro con la mano derecha apoyada en el respaldo de un sillón y en la izquierda un pequeño pañuelo blanco con encajes, ambos retratos reales están relacionados con la famosa pareja de retratos obra de Velázquez. Muy bello es también el retrato existente en el Instituto de Valencia de Don Juan en Madrid, que Sánchez Cantón identificó como de la reina Isabel y que William B. Jordan atribuye a Juan Van der Hamen. La reina, con una rica indumentaria en que dominan los colores marrón y el oro, aparece en la habitual pose de pie y de cuerpo entero, con la mano derecha sobre el respaldo de un sillón y la izquierda con un precioso pañuelo blanco de encaje.
Magníficos ejemplos artísticos de retrato regio los proporcionan los retratos que le hizo Velázquez a Doña Isabel. Muy conocido es el retrato pintado hacia 1635, obra de Velázquez y de su taller, actualmente en una colección particular de Suiza, pareja de otro del rey Felipe IV, en pie, vestido de negro, con cuello plano y con un papel en su mano derecha, actualmente en la Museo del Prado. La reina aparece de cuerpo entero, en pie, con un rostro muy hermoso, de mirada y sonrisa muy atractivas, a pesar de la obligada seriedad inherente a la realeza, con una mano, la derecha, descansando sobre el respaldo de una silla y en la otra mano un abanico cerrado. Detalles como abanicos o pañuelos, además de ser costumbre muy practicada en la corte, eran símbolos claros de feminidad. El traje, muy armado y geométrico, profusamente adornado, como era habitual en la moda de la época y mucho más en el caso de la realeza, esconde las formas del cuerpo femenino y convierte a doña Isabel en un icono regio, destinado a la contemplación, a la admiración, al respeto. Como indica Brown, este retrato de la reina fue objeto de profunda revisión. “Las radiografías revelan la existencia previa de otra imagen, en la que la reina lleva otro vestido más claro y de cuello alto, además de un collar de perlas. También el peinando es de otro estilo. Conservamos esa primera versión del retrato en una copia de taller y en otras versiones”.[26] Se refiere Brown al retrato existente en el Staatens Museum for Kunst de Copenhague.
La reina era representada fundamentalmente como reina, dejando transparentar muy poco de su propia personalidad. Por ejemplo, los magníficos retratos ecuestres de Velázquez, para el Salón de Reinos del palacio de Buen Retiro, al ser retratos oficiales, retratos de prestigio, retratan más la magnificencia de la realeza, encarnada en la reina, que el carácter particular de Margarita de Austria o de Isabel de Borbón.
Al diseñar el conjunto pictórico para la decoración del Salón de Reinos, que era el salón del trono, verdadero centro ceremonial del nuevo palacio, se decidió magnificar la gloria de la monarquía española y plasmar el programa político del Conde-Duque de Olivares, la Unión de Armas. Para ello, además de los escudos de la serie de reinos y territorios que componían la Monarquía Española, la serie de cuadros de batallas, en la que destaca la famosa Rendición de Breda de Velázquez, y las grisallas sobre los trabajos de Hércules, obra de Zurbarán, con el fin de resaltar la importancia de la continuidad de la monarquía, se decidió ejemplificarla mediante la representación de una pareja de retratos de la pareja real reinante, Felipe IV y su esposa Isabel de Borbón, sus antecesores en el trono, los padres del rey, Felipe III y Margarita de Austria, y su descendiente, el entonces Príncipe de Asturias, Baltasar Carlos. Para glorificar sus figuras y darles mayor empaque se inclinaron por encargar a Velázquez cinco grandes retratos ecuestres.
Existen dudas sobre la autoría de estos cinco retratos, que afectan especialmente a los retratos de las dos reinas, en los que cabe apreciar la participación de otros autores. Como escribe Brown: “Es imposible pensar, por ejemplo, que Velázquez tuviera algo que ver con la monótona y mecánica factura de la complicada indumentaria de las dos reinas, o con el plano y anodino fondo de Margarita de Austria”.[27]
Pensados ambos retratos con la misma finalidad de glorificación de la monarquía, formando parte de un conjunto y para ser colocados en el mismo salón, existen muchas similitudes entre las dos imágenes de las dos reinas, son prácticamente la misma imagen. Ambas a caballo, montando a la amazona, como era la costumbre de la época para las mujeres. Suntuosamente ataviadas, sus vestimentas, muy similares, en extremo bordadas y adornadas, en negro y plata la de Margarita, en marrones y dorados la de Isabel, las cubren prácticamente enteras, salvo la cara y las manos, desbordando también hasta cubrir la grupa de sus cabalgaduras. El rostro enmarcado por altas gorgueras, ambas con un tocado de plumas, las dos enjoyadas, destacando en su pecho como una seña de identidad la famosa perla Peregrina, más hermosa Isabel que Margarita, pero ambas igualmente majestuosas, apenas revelan ni una ni otra su condición de mujeres, son total y absolutamente reinas. La pose tiene todo el rigor del ceremonial.
El caso de Mariana de Austria, la segunda esposa de Felipe IV quedó marcado en su etapa de reina consorte por el magnífico retrato de Velázquez ya comentado. Complemento esencial es otro retrato de Velázquez, también en el Museo del Prado, pareja con otro del rey, en que aparecen ambos de rodillas en un rico reclinatorio cubierto de seda, en que la reina, siempre triste y seria, siguiendo obligatoriamente la moda de la época, con un vestido gris y blanco y con el ostentoso peinado apaisado, adornado con flores rojas y una gran pluma,  está representada con un devocionario abierto entre las manos.
Mucho más pobres son las imágenes de las reinas de Carlos II. La primera, la francesa María Luisa de Orleans, en el retrato de J. García Hidalgo, del Museo del Prado, aparece como una mujer seria y desgraciada, destacando en su fisonomía sus grandes ojos de mirada triste y su pelo intensamente negro; va vestida de rojo y plata, con encajes en el escote y luce importantes joyas entre las que destaca en el pecho un joyel con una gran gema, del que pende como signo de realeza la famosa perla peregrina; como signo de feminidad figura un clavel rojo.[28]
Mayor empaque y calidad artística tiene el principal y más famoso retrato de la segunda esposa de Carlos II, el retrato ecuestre de Mariana de Neoburgo, resultado tanto de la mayor ambición de la reina como del mayor talento del artista, Luca Giordano. Actualmente en el Museo del Prado, el pequeño cuadro forma pareja con el retrato ecuestre del rey y en él aparece la reina Mariana joven, rubia, hermosa, vestida aparatosamente de rojo, montada en un caballo blanco, acompañada por figuras alegóricas que le ofrecen flores y frutos en símbolo de fertilidad, completando el conjunto. Lamentablemente tampoco Mariana logró el heredero tan ansiado para el trono español y hubo de contemplar la muerte de su esposo sin descendencia y el fin de la dinastía Habsburgo en la corte de Madrid.[29]

Las reinas de las Luces

En el siglo XVIII, con el cambio en el modo de expresar los sentimientos y la evolución de los estilos artísticos -el paso del barroco al rococó-,  se abrió camino una mentalidad más amable y delicada, más femenina según la concepción de la feminidad propia de los tiempos, en que la figura de la reina se basaba en las cualidades y circunstancias consideradas más propias de su género. Aunque, en general, fueron reinas con gran fortaleza de ánimo y mucha ambición, que gozaron de notable poder e influencia en el gobierno, su imagen se amoldó, como no podía ser de otra manera, a los cánones y valores de la época, que proponían un ideal de mujer y de reina femenina, amable y seductora. Mientras el rey encarnaba el poder y la autoridad, la reina debería encarnar la cara más amable de la monarquía.[30]
Ya desde principios del setecientos, los elegantes retratos de la joven reina María Luisa Gabriela de Saboya, pintados por los hermanos Meléndez, Francisco Antonio y Miguel Jacinto, son un buen ejemplo de estos retratos en que la realeza reviste la feminidad, pero no la esconde ni la anula, sino más bien la potencia, la rodea de un delicado halo de carisma y seducción. Como ejemplo baste recordar el retrato de la reina obra de Miguel Jacinto Meléndez que se conserva en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid, típico retrato de corte en que la joven soberana desprende un aire realeza, sin perder nada de su encanto natural; luce una rica vestimenta de seda en tonos claros, adornada con perlas y flores, destacando el tocado vertical que remata su cabeza, de acuerdo con la moda del tiempo. También es muy hermoso otro retrato del mismo autor, actualmente en el Museo Cerralbo de Madrid, en que María Luisa Gabriela, vestida de oscuro, con profusión de encajes blancos en el escote y en las mangas, con grandes perlas en el collar y en los pendientes, luce un espectacular sombrero adornado con grandes plumas blancas y una perla, y sostiene en la mano derecha una escopeta de caza, evocadora del estado de guerra en que vivían, luchando denodadamente por el trono, y en la mano izquierda el tradicional pañuelo blanco, símbolo de feminidad. Aunque resulta evidente la preferencia de la reina por las perlas, fue en su época cuando se vendió o se empeñó la famosa perla Peregrina, entre las joyas de la Corona que fueron enviadas a París con el fin de conseguir dinero para pagar la costosísima guerra de Sucesión.[31]
La segunda esposa de Felipe V, Isabel de Farnesio, aunque siempre refleje una imagen fuerte, de seguridad, energía y decisión, poco relacionada con el ideal de mujer dulce, sumisa y recatada, tan propia de la época y que también alcanzaba a la reina por influyente y poderosa que fuese, también emana un intenso poder de seducción. Retratada por Miguel Jacinto Meléndez en un cuadro conservado en el Museo del Prado, aparece joven y atractiva, adornada con importantes joyas de perlas y diamantes y una decorativa cinta rosa en el pelo, de la que pende un gran perla, acaso la recobrada Peregrina u otra similar; llama la atención que siguiendo la moda de la época lleva la reina en la mejilla derecha, próximo a la nariz, un gran lunar negro postizo, claro signo de coquetería. Retratada por Ranc hacia 1722, todavía joven y esbelta, vestida espectacularmente de rojo, muy enjoyada, con mangas rematadas por encaje y gran manto rojo forrado de piel blanca, muestra esa imagen característica de poder y energía. El cuadro se conserva en el Museo del Prado; existen otras réplicas.[32]
También de Jean Ranc nos ha quedado un atractivo retrato de la joven y efímera reina Luisa Isabel de Orleans, esposa de Luis I, pintada en 1724, muy elegante y regia, con una vestimenta de rico colorido, en tonos dorados y rojizos, con algo de verdes y azules, el peinado, con peluca empolvada, adornado con flores rosas y una gran perla, acaso la insustituible Peregrina, apoyando su mano derecha sobre una simbólica corona que descansa sobre una mesa a su lado.
