viernes, 18 de enero de 2013

LAS REINAS EN LA MONARQUÍA ESPAÑOLA DE LA EDAD MODERNA


LAS REINAS EN LA MONARQUÍA ESPAÑOLA DE LA EDAD MODERNA

                                                           María de los Ángeles Pérez Samper

Mujeres extraordinarias

Ser reina es un destino extraordinario para una mujer en cualquier época y también en la España de la edad moderna. Sólo hubo en la Monarquía española de ese periodo diecisiete mujeres que fueron reinas. Frente a millones de mujeres, eran un grupo muy reducido, pero alcanzaron gran poder e influencia. Con el factor añadido de que, a pesar de su excepcionalidad, constituyeron un punto de referencia para las demás mujeres. Reinas que lo eran por sí mismas, a las que se denominaba como “reinas propietarias”, hubo sólo dos en la edad moderna, las dos al comienzo de dicha época, en el paso del siglo XV al siglo XVI, Isabel I (1451-1504) y su hija Juana I (1479-1555). Las demás fueron reinas consortes, quince en total.
            En el siglo XVI hubo cuatro reinas para dos reyes. Carlos V se casó sólo una vez, con Isabel de Portugal (1503-1539). Felipe II tuvo cuatro esposas, de las cuales sólo tres fueron reinas. La primera esposa, María de Portugal (1527-1545), murió muy joven, antes de que su esposo fuera rey. La segunda esposa María Tudor (1515-1558), que era reina de Inglaterra, nunca llegaría a conocer su reino español. La tercera esposa Isabel de Valois (1546-1568), una princesa francesa, fue reina de 1559 a 1568, apenas una década. Y la cuarta esposa Ana de Austria (1549-1580), de la rama imperial de los Habsburgo, lo fue también durante una década, desde su boda en 1570, hasta su muerte en 1580.
            En el siglo XVII fueron cinco las reinas, para tres reyes. Felipe III tuvo una sola esposa y reina, Margarita de Austria (1584-1611), también de la familia imperial, Felipe IV tuvo dos esposas, las dos reinas, la primera, Isabel de Borbón (1603-1644), de origen francés, compartió con su esposo muchos años antes y después de acceder al trono, la segunda, Mariana de Austria (1635-1696), de origen imperial, compartió las dos décadas finales del reinado. Carlos II tuvo dos esposas, y las dos fueron reinas, María Luisa de Orleans (1662-1689), francesa, fue reina durante una década,  y Mariana de Neoburgo (1667-1740), alemana, lo fue durante la siguiente y última década del reinado.
            En el siglo XVIII con el advenimiento al trono de los Borbones y la introducción de la Ley Sálica, ya no sería posible la existencia de una reina propietaria, todas fueron reinas consortes, en total seis reinas para cinco reyes. Felipe V fue el único que se casó dos veces, los demás reyes sólo una vez. Carlos III al quedarse viudo a los 44 años tomó la decisión de no volver a casarse. Felipe V se casó primero con María Luisa Gabriela de Saboya (1688-1714), reina de 1701 a 1714, Isabel Farnesio (1692-1766), que reinó de 1714 a 1746. Luis I contrajo matrimonio con Luisa Isabel de Orleans (1709-1742), quien únicamente fue reina unos pocos meses de 1724. Fernando VI reinó con su esposa Bárbara de Braganza (1711-1758), desde 1746 a 1758. Carlos III se casó con María Amalia de Sajonia (1724-1760), pero, aunque reinaron juntos en las Dos Sicilias muchos años, en España sólo compartieron el trono durante un año, de 1759 a 1760, pues la reina murió al poco tiempo. Carlos IV y María Luisa de Parma (1751-1819) casados desde 1765, reinaron de 1788 a su abdicación en 1808.