En la segunda parte del reinado de Felipe V e Isabel Farnesio, de 1724 a 1746, la responsabilidad de retratar a los soberanos recayó en Van Loo. En uno de los retratos de Van Loo, tal vez el más espectacular y majestuoso que pintó este artista de la reina sola, Isabel de Farnesio aparece como reina, en pie ante el trono, junto a una mesa donde se halla una corona real, que señala con su mano derecha, resaltando así la realeza que encarna la figura representada. De acuerdo con la moda de la época y los gustos decorativos del retrato cortesano de tipo francés en auge entonces en España, como consecuencia de la introducción de la dinastía borbónica, la soberana lleva un fastuoso vestido de seda dorada con flores de colores y un gran manto regio de terciopelo rojo bordado en oro con los símbolos heráldicos de la monarquía, castillos, leones, y de la dinastía borbónica, la flor de lis, forrado de piel de armiño, con muchas joyas, especialmente piedras preciosas, que eran sus preferidas, diamantes y perlas, destacando una pulsera de perlas con el retrato en miniatura de su esposo el rey.  Más mayor, en la plenitud de la edad adulta, muy similar a la imagen que presenta en el gran cuadro de familia, Isabel sigue mostrando la misma imagen llena de vitalidad y fortaleza, pero mucho más rotunda tanto física como espiritualmente.
Poco agraciada, pero siempre muy lujosamente vestida y enjoyada suele aparecer Bárbara de Braganza en sus varios retratos. El retrato más favorecedor es, sin duda, el del Museo del Prado, pintado por Jean Ranc hacia 1733, cuando todavía era Princesa de Asturias, joven, sonriente, bastante esbelta, llamativamente vestida de rojo, con flores también rojas en la mano derecha. Similar es otro retrato de Ranc, igualmente en el Museo del Prado, en que doña Bárbara viste de rosa, con encajes y con pendientes de grandes diamantes, peluca blanca empolvada y un lazo también rosa en el pelo, adornado con una joya de siete grandes diamantes. Ya de reina, pintada por Van Loo y otros artistas, su imagen es no sólo más mayor, sino mucho menos esbelta y mucho más seria, en definitiva, una matrona, con muy poco encanto y no demasiada majestad, pero luciendo gruesos y espectaculares diamantes. Su bondad y su inteligencia, que las tenía, apenas se transparentan.[33]
El contraste por el paso de los años, resulta sobrecogedor en la comparación de los retratos de María Amalia de Sajonia, esposa de Carlos III, bellísima y juvenil novia, en vísperas de su boda, en 1734  y una gran dama respetable, a punto de morir, en 1760. Sólo la vitalidad de la mirada unen ambos retratos. La primera imagen es precisamente una de las primeras que don Carlos vio de ella. Para conocerse los novios recurrieron al habitual intercambio de retratos. El primer retrato de María Amalia mereció la aprobación de don Carlos y él, para enviar a Dresde, hizo copiar en una miniatura un retrato suyo, obra del pintor Molinaretto. Meses después se intercambiaron otros retratos de gran tamaño. De la princesa se hicieron dos, uno destinado al novio y otro a los futuros suegros, los Reyes españoles. El que se envió a España era un retrato de cuerpo entero, obra de Louis Silvestre. Representaba a María Amalia, muy hermosa, blanca y delicada, con expresivos ojos, en pie, vestida de color rojo, con adornos de armiño. En su mano aparece el retrato en miniatura enviado por don Carlos. La prestancia y vitalidad de la figura causa a la vez efecto de juventud y majestad. En abril de 1738 el embajador Fuenclara, que había visto el retrato, opinaba que era “sumamente parecido” y estaba hecho “de la misma estatura de la Reina.” Los reyes españoles quedaron admirados “por la hermosura, gallardía y espíritu que descubre concurren en el original”. En la corte española todo el mundo la encontró “encantadora, tanto por su rostro como por su talla”. Para el novio se envió otro retrato. Don Carlos estaba entusiasmado y decía que la princesa era muy hermosa, siendo además “muy grande para su edad, muy bien hecha y que sería de mal gusto si no me hubiese gustado.”[34] A esta imagen seguirían muchas durante su reinado en Nápoles y Sicilia.
Apenas existen retratos de María Amalia siendo reina de España, pues apenas hubo tiempo para ello. La última imagen, hacia 1760, pintada por Anton Raphael Mengs, se conserva en el Museo del Prado, representa a la reina, sentada en un sillón y con el brazo derecho reposando sobre una mesa y con un libro en la mano izquierda, vestida de rojo y con una pequeña capa de encaje negro que le cubre la cabeza y el cuerpo hasta la cintura, encaje blanco remata el tocado y también las mangas, lleva pendientes, formados cada uno por una pareja de enormes diamantes, en su rostro destacan sus vivaces ojos azules; un aire de serenidad y sencillez emana de la figura de la soberana.[35]
Enormemente atractiva y seductora es también, ya a fines de siglo, la imagen de los retratos de juventud de María Luisa de Parma. Retratada por Anton Raphael Mengs, cuando todavía era Princesa de Asturias, hacia 1765, revela todo el encanto que entonces todos le reconocían. Tanto el boceto, en el Museo del Prado, y sobre todo el cuadro que hace pareja con otro de su esposo, también en el Museo del Prado, muestran en un idílico jardín a una joven y bella princesa, ricamente vestida y enjoyada, luciendo la orden de la Cruz Estrellada, para damas, que había sido fundada por el Emperador Leopoldo I. con peluca blanca empolvada, de acuerdo con la moda, en la mano izquierda, que sostiene un abanico cerrado, se aprecia en la pulsera de perlas que la adorna el retrato en miniatura de su esposo, y en la mano derecha unas lindas flores. Notable el contraste de esta deliciosa imagen juvenil, con el retrato realizado a la princesa por Luis Paret y Alcázar años después (1779-1782), actualmente en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Se repiten muchos detalles, abanico, pulsera de perlas –pero sin miniatura- condecoración, flores, peluca empolvada, esta vez mucho más alta y adornada, pero el tiempo ha pasado inexorablemente y el gesto resulta ya duro.[36]
Ya reina, María Luisa de Parma, que tuvo desde el punto de vista artístico la enorme suerte de contar para sus retratos con un pintor genial, como era Goya, no corrió igual suerte desde el punto de vista de su imagen. Goya no hizo concesiones al halago cortesano y representó a la soberana con crudo realismo, reflejando la mujer dominadora que era y transparentando de manera sutil la oposición y crítica que despertaba en muchas gentes de la época. Los primeros retratos que le dedicó Goya a María Luisa de Parma formaban en general pareja con otros del rey datan del inicio de su reinado y todavía representan a una mujer relativamente joven y bella, entonces cercana a la cuarentena. El cuadro de la Real Academia de la Historia de Madrid, de 1789, en que Goya la retrata como reina, es de más de medio cuerpo y tamaño natural. Luce traje con ricos bordados a base de falda y corpiño con tules y encajes. Ostenta la insignia de la Orden de María Luisa. Porta un abanico cerrado en la mano derecha y va tocada con un amplio sombrero o escofieta de cintas, plumas y encajes. Al fondo, el manto de armiño y la corona proclaman su realeza. Existen del cuadro varias réplicas.[37] De ese mismo año es el retrato del Museo del Prado, de cuerpo entero, en que la reina lleva vestido con tontillo y se toca igualmente con una complicada escofieta.[38]
            Una década después, de 1799, son otros tres retratos –también pareja los tres con otros de Carlos IV- en que la reina aparece mucho mayor, pero con imagen muy espectacular en todos los casos. Uno es María Luisa con mantilla, en el Palacio Real de Madrid, y el otro es el retrato ecuestre, en el Museo del Prado. El primero de ellos es de cuerpo entero y en él la reina viste de negro y va tocada con mantilla, siguiendo la moda del “majismo” imperante en la época y en la línea de algunos retratos de otras damas que hizo Goya en esa etapa. Lleva su mano derecha al pecho, sosteniendo un abanico cerrado. La influencia de Velázquez de percibe en el fondo. La admiración de Goya por la obra Velazqueña queda todavía más de manifiesto en otro, el retrato ecuestre de la soberana, inspirado en los retratos ecuestres del Salón de Reinos. La Reina que luce, como el rey, uniforme de gala de la Guardia de Corps, monta a un caballo de nombre Marcial. En una carta de María Luisa a Godoy de 15 de octubre de 1799 hace referencia a estos cuadros: “Amigo Manuel: mucho me alegro te gustasen los retratos y deseo saque bien las copias Goya para tí; también quiero tengas otra copia hecha por Esteve de el de Mantilla y del de a caballo para que tengas a Marcial siempre vivo o presente...”[39] El tercer retrato de estas mismas fechas representa a María Luisa en traje de corte y se halla en el Palacio Real de Madrid. La reina aparece en pie, ligeramente vuelta hacia la derecha, pero mirando de frente. Va lujosamente vestida, luce la banda y la insignia de su Orden, dos collares de gruesas perlas adornan su amplio escote y lleva grandes aros de oro y diamantes como pendientes, el tocado tiene forma de turbante rematado con una pluma y porta un abanico cerrado en la mano. La reina estaba especialmente orgullosa de este retrato. En una carta de 9 de junio de 1800 decía a Godoy: Goya ha hecho mi retrato que dicen es el mejor de todos. Está haciendo el del rey en la Casa del Labrador.” Al parecer tenían intención de enviar estos retratos a Napoleón, pero no llegó a efectuarse. A partir de ellos se hicieron unos grabados.[40] La majestuosidad de la imagen es innegable, aunque no se perciba especial simpatía de la artista por su modelo.

La reina santa

            En una sociedad profundamente religiosa como era la de la España moderna, la reina debía ser necesariamente modelo de buena cristiana, mucho más tratándose de la reina de la Monarquía Católica. La religiosidad y la devoción se consideraban imprescindibles.
Una vez más Isabel constituye el ejemplo perfecto. Ha pasado a la historia como “la Católica” y el sobrenombre le hace justicia. Fue una mujer de fe, una fe firme e inconmovible, y lo fue en su vida personal y en su actuación como reina. Era además muy piadosa. Todos coincidían en alabar su religiosidad. Fernando del Pulgar escribió: “Era católica y devota; hacía limosnas secretas en lugares debidos; honraba las casas de oración; visitaba con voluntad los monasterios y casas de religión, en especial aquellas donde conocía que guardaban vida honesta; las dotaba magníficamente. (…) Le placía la conversación de personas religiosas y de vida honesta, con las cuales muchas veces había sus consejos particulares” Su profunda fe y su ferviente devoción tenían traducción directa en su actuación como reina. Mostró desde comienzos de su reinado un gran celo por la  defensa de la fe, por la pureza de la doctrina y un estilo de vida en coherencia. De ahí se derivaría una constante aplicación a la reforma religiosa. Se proclamaba hija obediente de la Iglesia, pero por ello mismo deseaba una Iglesia más perfecta, liberada de los excesos y abusos que tanto escándalo causaban en la época. Buscando un cristianismo más verdadero, trató de regresar a unos modelos de vida religiosa más austeros y exigentes, proponiendo un exacto cumplimiento de las reglas originales de las diversas órdenes. Bernáldez, el cura de Los Palacios, la comparaba con santa Elena. Diego Valera llegó a compararla con la misma Virgen María afirmando que si María nació para tener un papel destacado en la salvación de la humanidad, como madre del Redentor, Isabel nació para salvar a sus reinos: “Vos nasciésedes para reformar e restaurar estos reinos...”
            La imagen de la reina era como un trasunto menor de la imagen de la Virgen María, madre de Dios, coronada reina de los cielos. Si la figura de María tiene una de sus manifestaciones en la imagen real, la figura de la Reina se compara con la de María. Junto a la sacralización de la figura del rey, se tendió a la santificación de la figura de la reina. En ocasiones se presentaba a la Reina casi como una santa. En combinar la majestad de soberana con el comportamiento de una religiosa radicaría la esencia de una reina. Y el mayor de sus triunfos, pues se consideraba que la virtud era rara en el mundo cortesano. Una reina debía reunir un cúmulo de virtudes, las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, esenciales para el cristiano, y las cuatro virtudes cardinales, prudencia, justicia, fortaleza, templanza, especialmente apropiadas y necesarias para una reina. Debía conjugar las virtudes propias de una reina con las propias de su sexo, el femenino, y de su estado, el de casada y madre de familia. El catálogo de virtudes era muy variado, amor y temor de Dios, religiosidad, devoción, piedad, clemencia, compasión, tolerancia, paciencia, conformidad, resignación, humildad, afabilidad, discreción, confianza, constancia, entrega a los demás y muchas otras. De la condición de buenas cristianas y de la práctica de esta larga serie de virtudes se derivaban un conjunto de comportamientos, como rendir culto, asistir a la misa y frecuentar los sacramentos, entregarse a la oración, hacer lecturas religiosas, practicar devociones a Jesús, María y los santos, participar en procesiones, también practicar la caridad y las obras de misericordia, como asistir a los enfermos, distribuir limosnas con generosidad y liberalidad, fundar y proteger a las órdenes religiosas y conventos, hacer donación de dinero, joyas y alhajas para el culto divino en iglesias y santuarios.
            Una de las imágenes preferidas de la reina ideal era la imagen de la reina misericordiosa. La Reina presentada como amparo de sus súbditos, respondía a una imagen femenina, maternal, acogedora, consoladora, protectora. Con frecuencia aplicada a la Virgen María, la madre de Misericordia, amparo en las desgracias, descanso en las fatigas, esta imagen también se trasladaba a la reina. La reina era alabada como “el común puerto de desgraciados y afligidos”, amparo de pobres, “a la que invoca en su quebranto la mísera indigencia y ve trocada en benigna su suerte desgraciada”. La Reina, protectora sobre todo de la fe y la religión, era la protectora de sus vasallos y la protectora del reino.
La imagen de la reina era con frecuencia, significativamente, una imagen religiosa. Caso extremo es el de Isabel la Católica. La reina con su esposo y sus hijos, todos postrados a los pies de la Virgen constituye un mensaje de fe y devoción, propuesto a los ojos del público. Un buen ejemplo puede ser la tabla denominada “Virgen de los Reyes Católicos”. Pintada hacia 1492, perteneció al convento dominico de santo Tomás de Ávila, edificado bajo el patrocinio de los reyes y del Inquisidor General, fray Tomás de Torquemada. Actualmente se conserva en el Museo del Prado. En el centro del cuadro se halla María, sentada en un trono, con el Niño en los brazos; a ambos lados los reyes, arrodillados en oración, acompañados de sus hijos y colaboradores y de varios santos. A la izquierda se halla el rey Fernando y su hijo y heredero del trono, el príncipe don Juan, tras ellos fray Tomás de Torquemada, el inquisidor, y Santo Tomás de Aquino. A la derecha, la reina Isabel, con su hija Juana, que fue finalmente la heredera de la corona, y con un fraile que lleva un puñal clavado en el pecho –identificado con diversos personajes, pero que podría ser el también inquisidor Pedro de Arbués, asesinado en la Seo de Zaragoza en 1485- y Santo Domingo de Guzmán.
El mismo significado tiene “La Virgen de la Misericordia” del monasterio de las Huelgas de Burgos, pintada hacia 1485 por Diego de la Cruz o algún artista de su taller. Representa a la Virgen coronada y vestida lujosamente con túnica y manto de brocado. Bajo su amplio manto cobija a dos grupos de personas, al lado derecho las monjas del monasterio de las Huelgas, presididas por su abadesa, Leonor de Mendoza, con el báculo, que había sido impuesta a la comunidad por la reina a fin de reformar el cenobio; al lado izquierdo la familia real, Isabel y Fernando con sus tres hijos mayores, Isabel, Juan y Juana, todos postrados en oración. Les acompaña uno de sus hombres de mayor confianza, el cardenal don Pedro González de Mendoza, hermano de la abadesa. El manto misericordioso de María ampara a los dos grupos de los ataques y asechanzas de los demonios representados en lo alto.
Esta imagen de mujer y reina devota, de rodillas y en oración será una de las más repetidas y características de Isabel la Católica. Recordemos también el Libro Blanco de la catedral de Sevilla, en el que la reina aparece retratada de rodillas y con las manos juntas ante la Virgen con el Niño, en la miniatura inicial del patronato fundado por ella en 1477 para celebrar la victoria de sus armas en la batalla de Toro. Igualmente en el Misal de la Reina en la Capilla Real de Granada; en el bulto orante esculpido por Felipe Bigarny, actualmente en la sacristía de dicha capilla real; en el políptico de los Corporales en Daroca, en el que aparecen en ambos extremos, de rodillas y en actitud de oración; en la fachada del convento de Santa Engracia de Zaragoza, donde los reyes orantes figuran a a ambos lados de la Virgen de los Mártires.