Reinas propietarias

En la edad moderna la organización del poder y de la sociedad era por excelencia la monarquía. El gobierno de uno solo, que era fundamentalmente un varón, pero que en algunos casos podía ser también una mujer, como sucedía en España en los primeros siglos modernos, donde podían reinar las mujeres hasta la introducción de la ley sálica a principios del siglo XVIII, después abolida en el siglo XIX. En cualquier caso, la figura femenina debía existir de manera asociada, pero ineludible: como reina consorte, la esposa del rey. Si la característica de la monarquía era la continuidad, la reina desempeñaba un papel esencial como madre del futuro rey.
Las reinas propietarias eran las reinas por excelencia. Eran reinas por derecho propio, su poder procedía de ellas mismas. Sin embargo, la figura de la reina siempre fue vista en la época moderna como un mal menor. Los valores de la sociedad patriarcal alcanzaban también al trono. Se prefería siempre al hombre por encima de la mujer, mucho más cuando se trataba de una posición de la más alta responsabilidad como era la realeza, encargada de gobernar y dirigir la sociedad. En las normas de sucesión se preferían los varones a las mujeres. Sólo cuando no existía un varón en la familia real para heredar el trono, los intereses dinásticos pasaban por encima del problema que suponía para la mentalidad de la época el que una mujer encarnara la Corona. En el paso de la edad media a la edad moderna existía sobre el tema una gran polémica. En los reinos españoles no existía unanimidad. En la Corona de Aragón las mujeres no podían ocupar el trono, sólo transmitir los derechos. En la Corona de Castilla podían ocuparlo, pero también se prefería a los varones.
La reina por excelencia
Muy significativo fue el caso de Isabel la Católica, que reivindicó sus derechos al trono castellano tras la muerte de su hermano Alfonso. Ni la complicada situación, ni su juventud, ni su condición de mujer la hicieron vacilar ni un momento. Dejando aparte el problema de la legitimidad de Juana, también mujer, Isabel no cederá ante los derechos de Fernando de Aragón como heredero varón más próximo en la línea dinástica de sucesión al trono. Será un motivo importante para elegirlo como esposo y para compartir con él el gobierno de la monarquía, pero no para cederle la preferencia. Isabel reivindicará siempre su derecho a la Corona de Castilla.
            Al  morir Enrique IV Isabel no dudó en proclamarse reina en ausencia de su esposo y la discusión se aplazó hasta el encuentro de la pareja. Se debatía si la reina debía asumir por sí misma el poderío real o, simplemente, transmitirlo a su marido, reconociendo la superioridad del varón; algunos antecedentes en Castilla apuntaban a la segunda solución con preferencia a la primera y más en este caso en que el marido, como miembro de la dinastía Trastámara, estaba colocado en la línea de sucesión como primer varón en ella. Los derechos femeninos al trono se hallaban avalados por el derecho y por la historia. Efectivamente, en Castilla se aceptaba que la sucesión recayera en una mujer, siempre que no hubiera varón que ostentara iguales o mejores derechos. Una mujer podía heredar el trono y gobernar como reina propietaria, pero en la práctica esta situación se dio pocas veces. La hija de Alfonso VI, Urraca I (1109-1126), y la hija de Alfonso VIII, Berenguela, que en 1217 heredó la corona, pero la transmitió inmediatamente a su hijo Fernando III, son los dos ejemplos más significativos.
Los argumentos para apoyar los derechos de la reina eran varios. Por una parte, la tradición política castellana y la doctrina cristiana no admitían diferencia sustancial entre hombre y mujer, de manera que, aunque se admitiera la prelación del hombre sobre la mujer en la misma línea y grado de parentesco, no existía motivo para relegar a la mujer si su parentesco era más próximo y, así, nada debería oponerse a que las infantas a quienes correspondiese pudieran reinar y reinaran en plenitud. Por otra parte, estableciendo la costumbre de la Corona de Aragón, que admitía sólo para las mujeres la transmisión de derechos al trono, pero no su ejercicio, dado que sólo tenían entonces una hija, la infanta Isabel, y que no existían garantías absolutas de lograr un heredero masculino, declarar la preferencia del hombre suponía desheredar a su hija.
Finalmente el conflicto se resolvió mediante la sentencia arbitral de Segovia, también llamada “concordia”, firmada el 15 de enero de 1475. De ella nacería un concepto nuevo de monarquía, en que la figura de la reina quedaba equiparada a la del rey. El famoso “tanto monta”, que se refería a otra cosa, la leyenda de Alejandro Magno y el nudo gordiano, resulta muy expresiva de la nueva realeza dual. Ratificaba a Isabel como “legítima sucesora y propietaria” de la Corona, compartiendo sus funciones con Fernando su “legítimo marido”.
Reinas fracasadas
            Pero la reina, especialmente la reina propietaria, era una figura compleja y podía ser hasta contradictoria. Incluso aunque las reinas lograran ocupar el trono y hacerse con el poder que les correspondía legalmente, podían ejercerlo o no ejercerlo. En la España moderna se dieron los dos ejemplos extremos, Isabel y Juana. Isabel lo ejerció en plenitud y de manera ejemplar, con decisión, con energía; será el modelo de reina por excelencia en la historia de España. Juana apenas lo ejerció y su caso constituirá un modelo negativo. La hija ya hubiera tenido muy difícil resistir la comparación con la madre, grande en vida y mucho más después de muerta, pues se convirtió inmediatamente en un mito, fueran cuales fueran sus cualidades para reinar, tanto para encarnar la realeza como para ejercer el gobierno. Pero sus problemas mentales y la dura competencia que le hicieron los varones de su propia familia hicieron muy difícil su vida e imposible su reinado.
            Varios fueron los rivales de Juana en el seno de su propia familia. En primer lugar su propio padre, Fernando el Católico, que por encargo de Isabel y resistiéndose a abandonar el poder que había tenido en la Corona de Castilla en vida de su esposa, ejerció sobre su hija una tutela asfixiante. También su marido, el Archiduque Felipe, quien deseoso de poder, pretendió usurpar, invocando su condición de consorte, el poder que pertenecía a Juana como reina propietaria de Castilla. Muerto prematuramente Felipe, Juana, al  convertirse en viuda, empeoró su situación. Sola, gravemente afectada por la pérdida de su esposo, cayó más que nunca bajo la tutela de su padre, quien se convirtió en regente y la apartó radicalmente del poder y del gobierno. Comenzó entonces su larguísimo encierro en Tordesillas. Finalmente su hijo Carlos no hizo más que continuar en la misma línea, dar a su madre por incapacitada y amparándose en la ficción legal de compartir con ella la realeza, asumir el gobierno en solitario. Juana fue sacrificada a los intereses de la dinastía y del trono. Pero ella, aunque víctima, colaboró en la medida que le permitía su nublado entendimiento, con los hombres de su familia. Sucedió así con su hijo, como demuestra su actitud ante la rebelión comunera, evitando enfrentarse a Carlos y contribuir a la división del reino.
            En el caso de Juana, más allá del gravísimo problema que representaba para cualquier monarquía la locura del soberano, su condición de mujer influyó con toda seguridad negativamente en sus posibilidades de encarnar la realeza y ejercerla. En una sociedad acostumbrada a situar a las mujeres en una posición secundaria, subordinada y dependiente, las reinas no lo tenían fácil, mucho menos una reina que padecía trastornos mentales y carecía de la suficiente fuerza para imponer su autoridad. 
            Siglos después, la otra reina propietaria de la monarquía española, Isabel II, fue igualmente un modelo negativo, que contribuyó a dividir la nación y perdió el trono. Su reinado, comenzado cuando todavía era una niña, abrió grandes perspectivas y esperanzas de modernización social y política para la monarquía y para la nación, pues ella encarnaba la causa del liberalismo. Sin embargo, pronto se desvanecieron las esperanzas. El reinado de Isabel II transcurrió bajo el signo de la división y el enfrentamiento, primero las luchas entre liberales -isabelinos- y absolutistas -carlistas-, después entre liberales moderados y liberales progresistas, finalmente entre monárquicos y republicanos. Sin ser responsable de todo lo malo que sucedió en su tiempo, su conducta como reina no estuvo a la altura necesaria. No logró superar las divisiones y discordias, incluso en ocasiones contribuyó a ellas, y acabó perdiendo el trono en 1868. Tanto la causa de la monarquía como la causa de la nación padecieron un grave deterioro por su falta de acierto. Moriría exiliada en París en 1904, después de largos años de destierro. Si no estuvo a la altura como reina propietaria, cumpliría su papel asegurando la sucesión y educando a su hijo como rey. Alfonso XII recuperó el trono y contribuyó a pacificar la nación y a darle estabilidad y futuro con el sistema de la Restauración. 