El retrato de doña Mariana de Austria, que hace pareja con el de su esposo Felipe IV, conservado en el Museo del Prado, ambos de rodillas en gesto de adoración, la reina, como Isabel la Católica con un libro religioso entre las manos, es la versión que dio el siglo XVII de la dedicación de la Monarquía Católica y de la Corona española y en último termino de los reyes –la reina- como su encarnación.

Entre libros y flores

            La sabiduría también se consideraba elemento esencial en la personalidad de una reina. Se trataba de una sabiduría formada por los conocimientos adquiridos, entre los que la religión, la moral, las lenguas, -española y extranjeras-, la historia, la pintura y la música se consideraban como más propios y adecuados, con la particularidad de que estos conocimientos se alababan más en la reina que en el rey, porque se consideraban una obviedad en el monarca -aunque no fuera así- y muy dignos de consideración en la soberana, por más extraordinarios. Muy importante era también en una reina, como expresión de su cultura y de su grandeza, el patronazgo de las artes y las letras.
Isabel la Católica fue también en esto modelo por excelencia. Isabel era una mujer culta y muy preocupada por el saber. Ella misma se esforzó por educarse convenientemente siguiendo el modelo humanista. Como escribió Hernando del Pulgar: “Hablaba muy bien, entendía cualquier habla o escritura latina”. Amaba los libros y a lo largo de su vida reunió una importante biblioteca personal, se preocupó de dotar de bibliotecas a varios conventos y otras instituciones y por iniciativa suya se publicaron importantes obras. Los libros están muy asociados a la imagen de la Reina Católica, ya fuesen libros de devoción a cuya lectura era muy aficionada la reina, ya fuesen libros de otros temas. Con un libro en las manos –con uno de los dedos entre las páginas, como si la reina hubiese sido sorprendida leyendo y señalara el punto, para continuar luego la lectura-, aparece en el retrato anónimo del Prado. Junto a un libro abierto sobre el reclinatorio se halla la reina arrodillada en la Virgen de los Reyes Católicos. De manera similar aparece en el misal de la reina de la Capilla Real de Granada, donde se la representa orando cerca de un libro igualmente abierto. Sentada en un sitial preferente del coro, como si de un trono se tratara, portando corona y cetro, símbolos de soberanía, lujosamente vestida y con un libro en las manos, -un libro religioso con toda seguridad por el lugar en que se encuentra, un misal, un libro de horas o un devocionario- se representa a la reina Isabel, como también al rey Fernando, en la sillería alta del coro de la  catedral de Plasencia. Las efigies de los soberanos, finas obras de taracea, con clara inspiración renacentista, ocupan paneles en la parte alta de los sitiales. Esta sillería, iniciada en 1497 y terminada hacia 1503, es una de las obras maestras de Rodrigo Alemán y su taller, junto con la sillería de la Catedral de Toledo. Del mismo modo, sentada a los pies de María y el Niño, con un libro en las manos, con corona y una espada junto a ella, aparece la hermosa mujer rubia, ricamente ataviada, de la tabla de la Virgen de la Mosca en Toro; seguramente se trata de santa Catalina, princesa de Alejandría, pero la tradición y la leyenda la han identificado con frecuencia con la joven reina Isabel, gran luchadora, pero también gran lectora.
De este amor por los libros deriva igualmente el que la reina Isabel aparezca retratada  en el frontispicio de importantes libros publicados durante su reinado, como las Ordenanzas Reales de Díaz de Montalvo, de 1485, o el Cancionero de Pedro Maracuello, de 1488-1502.[41]  Muy interesante es el ejemplo que ofrece la obra de Hernando del Pulgar, Los claros varones de Castilla, publicada en 1500, en que la reina, sentada en el trono y acompañada por el rey y otros personajes de la corte, que se hallan en pie a su alrededor, recibe de manos del autor, arrodillado ante ella, el libro que le ofrece. Otro interesante ejemplo es la Vita Christi de Ludolfo de Xajonia, una obra muy popular de la piedad de la época, que por indicación de la reina fue traducida al castellano por fray Ambrosio de Montesinos y publicada en 1502-1503. En la portada del tomo primero aparece un fraile franciscano, que se ha identificado como Cisneros, quien había encargado la traducción, ofreciendo el libro a los Reyes Católicos, que lo toman en sus manos; otro fraile, situado a la izquierda podría ser el traductor, fray Ambrosio. Evocación de esa preocupación de la reina por la cultura y especialmente por la Universidad es la representación de su imagen, junto a la de su esposo, en la fachada renacentista de la Universidad de Salamanca, ciudad que ella visitó y en la que se ocupó concretamente de la reforma y mejora de los estudios universitarios.
Muchas veces pueden ser libros religiosos, como sucede en los retratos de Isabel la Católica y de Mariana de Austria, en otros casos el motivo es manifiesto, como sucede con Isabel Farnesio, retratada con un libro como evocación de la Biblioteca real. Muy interesantes son los dos retratos de los reyes, obra de Luis Meléndez, pintados en 1727 por encargo de la Real Librería, Felipe, vestido con casaca gris plata bordada en oro, con el peto de una coraza, la Orden del Espíritu Santo y el Toisón de Oro, aparece descansando su mano sobre un libro cerrado, que contiene los estatutos de la Real Biblioteca, e Isabel, joven y muy hermosa, llevando un traje de grueso brocado dorado adornado de encajes y con manto de piel, muy enjoyada, destacando las grandes perlas del collar y los colgantes, muestra en un libro abierto la imagen de su esposo.
            Pero la sabiduría de la reina se encaminaba sobre todo a la conciencia de su posición y al comportamiento al que debía ajustarse. La sabiduría de la reina consistía en saber ser reina. La imagen de la reina tenía muchos puntos de contacto con el ejercicio del poder en todas sus facetas. En la época moderna seguía plenamente vigente la imagen bíblica y clásica de “la heroína”, una mujer fuerte, una reina valerosa, capaz de grandes proezas, que rige a su pueblo con voluntad firme y le conduce a la victoria. Esa sería la imagen apropiada para la reina propietaria y su mejor exponente fue sin duda Isabel la Católica. La imagen de la reina en plena guerra de Granada resulta muy expresiva de su identificación con la mujer fuerte. Así figura representada con gran profusión de detalles en la sillería del coro de la catedral de Toledo, obra de Rodrigo Alemán, en el tablero de la conquista de Moclín en 1486, montada a caballo, acompañada de su esposo el rey, y de manera todavía más espectacular por la rica policromía, con una corona de oro, montada a caballo, con aire de autoridad, entrando en Granada el 2 de enero de 1492, igualmente junto a Fernando, tal como aparece en el retablo de la Capilla Real de Granada, obra de Felipe Bigarny. Isabel evoca a la reina heroína por excelencia. De todos modos, también algunas reinas consortes encarnaron ese simbolismo, como podría ser el caso de María Luisa Gabriela de Saboya, que no sólo apoyó a Felipe V en los difíciles momentos de la guerra de sucesión, sino que ella misma hizo frente sola con gran valentía a las vicisitudes de la guerra.
Pero la reina heroína era una mujer excepcional para una ocasión excepcional, se recurría con mayor frecuencia a un simbolismo más amable y suave. Reinar para una reina equivalía en la época a encarnar la institución monárquica y prestarle una imagen digna de ser amada y obedecida. Ganar el amor y la fidelidad de sus súbditos para la Corona se consideraba deber fundamental de la reina. Esta seducción de su pueblo se esperaba que la llevase a cabo de una manera “femenina”, presentando una imagen atractiva, que atrajera a todos sus súbditos a través de su belleza y su afabilidad. La reina debía ser el rostro hermoso y amable de la monarquía, que completara y compensara el rostro duro y temible del poder. Mientras el rey ejercía un reinado material, el de la reina era inmaterial, espiritual, el rey reinaba sobre los cuerpos, la reina debería reinar sobre las almas.
Saber ser reina era un saber, que en función de su condición femenina, iba indisolublemente unido a la discreción. La reina como mujer debía ser discreta, mucho más como reina. Su conducta personal debía ser discreta, como discreto debía ser, en teoría, el papel institucional que desempeñara en la Monarquía, aunque no fue así en todos los casos. A la discreción se sumaban en la imagen ideal de una reina cualidades como la modestia, la humildad, la honestidad, la apacibilidad, la mansedumbre, todas ellas vinculadas en la época a la feminidad. Un aspecto especialmente significativo de la discreción de la reina era su comportamiento en la corte, que debía ser siempre disciplinado, rigurosamente ceñido a la etiqueta y al protocolo. Apartarse de esa disciplina la descalificaba como mujer y como reina. Uno de los mejores modelos fue la joven reina María Luisa Gabriela de Saboya. Desde el comienzo manifestó sus condiciones para encarnar la realeza. La Princesa de los Ursinos, al poco de conocerla, afirmaba: “Hace ya de reina maravillosamente.”