Esposa del Rey

            Reinas propietarias fueron muy pocas, la mayoría lo fueron consortes. Las reinas consortes eran reinas en cuanto esposas del rey. La reina será ante todo, como la inmensa mayoría de las mujeres de la época moderna, esposa y madre. Pero la reina no será una esposa o una madre cualquiera, será esposa del rey y madre del futuro rey.
En la época moderna las mujeres se casaban generalmente muy jóvenes. En el caso de las familias reales todavía más, pues asegurar la sucesión era esencial y cuanto más joven fuera la esposa, más posibilidades existían de tener hijos, de tenerlos pronto y de tener muchos. Ser esposa amante y casta era deber primordial de una reina. De una reina se daba por supuesto una conducta intachable en temas sexuales, debía ser absolutamente fiel a su esposo el rey. Si esto era esencial en toda mujer cristiana, mucho más en el caso de una reina, por la importancia que tenía para la dinastía garantizar estrictamente que el rey sería el padre de sus hijos y también por razones de ejemplaridad moral. No hubo reproche alguno en ese sentido para las reinas de la España moderna, salvo para María Luisa de Parma, que fue acusada de infidelidad, atribuyéndole amores con el favorito Godoy. Ya en la época contemporánea, también sería gravemente censurada por su comportamiento irregular Isabel II. Aunque las razones fueron múltiples, seguramente no fue fruto de la casualidad que ambas soberanas perdieran el trono y acabaran en el exilio.
Amor y fidelidad eran exigidos a toda esposa, muchísimo más a una reina que debía dar ejemplo a todas las mujeres de su reino. Pero los matrimonios reales no siempre eran acertados ni felices. Las reinas, como los reyes, debían casarse por razón de estado, no por amor. Sin embargo, en algunos casos los matrimonios acabaron por convertirse en matrimonios de amor, como el de los Reyes Católicos, el de Carlos V y la emperatriz Isabel, los dos matrimonios de Felipe V, primero con María Luisa Gabriela de Saboya y después con Isabel Farnesio, el de Fernando VI con Bárbara de Braganza o el de Carlos III con María Amalia de Sajonia; concertados por motivos políticos y diplomáticos acabaron convirtiéndose en matrimonios muy unidos.

Madre del Rey

Aunque debía cumplir con el papel de compañera fiel de su marido, en su calidad de esposa del rey su deber principal era dar continuidad a la Corona, dar un hijo a su esposo, un heredero al trono, cuestión esencial porque la continuidad era característica esencial de la Monarquía. Cumplir ese deber primordial estaba por encima de cualquier otra consideración, incluso del riesgo de su salud y de su vida. Fueron varias las reinas que murieron como consecuencia de malos embarazos o malos partos, como sucedió con la emperatriz Isabel, Isabel de Valois y Margarita de Austria. Si la reina no conseguía tener un hijo se consideraba que había incumplido su principal deber y generalmente se la culpaba a ella, independientemente de la responsabilidad verdadera del problema. María Luisa de Orleans y Mariana de Neoburgo fueron duramente criticadas por no haber tenido hijos. En el tema de la sucesión, la servidumbre de la reina respecto a la Corona -la institución- y a la dinastía -la familia-, fue máxima.
La reina en este aspecto no era diferente de las demás mujeres, tenía como obligación esencial como reina la obligación esencial de una mujer en aquella época, tener hijos. Pero la obligación de la reina era infinitamente mayor que la de cualquier mujer corriente. Su maternidad estaba trascendida, iba mucho más allá del ámbito personal y familiar, afectaba no a una familia cualquiera, sino a una dinastía de siglos, no a un grupo de personas, sino a un pueblo entero. Una reina debía garantizar la sucesión, para el rey, para la dinastía y para la Monarquía española.
El deber de la reina era fundamentalmente biológico, dar a luz un hijo. Pero se esperaba más de su maternidad, no sólo debía poner al hijo en el mundo, sino también criarlo, convertirlo en un hombre y en un rey. Debía ocuparse también del resto de sus hijos e hijas, como madre y como reina, para hacer de ellos hombres y mujeres de provecho, dignos príncipes de la dinastía, futuros reyes y reinas. La reina había de ser, pues, educadora de sus hijos y educadora de reyes.
No bastaba con tener un hijo, el ideal era tener una familia numerosa, para asegurar la continuidad de la monarquía contra cualquier azar. La alta mortalidad infantil acosaba a todas las familias, también a las de la realeza. El resto de los hijos, especialmente las infantas, cumplían la importante misión de contribuir a extender y reforzar las redes dinásticas y diplomáticas, por lo que muchos de ellas acabaron ocupando tronos en otros países. Gracias a todos estos matrimonios de estado existían estrechos vínculos y que unían a las diferentes familias reales europeas, hasta crear un selecto y privilegiado núcleo dirigente, como una gran familia que reinaba en Europa y en gran parte del mundo.
            Era el deber de todas las reinas ser madres de rey, pero sólo algunas pudieron conseguirlo. Las dos reinas propietarias tuvieron varios hijos y fueron madres de reyes o reinas, Isabel de Juana, Juana de Carlos I. En el siglo XVI, dos fueron madres de reyes, Isabel de Felipe II, Ana de Austria de Felipe III. En el siglo XVII otras dos lo fueron: Margarita de Felipe IV, Mariana de Austria de Carlos II. En el siglo XVIII, María Luisa Gabriela fue madre de dos reyes de España, Luis I y Fernando VI, Isabel Farnesio fue madre de Carlos III, María Amalia de Sajonia, madre de dos reyes, uno fue Carlos IV, rey de España, el otro Fernando IV, rey de Nápoles y Sicilia, y María Luisa de Parma fue madre de Fernando VII. No lograr descendencia era una gran desgracia, que podía ocasionar graves problemas, como sucedió en 1700 a la muerte de Carlos II sin hijos, lo que desencadenó la guerra de sucesión a la corona española.
Familias reales
La red de la realeza europea de donde proceden y en la que se insertan las reinas españolas se completa observando su procedencia y su linaje. Los matrimonios reales debían ser entre iguales, las reinas debían ser, por tanto, miembros de familias reales. Este principio establecido desde la época de los Reyes Católicos y seguido en la época de los Austrias y de los Borbones, será ratificado en tiempos de Carlos III en la real pragmática sobre casamientos de 1776, precisamente cuando temían que pudiera llegar a ser puesto en cuestión. Una de las consecuencias de esta norma tan estricta fueron los matrimonios entre parientes, más o menos lejanos. En el cuadro familiar de las reinas de España destacaba la consaguinidad existente, por la reiteración de matrimonios, especialmente con la Casa portuguesa de Avís y con la rama vienesa de la Casa de Austria, lo que daría ciertas ventajas, como fue la herencia de Portugal para Felipe II, pero también enormes desventajas por agotamiento genético, como sucedería con Carlos II.
Fue así como reinas de origen extranjero se proponían como modelo a las mujeres españolas, como sucedió con todas las reinas consortes. Las reinas propietarias habían nacido en Castilla, una en Madrigal de las Altas Torres,un pequeño pueblo cercano a Ávila, otra en Toledo, una de las grandes ciudades de Castilla. Las dos reinas eran naturales de uno de los reinos españoles, la Corona de Castilla y además de la meseta castellana. Las demás fueron extranjeras, pues al considerarse a la monarquía como un poder único, por encima de cualquier otro, también se consideraba a la familia real como una familia única, por encima de cualquier otra familia, por lo que sólo era posible enlazar con otra familia real.

La reina gobernadora

Las reinas consortes tuvieron poco o mucho poder, pero siempre de manera delegada o indirecta, gracias a su esposo el rey o a través de él. El poder de las reinas consortes procedía del rey, en cuanto esposas o en cuanto madres, era un poder compartido o delegado. Cuando ejercían el poder lo podían hacer de una manera formal e institucional, las reinas gobernadoras o las reinas regentes, o bien de una manera informal, no institucionalizada, que podríamos denominar “influencia”, pero una influencia que daba mucho poder.
Dejando aparte el caso de la reina propietaria, las dos formas institucionales de que una reina consorte ostentara oficialmente el poder eran como gobernadora o como regente. Muy significativo es el papel de reina gobernadora, que desempeñaron varias reinas consortes durante las ausencias del reino de sus maridos los reyes. Primera cronológicamente y una de las principales fue la Emperatriz Isabel, que actuó en varias ocasiones como reina gobernadora durante los viajes de Carlos V. Por disposición del Emperador, gobernó con prudencia Castilla durante las ausencias de Carlos, que fueron largas. En el siglo XVIII, por disposición de Felipe V, desempeñó ese papel María Luisa Gabriela de Saboya, mientras el rey acudía al campo de batalla durante la guerra de Sucesión. También ejerció como reina gobernadora Isabel de Farnesio, por disposición testamentaria de Fernando VI y por poderes de su hijo Carlos III, durante el tiempo en que el nuevo rey viajaba desde Nápoles a Madrid en 1759, para ocupar el trono español.