            Un caso sobresaliente de falta discreción, un ejemplo negativo, de lo que una reina nunca debía hacer, lo podemos encontrar en Luisa Isabel de Orleans, esposa de Luis I. Pésimamente educada en la frívola Corte de su padre el Regente, su conducta en España escandalizó a todo el mundo y amargó a su esposo, que la quería sinceramente. El Marqués de San Felipe comentaba la falta de adaptación de la joven reina de quince años a la severa etiqueta de la corte española, comparándola con Isabel Farnesio, a la que presenta como un ejemplo de discreción. La joven reina no sabía comportarse a la altura de la responsabilidad que exigía su condición regia. Bebía con exceso, hasta embriagarse, se exhibía ligera de ropa y cometía toda clase de locuras, impropias de la decencia y del protocolo. Durante su corto reinado fue un ejemplo a la inversa de lo que debía ser una reina, salvando su imagen al final la generosidad con que cuidó a su esposo enfermo de viruelas, hasta contagiarse ella misma.
            Pero no todo eran virtudes morales, a la belleza interior se unía la hermosura exterior, ambas como dos de las cualidades personales más importantes que debían adornar a la primera mujer del reino. En cuanto a la imagen exterior la belleza era fundamental. Cualidad femenina por excelencia según los criterios de la época, la Reina como modelo de mujer debía ser bella y también como Reina ideal, partiendo de la idea de que la belleza física servía para atraer los corazones de los vasallos. Era la belleza una de las cualidades más apreciadas y alabadas en una reina.
            En los más diversos textos e imágenes de la época se hacía alusión a la hermosura de la reina. Al margen de los cánones de belleza de la época, todas las soberanas eran hermosas. Era como si la realeza las rodeara de una áurea especial de hermosura. La majestad daba belleza, la belleza daba majestad. Relacionadas a la vez con la belleza exterior e interior se hallan las numerosas comparaciones de la Reina con las flores. Las cualidades de la Reina se identificaban con los atributos de las flores. Por ejemplo en el catafalco levantado en Valencia para celebrar las exequias de María Luisa Gabriela de Saboya. Uno de los cuerpos del catafalco estaba decorado con “la rosa, el clavel, el lirio y el tornasol, significativos de la majestad, hermosura, candidez y amor de la difunta reina.”[42]
También en los retratos se acompañaba frecuentemente la figura de la reina con flores, ya fuese como símbolo o como simple decoración. Las flores podían tener significados muy diversos. Podrían ser flores dinásticas, como lo es seguramente la rosa de María Tudor, o simplemente flores decorativas, símbolo de feminidad y belleza, como las de Bárbara de Braganza o María Luisa de Parma. Ser la más hermosa flor del palacio sería el ideal de reina en la Monarquía española del siglo XVIII. Con frecuencia en los cuadros aparecían flores acompañando el retrato de la reina. Pero esta era una imagen ideal que tenía a veces poco que ver con la realidad de unas reinas más o menos hermosas, que tenían gran protagonismo en la corte y en el gobierno y que no todas ni siempre se resignaban a desempeñar un papel discreto y humilde. Al ideal de una reina bella y buena cristiana, que es el ideal de mujer, se unen algunas cualidades más propias de reinas en cuanto ostentadoras de poder. Una virtud como la prudencia, que es característica de la soberanía y del gobierno, aparece en ocasiones en el conjunto de virtudes y cualidades, pero en tono menor. Las virtudes de la realeza, las cualidades de la mujer fuerte de la Biblia y de las heroínas del mundo clásico, no marcan la pauta en la imagen ideal de las reinas dieciochescas, en contra de la actuación de las soberanas en la práctica. Existe, como siempre, enorme distancia entre ideal y realidad.
            Como contrapunto a la imagen ideal, no faltaron las críticas contra las reinas. Muy graves fueron las críticas contra Isabel Farnesio, tachándola de intrigante y ambiciosa, acusándola de haber manejado a Felipe V a su antojo y había perjudicado a España y a los españoles. La reina debía pagar el precio de ir más allá de reinar y atreverse a gobernar y a tomar decisiones políticas muy polémicas. Todavía más graves fueron las censuras contra María Luisa de Parma, acusada de mantener relaciones impropias con Godoy y de ser excesivamente caprichosa y derrrochadora en una época de crisis. Aunque para valorar las críticas que se le hicieron hay que tener en cuenta el contexto histórico revolucionario en que le tocó vivir así como los proyectos napoleónicos, es cierto que su conducta poco adecuada contribuyó decisivamente al desprestigio de la Corona y a la pérdida del trono. Ideal y realidad no siempre coincidían, pero ambas contribuyeron decisivamente a forjar la imagen personal e institucional de las reinas de España en la edad moderna.

Ritual y ceremonia

            El papel de la reina en las ceremonias es otra perspectiva muy reveladora para entender su significado dentro de la familia real y su imagen pública en relación con el pueblo. El simbolismo tendía a destacar no a la persona individual sino a la reina como miembro de la familia real, enfatizando la importancia de la dinastía y del factor de continuidad de la monarquía.[43]
El ritual presentaba a la reina como parte esencial e imprescindible de la monarquía, como esposa del rey, como madre del futuro rey. Pero también le reservaba papeles protagonistas, como sucedía en las entradas solemnes. Entradas reales las habían protagonizado, como correspondía, las reinas propietarias, Isabel la Católica y Juana. También la emperatriz Isabel fue figura principal en muchas, especialmente en los viajes realizados en ausencia del emperador. Pero a partir de la segunda mitad del XVI cobraron gran importancia las jornadas de las reinas consortes.
El ceremonial cobró mayor importancia en el reinado de Felipe II, especialmente a partir del tercer matrimonio con Isabel de Valois en 1559-1560 y sobre todo el cuarto con Ana de Austria, casos en que, basándose en la tradición de la rigurosa etiqueta borgoñona implantada en la corte española, se diseñó un nuevo ritual específico para el acontecimiento. Las ceremonias protagonizadas por las reinas con motivo de sus bodas, viaje a su nuevo reino, encuentro con su esposo y ratificación del matrimonio, entrada real en Madrid, adquirieron enorme relevancia, por su magnificencia, por su simbolismo, por su trascendencia para las relaciones internacionales, por su valor de aproximación de la monarquía a la sociedad, por la cantidad y calidad de los festejos organizados y su significado para la historia del arte efímero, por la aportación literaria de los relatos y publicaciones, libros, folletos, en prosa, en verso. Son ceremonias de gran contenido ritual, para las que se crea una etiqueta específica.
No fue fruto de la casualidad, sino cuestión perfectamente pensada y calculada. Todo estaba establecido y detallado con gran cuidado y minuciosidad. Existe abundante documentación y muchos relatos, pero pocas imágenes. Para la entrada de Ana de Austria en 1570 merece destacarse la crónica de López de Hoyos. Las instrucciones de Felipe II para las jornadas de Isabel de Valois y para Ana de Austria, son muy reveladores de los aspectos que se consideraban más importantes y se querían destacar más, por ejemplo el momento del encuentro del cortejo que venía acompañando a la reina desde su país de origen con la comitiva enviada por el rey para recibirla y darle la bienvenida a su reino, justo en la frontera. El ceremonial representaba y escenificaba entonces las relaciones entre la monarquía española y el reino de donde procedía la nueva soberana, en estos casos, primero Francia y después el Imperio. Especial atención se prestaba a los rituales de saludo con que se recibía a la ya reina y la respuesta que esta debía dar a sus nuevos súbditos. Las comidas públicas de la reina durante el viaje eran otro punto importante.[44]
Mayor importancia política tenía la entrada solemne de la reina en las diversas ciudades y poblaciones del recorrido, especialmente la entrada en la capital, Madrid. En cada lugar había que respetar las costumbres y tradiciones, pero sin comprometer nunca a la monarquía, lo que daba ocasión de negociaciones y acuerdos para satisfacción de ambas partes. Aunque por tratarse de la reina consorte, no del rey, se rebajaba el nivel de compromiso político, era esencial no dar pie a nada que pudiera inducir a concesiones o reclamaciones. La transformación del ceremonial era trasunto directo del proceso de alejamiento de una monarquía contractual, constitucionalista, hacia una monarquía cada vez más absoluta.[45]
Con la introducción de la dinastía borbónica cambió el ceremonial borgoñón de los Austrias, en que el rey y la reina vivían gran parte del tiempo separados. Desde el reinado de Felipe V, el rey y la reina estarán siempre juntos, en la vida cotidiana, en el lecho, en la mesa, en los paseos y cacerías y también en las ceremonias, incluidas las de carácter político, como las entradas reales, los juramentos en las Cortes, donde la reina no juraba ni era jurada, pero asistía al lado del rey, y las más diversas fiestas cortesanas.