La reina regente

Caso especial fue el de la reina regente. Además de esposa del rey, la reina era madre del rey y en algunos casos, si fallecía el monarca y el heredero no alcanzaba todavía la edad mínima para reinar personalmente, era su madre la persona destinada a hacerlo en su nombre hasta la mayoría de edad de su hijo. En la edad moderna este caso se dio a la muerte de Felipe IV, porque Carlos II era todavía un niño muy pequeño. Por tanto, la Regencia debía confiarse a su madre, Mariana de Austria, como era costumbre. Posteriormente doña Mariana ejercería como reina madre y seguiría influyendo hasta su muerte.
Independientemente de que una reina ocupara los cargos de gobernadora o regente, la reina era siempre poderosa, en mayor o menor grado. El poder de la reina, propietaria o consorte, se transmitía por la sangre y el linaje, lo tenía la reina como reina o como hija de rey, esposa de rey o madre de rey. El poder estaba en la familia, en la dinastía. Pero no era sólo cuestión de sangre, sino también de ambiente. La reina no tendría sentido de manera aislada, de igual manera que no puede existir sino como eslabón de la dinastía, su entorno necesario era la sociedad cortesana. Y en la corte el poder estaba en el aire. Y en ese mundo donde el  poder circulaba constantemente, la reina desempeñaba un papel trascendental, como fuente de poder si era la reina propietaria y como medianera entre el rey y todos los demás cortesanos y vasallos si se trataba de una reina consorte. La reina recibía, reflejaba, transmitía y distribuía ese poder, en forma de influencias, cargos, mercedes y gracias de todas clases. El poder corría por las venas de la reina y flotaba en el aire que respiraba.

Sin rey y sin reino

Un caso especial de reina consorte sin poder ni influencia es el de la reina viuda. La reina viuda era varias veces viuda, era la mujer sin esposo y era la reina sin rey y sin reino. Sobrevivía como persona a su condición de reina. Si la reina lo era en cuanto esposa, al perder al esposo la reina dejaba de ser reina. La reina viuda era una figura excepcional, pues sólo era reina en cuanto lo había sido, pero ya no lo era. De acuerdo con el planteamiento conceptual de la época, “los reyes dos veces mueren porque dos veces viven. Viven una vez para el reino y viven otra vez para sí. Y al contrario, mueren cuando dejan de reinar y mueren cuando dejan de vivir.” Era la vieja teoría medieval de los dos cuerpos del rey. Normalmente las dos muertes del rey coincidían, salvo cuando se producía una abdicación o un destronamiento. Pero en las reinas la doble muerte no coincidía. Muchas veces morían antes que el rey, pero a veces le sobrevivían y entonces morían como reinas en el momento en que moría el rey y morían como personas cierto tiempo después. Este intervalo solía ser muy penoso. Todas las reinas sentían gran preocupación y a veces auténtico temor a esa situación en que quedaban. Pasaban de ser el centro de todo a quedar más o menos marginadas y olvidadas.
            En general las reinas morían antes que el rey, pero algunas sobrevivían más o menos años. En el siglo XVI la reina viuda por antonomasia fue doña Juana, cuyo marido murió prematuramente dejando a su mujer desconsolada y agravando seriamente su situación mental. No hubo en la monarquía española más reinas viudas hasta que en el siglo XVII Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV, sobrevivió a su esposo muchos años, debiendo actuar como regente y como reina madre durante casi todo el reinado de Carlos II.
La reina viuda fue reina, pero dejaba de serlo. Quedaba marginada del poder y de la influencia, especialmente cuando no era madre del rey. Tenía que retirarse de la corte y pasaba incluso estrecheces económicas. Un interesante ejemplo fue el de Mariana de Neoburgo, reina doblemente fracasada, no tuvo hijos y no logró mantener la herencia dentro de la dinastía Habsburgo. Su situación empeoró por oponerse a Felipe V. Tras tener que retirarse a Toledo, acabó exiliada en Bayona durante años y sólo pudo regresar a España en 1738, poco antes de morir en 1740, cuarenta años después que su esposo Carlos II. También resultó patético el caso de Luisa Isabel de Orleans, esposa de Luis I, que tras quedar viuda en 1724, después de un reinado cortísimo de ocho meses, vivió retirada en Madrid y en 1725, al fracasar el proyecto de boda de Luis XV con la infanta española Maria Ana Victoria, fue devuelta a Francia, donde vivió sola, enferma y empobecida hasta su muerte en 1742.

El ceremonial           

            El poder no se expresaba sólo a través del mando, muy importante es también el mundo de los rituales. El papel de la reina en las ceremonias es otra perspectiva muy reveladora para entender su significado dentro de la familia real y su imagen pública en relación con el pueblo. El simbolismo tendía a destacar no a la persona individual sino a la reina como miembro de la familia real, enfatizando la importancia de la dinastía y del factor de continuidad de la monarquía.
El ritual presentaba a la reina como parte esencial e imprescindible de la monarquía, como esposa del rey, como madre del futuro rey. Pero también le reservaba papeles protagonistas, como sucedía en las entradas solemnes. Entradas reales las habían protagonizado con fuerte carga política las reinas propietarias, Isabel la Católica y Juana. También la emperatriz Isabel fue figura principal en los viajes realizados en ausencia del emperador. Pero el ceremonial cobró mayor importancia en el reinado de Felipe II, donde la llegada de la Reina a su nuevo reino, aunque sin compromiso político, se convirtió en momento propicio para la aproximación de la Corona a la sociedad.
Con la introducción de la dinastía borbónica cambió el ceremonial borgoñón de los Austrias, en que el rey y la reina vivían gran parte del tiempo separados. Desde el reinado de Felipe V, el rey y la reina estarán siempre juntos, en la vida cotidiana, en el lecho, en la mesa, en los paseos y cacerías y también en las ceremonias, incluidas las de carácter político, como las entradas reales, los juramentos en las Cortes y las más diversas fiestas cortesanas. Las reinas tuvieron mayor papel en el ceremonial. El simbolismo tendía a subrayar no sólo a la persona del rey, sino la familia real, destacando la importancia de la dinastía y del factor de continuidad de la monarquía. La pareja real, muchas veces acompañada de sus hijos, el Príncipe heredero y los infantes, participaba conjuntamente en casi todos los actos del ritual cortesano y de las ceremonias realizadas en público.
Símbolos e imágenes
Además de una figura institucional, la reina era un símbolo. La imagen de la reina no era sólo trasunto de la realidad concreta, sino expresión de un modelo, que se traducía en imágenes literarias y artísticas. En el simbolismo real de la época, junto al mito solar aplicado al rey, el mito lunar se aplicaba a la reina. Mientras el sol brilla con luz propia, la luna, que no tiene luz por ella misma, sólo refleja la luz del sol. El símbolo responde al ideal, por el cual la reina era sólo un pálido reflejo del esplendor del soberano; sin embargo, en la realidad hubo reinas que brillaron con luz propia, otras llegaron incluso en algunos momentos a hacer sombra al astro rey.
Los retratos de las reinas, a la vez manifestación de su personalidad individual y de su figura institucional, ofrecen a veces una imagen discreta, otras presentan la imagen oficial, pero siempre son imágenes majestuosas, bien por su misma sencillez, bien por su espectacularidad.
            La reina era presentada como modelo y ejemplo para sus súbditos. La ejemplaridad de la Monarquía era su capital más importante. Era algo inmaterial, pero tenía una enorme influencia. En ella radicaba su prestigio y en ella residía gran parte de su poder. Una monarquía que no fuera ejemplar, no sería respetada, ni obedecida, perdería una parte fundamental de su esencia. La imagen ideal era un referente. En ocasiones podía responder a la verdad, en otras era puro tópico. Pero se esperaba y deseaba que la Reina fuera un modelo para su familia y para todos sus súbditos.

Reina santa

            En una sociedad profundamente religiosa como era la de la España moderna, la reina debía ser necesariamente modelo de buena cristiana, mucho más tratándose de la reina de la Monarquía Católica. La religiosidad y la devoción se consideraban imprescindibles. Una vez más  la reina Isabel constituye el ejemplo perfecto.
Isabel ha pasado a la historia como “la Católica” y el sobrenombre le hace justicia. Fue una mujer de fe, una fe firme e inconmovible, y lo fue en su vida personal y en su actuación como reina. Era además muy piadosa. Todos coincidían en alabar su religiosidad. Su profunda fe y su ferviente devoción tenían traducción directa en su actuación como reina. Mostró desde comienzos de su reinado un gran celo por la  defensa de la fe, por la pureza de la doctrina y un estilo de vida en coherencia. De ahí se derivaría una constante aplicación a la reforma religiosa. La imagen de la reina era como un trasunto menor de la imagen de la Virgen María, madre de Dios, coronada reina de los cielos. Si la figura de María tiene una de sus manifestaciones en la imagen real, la figura de la Reina se compara con la de María. En ocasiones se presentaba a la reina casi como una santa.
Una de las imágenes preferidas de la reina ideal era la imagen de la reina misericordiosa. La reina presentada como amparo de sus súbditos, respondía a una imagen femenina, maternal, acogedora, consoladora, protectora. Con frecuencia aplicada a la Virgen María, la madre de Misericordia, esta imagen también se trasladaba a la reina. La Reina, protectora sobre todo de la fe y la religión, era la protectora de sus vasallos y la protectora del reino. La imagen de la reina era con frecuencia, significativamente, una imagen religiosa. Caso extremo es el de Isabel la Católica. La reina con su esposo y sus hijos, todos postrados a los pies de la Virgen constituye un mensaje de fe y devoción, propuesto a los ojos del público. Un buen ejemplo puede ser la tabla denominada “Virgen de los Reyes Católicos.

Reina heroína, reina seductora

            La imagen de la reina tenía muchas vertientes, complementarias y hasta contradictorias En la época moderna seguía plenamente vigente la imagen bíblica y clásica de “la heroína”, una mujer fuerte, una reina valerosa, capaz de grandes proezas, que rige a su pueblo con voluntad firme y le conduce a la victoria. Esa sería la imagen apropiada para la reina propietaria y su mejor exponente fue sin duda Isabel la Católica, especialmente como reina victoriosa en Granada. También algunas reinas consortes encarnaron ese simbolismo, como podría ser el caso de María Luisa Gabriela de Saboya, que no sólo apoyó a Felipe V en los difíciles momentos de la guerra de sucesión, sino que ella misma hizo frente sola con gran valentía a las vicisitudes de la guerra.
Pero la reina heroína era una mujer excepcional para una ocasión excepcional, se recurría con mayor frecuencia a un simbolismo más amable y suave. Reinar para una reina equivalía en la época a encarnar la institución monárquica y prestarle una imagen digna de ser amada y obedecida. Ganar el amor y la fidelidad de sus súbditos para la Corona se consideraba deber fundamental de la reina. Esta seducción de su pueblo se esperaba que la llevase a cabo de una manera “femenina”, presentando una imagen atractiva, que atrajera a todos sus súbditos a través de su belleza y su afabilidad. La reina debía ser el rostro hermoso y amable de la monarquía, que completara y compensara el rostro duro y temible del poder. Mientras el rey ejercía un reinado material, el de la reina era inmaterial, espiritual, el rey reinaba sobre los cuerpos, la reina debería reinar sobre las almas.
            Para ello a la belleza interior se debía añadir la hermosura exterior, ambas como dos de las cualidades personales más importantes que debían adornar a la primera mujer del reino. En cuanto a la imagen exterior la belleza era fundamental. Cualidad femenina por excelencia según los criterios de la época, la Reina como modelo de mujer debía ser bella y también como Reina ideal, partiendo de la idea de que la belleza física servía para atraer los corazones de los vasallos. Era la belleza una de las cualidades más apreciadas y alabadas en una reina. Al margen de los cánones de la época, todas las soberanas eran hermosas. Era como si la realeza las rodeara de una aura especial de hermosura. La majestad daba belleza, la belleza daba majestad.