Con la Monarquía borbónica, las reinas tuvieron mayor papel en el ceremonial. Muchas ceremonias reales las protagonizaban juntos el Rey y la Reina. El simbolismo tendía a subrayar no la persona individual como encarnación de la soberanía, sino la familia real, destacando la importancia de la dinastía y del factor de continuidad de la monarquía. El ritual presentaba a la reina como parte esencial e imprescindible de la monarquía, como esposa del rey, como madre del futuro rey. Así, la pareja real, muchas veces acompañada de sus hijos, el Príncipe heredero y los infantes, participaba conjuntamente en casi todos los actos del ritual cortesano y de las ceremonias realizadas en público. Podrían citarse muchos ejemplos, como las entradas reales en Madrid, al comienzo del reinado, y en otras ciudades, con ocasión de los viajes. En el siglo XVIII, el rey Fernando VI y Bárbara de Braganza protagonizaron conjuntamente su entrada solemne en Madrid al comienzo de su reinado. También conjuntamente entraron en Barcelona en 1802 Carlos IV y María Luisa de Parma, en un carro festivo arrastrado por gentes de las corporaciones de la ciudad.[46] Existen numerosas relaciones y algunos interesantes grabados, como el Cortejo triunfal de la entrada de los Reyes en Barcelona el 11 de septiembre de 1802.[47] Y especialmente la Carroza real ofrecida por los Colegios y Gremios de Barcelona para la entrada de SS.MM. Carlos IV y María Luisa en la ciudad.[48]

 

Una imagen para la posteridad

La reina debía ser ejemplo en vida y también en la hora de la muerte. El valor ante la muerte se le demandaba como cristiana y como reina, igualmente para ejemplo de su familia y de sus súbditos. Así sucedió por ejemplo con Isabel la Católica, que murió en la madurez, tras una larga y penosa enfermedad, “tan cristianmente como había vivido”, según dijo su esposo Fernando. Otro caso sobresaliente fue el de la primera esposa de Felipe V, María Luisa Gabriela de Saboya, que tantas pruebas de valor había dado en vida y dio una nueva muestra ante la muerte, aceptando su final cuando se hallaba en la flor de la juventud, en 1714, cuando se celebraba ya la victoria borbónica en la guerra de Sucesión y la paz tan deseada estaba ya llegando.
La muerte y el enterramiento de las reinas también resulta significativo. El ceremonial variaba en función de las circunstancias de su fallecimiento, pero generalmente era muy solemne. Un ceremonial muy significativo eran los funerales y enterramientos de las reinas, por el simbolismo utilizado en las obras de arte efímero y por el contenido de las oraciones fúnebres glosando la figura de la Reina, la Reina como figura institucional y la Reina como persona concreta, en una síntesis difícil de deslindar en que la persona solía quedar en la penumbra, utilizada como mero soporte de la imagen y de la representación de la reina ideal.
Las capillas ardientes eran obras de arte efímero, destinadas a desaparecer, quedaron, sin embargo, inmortalizadas en grabados y relaciones. Especial interés tenían en estos castillos funerarios los programas simbólicos, que ayudan a entender la figura ideal de la reina, como encarnación femenina de la realeza, sin que falten en ocasiones algunos trazos que aludan a su personalidad individual.
Imágenes serenas, majestuosas, con frecuencia idealizadas, serán las últimas que las reinas legarán a la contemplación de la posteridad. Imágenes del descanso eterno y del símbolo definitivo que las reinas dejarán para la historia.
Las dos reinas propietarias murieron en Castilla, Isabel en Medina del Campo, Juana en Tordesillas, y acabaron ambas enterradas en la capilla real de Granada. Muy reveladoras fueron las instrucciones dejadas por Isabel en su testamento para ser enterrada de manera muy pobre y humilde, amortajada con un hábito franciscano, en una sepultura en el suelo, con una simple lápida con su nombre, en el convento de San Francisco de Granada. De manera muy significativa en su testamento la reina eligió como lugar de su enterramiento la ciudad de Granada, cuya conquista consideraba su mayor obra al servicio de Dios: “Y quiero y mando que mi cuerpo sea sepultado en el monasterio de San Francisco que es en la Alhambra de la ciudad de Granada, siendo de religiosos o de religiosas de la dicha orden, vestida en hábito del bienaventurado pobre de Jesucristo San Francisco, en una sepultura baja, que no tenga bulto alguno salvo una losa baja, en el suelo, llana, con sus letras esculpidas en ella. Pero quiero y mando que si el Rey mi Señor eligiere sepultura en otra cualquiera iglesia o monasterio de cualquier otra parte o lugar de estos mis reinos, que mi cuerpo sea allí trasladado y sepultado junto con el cuerpo de Su Señoría; porque el ayuntamiento que tuvimos viviendo e que nuestras ánimas espero en la misericordia de Dios tendrán en el cielo, tengan y representen nuestros cuerpos en el suelo.”
Sin embargo, su condición de reina la siguió también en la muerte y la sepultura definitiva de la reina no sería tan austera como la que ella había proyectado. Posteriormente será trasladada a la espléndida capilla real que por orden suya se estaba construyendo junto a la nueva catedral de Granada. Precisamente en su testamento doña Isabel encomendaba la finalización de las obras: “Mando que si la Capilla Real que yo he mandado hacer en la iglesia catedral de Santa María de la O de la ciudad de Granada no estuviere hecha al tiempo de mi fallecimiento, mando que se haga de mis bienes, o lo que de ella estuviere por acabar, según [yo] lo tengo ordenado y mandado.”
            Aunque Isabel deseaba la máxima sencillez para su última morada, su esposo Fernando contrató a un gran artista italiano, Domenico Fancelli, para realizar un espléndido túmulo de estilo renacentista, para el eterno descanso de la real pareja en la capilla real de Granada. Se construyó en mármol de Carrara y representa, majestuosamente idealizados, al rey y a la reina en dos figuras yacentes de semblante sereno, modelo en la muerte de su majestad en vida. El rey va revestido de armadura completa, con manto, y apoya sus manos sobre la espada. La reina va ataviada con un sencillo vestido y manto. Ambos llevan corona y sobre el pecho lucen sendos collares con medallones, el de Fernando con San Jorge y el de Isabel con la cruz de Santiago. A sus pies un león y una leona, símbolos de realeza. Debajo, en los lados mayores dos tondos contienen las representaciones del Bautismo y la Resurrección de Jesús, en alusión a la salvación. Las dos Coronas, la del rey, Aragón, y la de la reina, Castilla, así como las empresas guerreras del reinado vienen evocadas por la presencia de dos figuras ecuestres, dos santos, en la cabecera san Jorge venciendo al dragón, santo patrón de la corona aragonesa, y a los pies Santiago matamoros, apóstol de la Reconquista por ellos culminada y patrón de las Españas. Otros apóstoles y padres de la iglesia completan el mensaje de consagración de la monarquía al servicio de la fe. También a los pies dos ángeles sostienen una cartela, amparada por el águila de san Juan evangelista, que hace el elogio del reinado por sus triunfos en defensa de la religión. Aunque el sepulcro había sido esculpido en Italia y traído a España en 1517, no fue hasta 1521 cuando los restos de Isabel y Fernando fueron trasladados a la Capilla Real desde el convento de San Francisco en la Alhambra.[49]
En principio, la capilla real granadina debía servir únicamente como panteón de los Reyes Católicos, pero Carlos V mandó trasladar allí primero el cuerpo de su padre, Felipe, y después el cuerpo de su madre, Juana. El proyecto de esta tumba se encomendó inicialmente a Fancelli, pero su muerte obligó a cambiar de artista, encargándola a Bartolomé Ordoñez. En el conjunto se trata de resaltar los símbolos dinásticos de la casa de Habsburgo y de la Casa de Borgoña, enlazándolos con los de la Monarquía Española. Don Felipe, joven, a la edad en que murió, porta armadura y dalmática, con los escudos de Austria, Borgoña, Flandes y los reinos de España, sujeta con las manos la espada decorada al estilo borgoñón, lleva manto, guarnecido de armiño, y luce en el pecho el collar de la orden del Toisón de Oro. Doña Juana, representada joven, aunque murió de edad avanzada, va vestida elegantemente, a la moda borgoñona, entrelaza las manos sosteniendo un cetro y adorna su pecho con un rico collar. Ambos portan corona y a sus pies descansan un león y una leona, todos ellos símbolos de realeza.
En la capilla real de Granada y en los sepulcros de ambas parejas reales, Isabel y Fernando, Juana y Felipe, se manifiesta claramente el símbolo que trasciende la propia realidad de los personajes, ya no son sólo ellos, sino más que ellos sino el mito que ellos y sus descendientes forjaron. La gloria de los Reyes Católicos se continúa en sus hijos descendientes, a pesar de que difícilmente se pueden concebir vidas más frustradas que las de Felipe y Juana. Más que los reyes concretos, importa la dinastía, incluso la propia idea de realeza. La capilla real granadina es como una apoteosis de la nueva monarquía española de la edad moderna, forjada en sus reinados, que superaba definitivamente el pasado medieval y anunciaba su grandeza en el presente y el futuro. Son historia, pero son también leyenda.
            En el siglo XVI, Isabel murió en Toledo, María en Londres, Isabel de Valois en Madrid, Ana de Austria, en Badajoz, camino de Lisboa, donde Felipe II iba para ocupar el trono. Todas, menos una, fueron enterradas en El Escorial. Isabel, primero en Granada, después trasladada al panteón de reyes de El Escorial, construido por Felipe II como panteón de la dinastía. También en el panteón de reyes Ana de Austria, Isabel en una de las capillas de la familia real. La excepción fue María Tudor, reina de Inglaterra, enterrada en la abadía de Westminster en Londres.
En el siglo XVII Isabel de Borbón, Mariana de Austria y María Luisa de Orleans, las tres en Madrid, Margarita en El Escorial y Mariana de Neoburgo en Guadalajara, todas muertas en España, en Castilla, y enterradas todas en El Escorial, en el panteón de reyes, Margarita y Mariana de Austria, como madres de reyes. En otras capillas las demás.
La austeridad del panteón de reyes en El Escorial subraya la importancia de la dinastía Habsburgo, igualando la personalidad de los diversos reyes y reinas en la absoluta uniformidad de los sepulcros. Aunque Felipe II y su arquitecto Juan de Herrera  habían incluido ya la cripta en sus planes escurialenses, no se inició hasta finales del reinado de Felipe III, encargándolo a Juan Bautista Crescenci, y su culminación data de tiempos de Felipe IV, colaborando Velázquez en la decoración final. Las palabras “grave, autorizado y correspondiente” –que Felipe IV escribió en uno de las cartas de instrucciones sobre la obra, “podrían tomarse por una concisa descripción del gusto artístico de Felipe.”[50]
Impresionante majestuosidad revisten, en cambio, los dos grupos orantes de Pompeo Leoni, en bronce dorado a fuego, a ambos lados del altar mayor de la iglesia, la familia de Carlos V, presidido por el Emperador y su esposa Doña Isabel, y la familia de Felipe II, iniciados en 1590. Carlos V aparece junto a su esposa Isabel y su hija María, ambas emperatrices, y dos de sus hermanas, Leonor y María, las dos reinas, la primera de Francia, la segunda de Hungría. Felipe II se hizo acompañar por tres de sus mujeres, María Manuela de Portugal, Isabel de Valois y Ana de Austria y de su hijo primogénito, el desgraciado príncipe Don Carlos, con quien se había enfrentado duramente en vida, pero deseó que le acompañara en esta última imagen para la posteridad. Se conjuga a la perfección en estos dos grupos familiares la gloria del mundo propia de tan gran emperador y tan gran rey, con la absoluta entrega a la gloria de Dios, como muestra la actitud postrada de adoración, que inspiraba a los personajes y a su obra política. Simbolizan perfectamente el ideal de una monarquía española consagrada al servicio de la Fe cristiana.[51]
En el siglo XVIII, cuatro murieron en España, dos en Madrid, María Luisa Gabriela de Saboya y María Amalia de Sajonia, dos en Aranjuez, Isabel Farnesio y Bárbara de Braganza, otras dos fuera de España, Luisa Isabel de Orleans en París, volvió a Francia al quedarse viuda y María Luisa de Parma en Roma, en el exilio. Los enterramientos fueron en muy diversos lugares: tres en el panteón de reyes de El Escorial, María Luisa Gabriela de Saboya, María Amalia de Sajonia y María Luisa de Parma, Isabel Farnesio en La Granja de San Ildefonso, Bárbara de Braganza en las Salesas Reales de Madrid, Luisa Isabel de Orléans en la iglesia de San Sulpice de París.
El palacio de La Granja de San Ildefonso, construido como retiro en vida fue también el lugar elegido por Felipe V para su eterno descanso. El rey fue enterrado en 1746 y su esposa veinte años después en una capilla destinada al efecto en la iglesia. La tumba de Felipe V e Isabel de Farnesio era obra de Hubert Dumandré y Pierre Pitué y fue finalizada en 1756. En el centro se halla una urna sobre la que en dos medallones, de perfil y mirándose uno a otro, se hallan los retratos esculpidos en mármol de los reyes. Al pie de la urna el cetro y la corona subrayan la realeza de los difuntos.
La iglesia y el convento de las Salesas Reales fueron una fundación real bajo el patrocinio de Doña Bárbara de Braganza. Obra de Francisco Carlier, las Salesas se edificaron entre 1750 y 1757. La suntuosidad de la iglesia manifiesta la importancia que le concedía la soberana, como panteón regio. Como doña Bárbara no era madre de rey, no tenía derecho a ocupar  un lugar en el panteón real de El Escorial, por lo que prefirió construir un lugar nuevo en el que pudiera reposar junto a su amado esposo. La reina fue criticada por los grandes gastos ocasionados a la hacienda real, pues el coste se calculaba en ochenta y tres millones de reales, y por la apariencia grandiosa del monumento, que no resultó del agrado de todo el mundo. El sepulcro de Fernando VI y Bárbara de Braganza en las Salesas Reales es relativamente sencillo. Fue terminado en tiempos de Carlos III.
            Muchas veces desconocidas a pesar de ser reinas, sus vidas fueron esenciales para la historia de la monarquía española y ocuparon un papel destacado en la historia de España de la edad moderna, su imagen es, además, aportación relevante a la historia del arte. El padre Enrique Flórez, en sus Memorias de las Reynas Catholicas, publicadas en 1761, destacaba la importancia de hacer la historia de las reinas: “No es pura curiosidad la noticia historial de nuestras Reinas. La variedad de especies, que a cada paso ocurren en su campo; la amenidad de noticias no vulgares que como flores de exquisitos matices hermosean nuestros pensiles Reales, bastaba para hacer agradable el Ramillete, donde estuviese unido lo mucho que entre las espinas del campo de la Historia anda, o yace enterrado. Bastaba, digo, la misma novedad: pero hay mayor motivo: porque son tantos los sucesos historiales, que estriban sobre este fundamento; tanta la conexión de materias sobre desposorios y nacimiento de los Reyes; que a cada paso es preciso tropezar, si no se allana el campo de lo que es propio de las Reinas.”[52]
Y no sólo merece la pena conocer sus vidas, sino conocer también sus imágenes. La imagen de la reina, tanto física como simbólica, tenía una enorme importancia. Como ya indicaba el padre Flórez: “Ya que hablamos de las Reinas pareció conveniente proponer sus Retratos: pues aunque las Soberanas no deben ser tan conocidas por los rostros, como por las manos (esto es, por sus acciones) sería una agradable ilustración ofrecer à la vista sus Retratos con que las reprodujésemos al Mundo, y de algún modo se hiciesen inmortales.”[53]


[1] PÉREZ SAMPER, María de los Ángeles: “Mujeres y reinas en la Monarquía española de la Edad Moderna” en MORANT, I. y ORTEGA, M. (dirs.): Historia de las mujeres en España y América Latina, LAVRIN, A. y PÉREZ CANTÓ, P. (eds.) vol. 2 El mundo moderno, Madrid, Cátedra, 2005, ps. 399-437.
[2] La bibliografía sobre Isabel la Católica es abundantísima, por lo que nos reduciremos a destacar algunas de las obras más significativas: ALVAR EZQUERRA, Alfredo: Isabel la Católica. Una reina vencedora, una mujer derrotada, Madrid, Temas de Hoy, 2002. AZCONA, Tarsicio de: Isabel la Católica. Vida y reinado, Madrid, La Esfera de los Libros, 2002. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel: Isabel la Católica, Madrid, Espasa Calpe, 2003. LISS, Peggy K.: Isabel la Católica. Su vida y su tiempo, Madrid, Nerea, 1998. NAVASCUÉS PALACIO, Pedro (ed.): Isabel la Católica, reina de Castilla, Barcelona, Madrid, 2002. PÉREZ SAMPER, María de los Ángeles: Isabel la Católica, Barcelona, Plaza y Janés, 2004.
RODRÍGUEZ VALENCIA, Vicente: Isabel la Católica en la opinión de españoles y extranjeros: siglos XV al XX, Valladolid, 1970, 3 vols. SUÁREZ, Luis: Isabel I, Reina (1451-1504), Barcelona, Ariel, 2000.
VAL, M. Isabel del: Isabel la Católica, Princesa (1468-1474), Valladolid, 1974. VALDEÓN BARUQUE, Julio (ed.): Isabel la Católica y la política, Valladolid, Instituto Universitario de Historia Simancas y Ámbito Ediciones, 2001. Especial interés tienen también los catálogos de las exposiciones celebradas con ocasión del quinto centenario de su muerte: Isabel la Católica. La magnificencia de un reinado, Valladolid, 2004. Ysabel la Reina Católica. Una mirada desde la Catedral primada, Toledo, Arzobispado de Toledo, 2005.
[3] PULGAR, Hernando del: Crónica de los Reyes Católicos por su secretario Fernando del Pulgar, ed. de Juan de Mata Carriazo, Madrid, 1943.
[4] Ysabel la Reina Católica. Una mirada desde la Catedral primada, Toledo, Arzobispado de Toledo, 2005, ps. 543 y 550-551.
[5] ARAM, Bethany: La Reina Juana. Gobierno, piedad y dinastía, Madrid, Marcial Pons, 2001. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel: Juana la Loca, la cautiva de Tordesillas, Madrid, Espasa Calpe, 2002.
[6] BURDIEL, Isabel: Isabel II: no se puede reinar inocentemente, Madrid, Espasa Calpe, 2004. COMELLAS, José Luis: Isabel II, una reina y un reinado, Barcelona, Ariel, 1999. LLORCA, Carmen: Isabel II y su tiempo, Barcelona, Círculo de Lectores, 1973.