Críticas y censuras

Pero esta imagen ideal tenía a veces poco que ver con la realidad de unas reinas más o menos buenas y hermosas. Algunas tenían gran protagonismo en la corte y en el gobierno. No todas ni siempre se resignaban a desempeñar un papel discreto y humilde. Al ideal de una reina bella y buena cristiana, que era también el ideal de mujer, se unían algunas cualidades más propias de reinas en cuanto ostentadoras de poder. Una virtud como la prudencia, que es característica de la soberanía y del gobierno, aparecía en ocasiones en el conjunto de virtudes y cualidades de la reina, pero generalmente en tono menor. Las virtudes de la realeza, las cualidades de la mujer fuerte de la Biblia y de las heroínas del mundo clásico, no marcaban la pauta en la imagen ideal de las reinas, en contra de la actuación de algunas soberanas en la práctica como sucedió con varias de las reinas borbónicas del siglo XVIII. Existía, como siempre, enorme distancia entre ideal y realidad.
Saber ser reina era un saber, que en función de su condición femenina, iba indisolublemente unido a la discreción. La reina como mujer debía ser discreta, mucho más como reina. Su conducta personal debía ser discreta, como discreto debía ser, en teoría, el papel institucional que desempeñara en la Monarquía, aunque no fue así en todos los casos. A la discreción se sumaban en la imagen ideal de una reina cualidades como la modestia, la humildad, vinculadas en la época a la feminidad. Un aspecto especialmente significativo de la discreción de la reina era su comportamiento en la corte, que debía ser siempre disciplinado, rigurosamente ceñido a la etiqueta y al protocolo. Apartarse de esa disciplina la descalificaba como mujer y como reina.
            Como contrapunto a la imagen ideal, no faltaron críticas contra las reinas. Muy graves fueron las que se hicieron contra Isabel Farnesio, tachándola de intrigante y ambiciosa, acusándola de haber manejado a Felipe V a su antojo y había perjudicado a España y a los españoles. Especialmente discutida fue su ambición maternal, que la llevó a la intervención en las guerras italianas para dar tronos a sus hijos. La reina debía pagar el precio de ir más allá de reinar y atreverse a gobernar, tomando decisiones políticas muy polémicas.
Todavía más graves fueron las censuras contra María Luisa de Parma, acusada de mantener relaciones impropias con Godoy y de ser excesivamente caprichosa y derrrochadora en una época de crisis. Aunque para valorar las críticas que se le hicieron hay que tener en cuenta el contexto histórico en que le tocó vivir, en plena crecida revolucionaria contra la monarquía, así como en pleno auge de las ambiciones de Napoleón, es cierto que su conducta poco adecuada contribuyó al desprestigio de la Corona y a la pérdida del trono. Ideal y realidad no siempre coincidían, pero ambas contribuyeron decisivamente a forjar la imagen personal e institucional de las reinas de España en la edad moderna.

La hora de la muerte

La reina debía ser ejemplo en vida y también en la hora de la muerte. El valor ante la muerte se le demandaba como cristiana y como reina, igualmente para ejemplo de su familia y de sus súbditos. Así sucedió por ejemplo con Isabel la Católica, que murió en la madurez, tras una larga y penosa enfermedad, “tan cristianmente como había vivido”, según dijo su esposo Fernando. La muerte y el enterramiento de las reinas también resulta significativo. El ceremonial variaba en función de las circunstancias de su fallecimiento, pero generalmente era muy solemne.
Las dos reinas propietarias murieron en Castilla, Isabel en Medina del Campo, Juana en Tordesillas, y acabaron ambas enterradas en la capilla real de Granada. Muy reveladoras fueron las instrucciones dejadas por Isabel en su testamento para ser enterrada de manera muy pobre y humilde, amortajada con un hábito franciscano, en una sepultura en el suelo, con una simple lápida con su nombre, en el convento de San Francisco de Granada. Sin embargo, su condición de reina la siguió también en la muerte. Su esposo Fernando se encargó de construir para ambos una esplándida tumba renacentista en la capilla real de Granada. A partir de la Emperatriz Isabel, la mayoría de las Reinas reposan en el Monasterio de El Escorial, en el Panteón real las madres de reyes. Otras descansan en lugares distintos, como Isabel de Farnesio junto a Felipe V en el Real Sitio de la Granja de San Ildefonso y Bárbara de Braganza junto a Fernando VI en las Salesas Reales de Madrid. Reposando en sus majestuosos mausoleos, las reinas siguen reinando después de muertas.
           



BIBLIOGRAFÍA


ALVAR EZQUERRA, Alfredo: Isabel la Católica. Una reina vencedora, una mujer derrotada, Madrid, Temas de Hoy, 2002.