[7] COSANDEY, Fanny: La reine de France. Symbole et pouvoir XVe-XVIIIe siècle, París, Gallimard, 2000.
[8] MAZARÍO COLETO, María del Carmen: Isabel de Portugal, emperatriz y reina de España, Madrid, Escuela de Historia Moderna, 1951, p. 48.
[9] CHECA CREMADES, F.; FALOMIR FAUS, M. y PORTÚS, J.: Carlos V: retratos de familia, Madrid, Sociedad Estatal para la Acción Cultural Exterior S.A., 2000.

[10] BROWN, Jonathan: Velázquez, pintor y cortesano, Madrid, Alianza Editorial, 1986, ps. 259-260.

[11] Noailles a Luis XV, 30 de abril de 1746, citado por BAUDRILLART, Alfred: Philippe V et la Cour de France, París, 1890-1905, vol. V, p. 409.
[12] MORÁN, Miguel: La imagen del Rey. Felipe V y el arte, Madrid, Nerea, 1990, p. 36.
[13] SECO SERRANO, Carlos: Estudio preliminar a BACALLAR Y SANNA, Vicente, Marqués de San Felipe, Comentarios de la Guerra de España e Historia de su rey Felipe V, el Animoso, Madrid, 1957, p. XLVIII.
[14] MORALES Y MARÍN, José Luis: Goya. Catálogo de la pintura, Zaragoza, Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis, 1994, ps. 270-271.
[15] RÍOS LLORET, Rosa E.: Germana de Foix. Una mujer, una reina, una corte. Valencia, Biblioteca Valenciana, Generalitat Valenciana, 2003.
[16] LÓPEZ-CORDÓN, María Victoria: “Mujer, poder y apariencia o las vicisitudes de una Regencia” en Stvdia Historica, Historia Moderna, nº 19, Informe: Público/ Privado, Femenino/ Masculino, Salamanca, 1998, ps. 49-66.
[17] Otros retratos similares de doña Mariana por Velázquez en Meadows Museum, Southern Methodist University de Dallas; y del taller de Velázquez en Kunsthistorisches Museum de Viena y Ringling Museum de Sarasota. En los de Viena y Dallas el peinado de la reina –igualmente voluminoso- ha cambiado por exigencias de la moda a unas ondas rematadas por una pluma de avestruz.
[18] BROWN, Jonathan: Velázquez, pintor y cortesano, Madrid, Alianza Editorial, 1986, ps. 221-222.
[19] MÍNGUEZ, Víctor: “La metáfora lunar: La imagen de la Reina en la emblemática española”. Dossier “La imagen de la Reina”, en Millars. Espai i Història, Castellón, Universitat Jaume I, num. XVI. 1993, ps. 29-46.
[20] Citado por Manuel Fernández Álvarez: Carlos V, el César y el hombre, Madrid, Espasa, 1999, p.337.
[21] NADAL, Santiago: Las cuatro mujeres de Felipe II, Barcelona, Mercedes, 1944.
[22] GONZÁLEZ DE AMEZÚA Y MAYO, Agustín: Isabel de Valois, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1949, 3 vols. Y del mismo autor: Una reina de España en la intimidad: Isabel de Valois 1560-1568, Madrid, Real Academia de la Historia, 1944. RODRÍGUEZ SALGADO, María José: “Una perfecta princesa”. Casa y vida de la reina Isabel de Valois (1559-1568). Primera parte” en Cuadernos de Historia Moderna, Madrid, 2003, Anejo II, Serie monografías: C. Gómez-Centurión (coord.): Monarquía y Corte en la España Moderna, ps. 39-96.
[23] SEBASTIÁN, Jorge: “Espacios visuales del poder femenino en la corte de los Austrias” en MORANT, I. y ORTEGA, M. (dirs.): Historia de las mujeres en España y América Latina, LAVRIN, A. y PÉREZ CANTÓ, P. (eds.) vol. 2 El mundo moderno, Madrid, Cátedra, 2005, ps. 437-457. Sobre la imagen de las reinas de la Casa de Austria vid también del mismo autor la tesis doctoral inédita, presentada en el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Valencia (2005).
[24] SÁNCHEZ, Magdalena S.: The Empress, The Queen, and the Nun: Women and Power at the Court of Philip III of Spain, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1998. SÁNCHEZ, Magdalena S.: “Melancholy and Female Illnes: Habsburg Women and Politcs at the Court of Philip III” en Journal of Womens´s History  8, 2, 1996, ps. 81-102.
[25] Juan Van der Hamen y Leon y la corte de Madrid, Madrid, Patrimonio Nacional, 2005.
[26] BROWN, Jonathan: Velázquez, pintor y cortesano, Madrid, Alianza Editorial, 1986, p. 88.
[27] BROWN, Jonathan: Velázquez, pintor y cortesano, Madrid, Alianza Editorial, 1986, p.111.
[28] MAURA GAMAZO, Gabriel, duque de Maura: María Luisa de Orléans, reina de España: leyenda e historia, Madrid, Saturnino Calleja, s.a.
[29] BAVIERA, Príncipe Adalberto de: Mariana de Neoburgo, Reina de España, Espasa  Calpe, Madrid, 1938.
[30] PÉREZ SAMPER, María de los Ángeles: “La figura de la Reina en la nueva Monarquía Borbónica” en Felipe V de Borbón,1701-1746. Estudios de Historia Moderna, Colección “Maior”, nº 19, Córdoba, Universidad de Córdoba, 2002, ps. 273-317.
[31] PÉREZ SAMPER, María de los Ángeles: Poder y seducción. Grandes damas de 1700, Madrid, Temas de Hoy, 2003.
[32] PÉREZ SAMPER, María de los Ángeles: Isabel de Farnesio, Barcelona, Plaza y Janés, 2003.
[33] LÓPEZ-CORDÓN, M.V., PÉREZ SAMPER, M.A.y MARTÍNEZ DE SAS, M.T.: La Casa de Borbón. Familia, corte y política, Madrid, Alianza Editorial, 2000, 2 vols.
[34]  Archivo Histórico Nacional, Estado, legs. 2612 y 2695. Y Archivo General de Simancas, Estado, leg. 5894 y 6472.
[35] OLIVEROS DE CASTRO, María Teresa: María Amalia de Sajonia, esposa de Carlos III, Madrid, CSIC, 1953.
[36] GARCÍA SÁNCHEZ, Laura: “María Luisa de Parma, princesa en la corte de España, reina en España”. Tesis de Licenciatura inédita, Universidad de Barcelona, 2001.
[37] MORALES Y MARÍN, José Luis: Goya. Catálogo de la pintura, Zaragoza, Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis, 1994, p. 213.
[38] MORALES Y MARÍN, José Luis: Goya. Catálogo de la pintura, Zaragoza, Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis, 1994, p. 214.
[39] MORALES Y MARÍN, José Luis: Goya. Catálogo de la pintura, Zaragoza, Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis, 1994, ps. 260-261.
[40] MORALES Y MARÍN, José Luis: Goya. Catálogo de la pintura, Zaragoza, Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis, 1994, ps. 262-263.
[41] Museo Condé, Castillo de Chantilly (Francia).
[42] MONTEAGUDO ROBLEDO, María Pilar: La Monarquía ideal: Imágenes de la realeza en la Valencia moderna, Valencia, Universidad de Valencia, 1995.
[43] VÁLGOMA Y DÍAZ DE VARELA, Dalmiro de la: Norma y ceremonia de las Reinas de la Casa de Austria, Madrid, Real Academia de la Historia, 1958.
[44] RÍO BARREDO, María José del: Madrid, Urbs Regia. La capital ceremonial de la Monarquía Católica, Madrid, Marcial Pons, 2000.
[45] SANZ HERMIDA,  Jacobo (ed.): Recibimiento que se hizo en Salamanca a la princesa Dña. María de Portugal, viniendo a casarse con el príncipe don Felipe II. Colegido por el maestro Vargas, de expreso mandato del Príncipe nuestro Señor, Salamanca, 2001.
[46] PÉREZ SAMPER, María de los Ángeles: Barcelona, Corte. La visita real de Carlos IV en 1802, Barcelona, Universidad de Barcelona, 1973.
[47] Institut Municipal de Història de la Ciutat, Barcelona.
[48] Biblioteca de Catalunya, Barcelona.
[49] PORTELA SANDOVAL, Francisco José: “La escultura española en el reinado de Isabel I” en NAVASCUÉS PALACIO, Pedro (ed.): Isabel la Católica, Reina de Castilla, Barcelona, Madrid, Lunwerg, 2002, p. 202.
[50] BROWN, Jonathan: Velázquez, pintor y cortesano, Madrid, Alianza Editorial, 1986, ps. 232.
[51] CHECA CREMADES, Fernando: Felipe II, mecenas de las artes, Madrid, Nerea, 1992.
[52]  FLÓREZ, Padre Enrique: Memorias de las Reynas Catholicas, Madrid, 1761, 3 vols. Vid vol. I, “Razón de la obra”.
[53] FLÓREZ: Memorias de las Reynas Catholicas. Ibídem.