ARAM, Bethany: La Reina Juana. Gobierno, piedad y dinastía, Madrid, Marcial Pons, 2001.

AZCONA, Tarsicio de: Isabel la Católica. Vida y reinado, Madrid, La Esfera de los Libros, 2002.

BARRIOS AGUILERA, Manuel (ed.): Isabel la Católica y Granada, Granada, Universidad de Granada, 2004.

BAVIERA, Príncipe Adalberto de: Mariana de Neoburgo, Reina de España, Espasa  Calpe, Madrid, 1938.

BURDIEL, Isabel: Isabel II: no se puede reinar inocentemente, Madrid, Espasa Calpe, 2004.

CALVO POYATO, José: Reinas viudas de España, Barcelona, Península, 2002.

COMELLAS, José Luis: Isabel II, una reina y un reinado, Barcelona, Ariel, 1999.

COSANDEY, Fanny: La reine de France. Symbole et pouvoir XVe-XVIIIe siècle, París, Gallimard, 2000.

FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel: Isabel la Católica, Madrid, Espasa Calpe, 2003.

FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel: Juana la Loca, la cautiva de Tordesillas, Madrid, Espasa Calpe, 2002.

FLÓREZ, Padre Enrique: Memorias de las Reynas Catholicas, Madrid, 1761, 3 vols.

GONZÁLEZ DE AMEZÚA Y MAYO, Agustín: Isabel de Valois, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1949, 3 vols. Y del mismo autor: Una reina de España en la intimidad: Isabel de Valois 1560-1568, Madrid, Real Academia de la Historia, 1944.

LISS, Peggy K.: Isabel la Católica. Su vida y su tiempo, Madrid, Nerea, 1998.

LÓPEZ-CORDÓN, María Victoria: “Mujer, poder y apariencia o las vicisitudes de una Regencia” en Stvdia Historica, Historia Moderna, nº 19, Informe: Público/ Privado, Femenino/ Masculino, Salamanca, 1998, ps. 49-66.

LÓPEZ-CORDÓN, M.V., PÉREZ SAMPER, M.A.y MARTÍNEZ DE SAS, M.T.: La Casa de Borbón. Familia, corte y política, Madrid, Alianza Editorial, 2000, 2 vols.

LLORCA, Carmen: Isabel II y su tiempo, Barcelona, Círculo de Lectores, 1973.

MAURA GAMAZO, Gabriel, duque de Maura: María Luisa de Orléans, reina de España: leyenda e historia, Madrid, Saturnino Calleja, s.a.

MAZARÍO COLETO, María del Carmen: Isabel de Portugal, emperatriz y reina de España, Madrid, Escuela de Historia Moderna, 1951.

MÍNGUEZ, Víctor: “La metáfora lunar: La imagen de la Reina en la emblemática española”. Dossier “La imagen de la Reina”, en Millars. Espai i Història, Castellón, Universitat Jaume I, num. XVI. 1993, ps. 29-46.

MONTEAGUDO ROBLEDO, María Pilar: La Monarquía ideal: Imágenes de la realeza en la Valencia moderna, Valencia, Universidad de Valencia, 1995.

NADAL, Santiago: Las cuatro mujeres de Felipe II, Barcelona, Mercedes, 1944.

OLIVEROS DE CASTRO, María Teresa: María Amalia de Sajonia, esposa de Carlos III, Madrid, CSIC, 1953.

PÉREZ MARTÍN, María Jesús: Margarita de Austria, reina de España, Madrid, Espasa Calpe, 1961.

PÉREZ SAMPER, María de los Ángeles: Poder y seducción. Grandes damas de 1700, Madrid, Temas de Hoy, 2003.

PÉREZ SAMPER, María de los Ángeles: Isabel de Farnesio, Barcelona, Plaza y Janés, 2003.

PÉREZ SAMPER, María de los Ángeles: Isabel la Católica, Barcelona, Plaza y Janés, 2004.

RÍO BARREDO, María José del: Madrid, Urbs Regia. La capital ceremonial de la Monarquía Católica, Madrid, Marcial Pons, 2000.

RÍOS LLORET, Rosa E.: Germana de Foix. Una mujer, una reina, una corte. Valencia, Biblioteca Valenciana, Generalitat Valenciana, 2003.

RODRÍGUEZ SALGADO, María José: “Una perfecta princesa”. Casa y vida de la reina Isabel de Valois (1559-1568). Primera parte” en Cuadernos de Historia Moderna, Madrid, 2003, Anejo II, Serie monografías: C. Gómez-Centurión (coord.): Monarquía y Corte en la España Moderna, ps. 39-96.

RODRÍGUEZ VALENCIA, Vicente: Isabel la Católica en la opinión de españoles y extranjeros: siglos XV al XX, Valladolid, 1970, 3 vols.

SÁNCHEZ, Magdalena S.: The Empress, The Queen, and the Nun: Women and Power at the Court of Philip III of Spain, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1998.

SUÁREZ, Luis: Isabel I, Reina (1451-1504), Barcelona, Ariel, 2000.

VAL, M. Isabel del: Isabel la Católica, Princesa (1468-1474), Valladolid, 1974.

VALDEÓN BARUQUE, Julio (ed.): Isabel la Católica y la política, Valladolid, Instituto Universitario de Historia Simancas y Ámbito Ediciones, 2001.

VÁLGOMA Y DÍAZ DE VARELA, Dalmiro de la: Norma y ceremonia de las Reinas de la Casa de Austria, Madrid, Real Academia de la Historia, 1958.

No hay comentarios:

Publicar un comentario